Para una estudiante de tercero de Periodismo, recibir el encargo de escribir un reportaje sobre un famoso personaje como redactora en el periódico más importante de la ciudad, era algo fuera de lo común. Pero si, además, el protagonista del reportaje era el empresario más influyente de la ciudad, la situación se tornaba extraordinaria. Estaba deseando acabar esa mañana las clases para empezar con el acopio de la documentación y preparar la entrevista que tendría la semana siguiente. ¡Entrevista! No se lo creía.
El hecho de que su padre, Abdel Boani, fuera el máximo accionista del periódico tenía, obviamente, mucho que ver. Pero como conocía perfectamente el tipo de hombre y, sobre todo, de comerciante que era su padre, sabía con certeza que si a ella le encomendaban aquella entrevista, los motivos eran puramente profesionales. Su padre no iba a arriesgar jamás la reputación de su periódico por favorecer a su hija; desde luego que no.
Abdel tuvo que sobrevivir con siete años en uno de los barrios más pobres de Bangladés, realizando los trabajos más duros, sin familia, comiendo lo inimaginable. Con dieciséis años emigró a Turquía y con veinticinco se instaló definitivamente en Málaga. Montó un pequeño comercio de importaciones de su país y, al cabo de los diez años, ya tenía cinco tiendas, todas muy rentables. Nunca confundió trabajo con familia, pues precisamente con sus hijos fue más exigente que con nadie, hasta el punto de convertir la palabra exigencia en crueldad.
En este caso no iba a ser diferente.
Anahid salió de la facultad y llamó a Javier, su novio.
―Cariño, voy a comer a casa y después iré a la Biblioteca un rato, a buscar información de la que no se obtiene con el buscador de Google ―dijo, irónicamente mientras esbozaba una mueca sonriente.
―Bah, bobadas, ya verás como lo que encuentres será mucho menos emocionante de lo que pueda encontrar yo ―comentó con cierta prepotencia, convencido, como buen programador informático, de que todo lo que no se encontrase colgado en la red, simplemente, no existía.
―Ya, seguro, pues a ver si es verdad y me consigues carnaza para la semana que viene, que no quiero que mi opera prima sea una entrevista más propia de Corazón, Corazón.
―Agg, no me mates ―replicó casi vomitando al otro lado del teléfono.
―Bueno, cari, después hablamos, que me duele el brazo ya.
Abrió el coche, encendió un cigarrillo, se puso el cinturón y arrancó.
El Sr. Adánez era un espécimen algo extraño dentro del mundillo policial. A diferencia de otros, se mostraba amable, educado y cortés en su forma de preguntar, dejando a un lado ese halo de duda que llevaban grabados en la mirada todos los inspectores que Pandora había conocido, siguiendo a rajatabla la regla del “piensa mal y acertarás”.
Se había educado en el seno de una de las familias más adineradas de Málaga, siendo instruido desde pequeño para seguir los pasos de su padre, afamado abogado en la provincia y que pasó a la posteridad por ser quien consiguió la absolución de Matías Verboeken, más conocido por El holandés, célebre por el sonado atraco del Banco Hipotecario de Mijas. Un resquicio procesal permitió que no se considerasen válidas ciertas pruebas determinantes para el fallo del juicio.
El entonces estudiante de tercero de Derecho, Alberto Adánez, entusiasta como pocos acerca de la importancia del valor de la justicia en la sociedad, enfervorecido defensor de la necesidad de aplicar la ética y la honradez a todo aquello que uno hiciera, se vio abocado a una profunda decepción por su héroe hasta ese momento. Esa figura paterna que había idolatrado hasta extremos insospechados, de repente se le volvió sumisa y clientelista, sin principios y, lo que era más lamentable, sin capacidad de autocrítica ni de un ápice de arrepentimiento.
Una mañana mantuvo una charla con su padre en la que comprendió todo. Ante la solicitud de explicaciones, su padre contestó que la abogacía no era más que un mero trabajo y que todo ser humano tenía derecho a la defensa, a pesar de que fuésemos plenamente conscientes de su culpabilidad. Ahí descubrió solo una cosa: aquello en lo que no quería convertirse. A Pandora no le impresionaban este tipo de trances pues, por desgracia, no era el primero por el que pasaba. Por su profesión había tenido que lidiar con todo tipo de personajes indeseables, habiendo corrido peligro su vida en múltiples ocasiones.
El Sr. Adánez se dejó caer como un saco de patatas en el bordillo del andén, a medio metro de Pandora.
―Bueno, chiquilla, supongo que lo habrás pasado mal.
―Hombre, he tenido días mejores.
―Mira Pandora, no te voy a hacer esto más difícil de lo que es. ¿Conocías al que lo hizo?
Pandora alzó la vista con mezcla de incredulidad y satisfacción. Realmente no tenía ningún deseo de permanecer varias horas contestando a las mismas preguntas de trámite que ya le había realizado el anterior policía para cumplir el expediente.
―No.
―¿Tuvo en algún momento intención o ademán de hacerte algo?
―En ningún momento. Me pusieron una bolsa en la cabeza y un pañuelo en la boca. No pude ver nada. Al poco quedé dormida.
―Muchas gracias. Vete a casa, dúchate y duerme. Cuando estés bien descansada, pásate por comisaría.
Si te acuerdas de algo importante, llámame. Aquí tienes mi número.
―De acuerdo.
Pandora se levantó del escalón y se puso en marcha con paso tranquilo. Al cabo de varios pasos, se dio la vuelta:
―Inspector, no llevaba nada de dinero encima. Lo había limpiado antes.
2
La esposa
―¡Lo que no puede ser es que por culpa de una becaria imbécil le devuelva un pagaré a mi mejor proveedor! ―dijo bombardeando de saliva la mesa del despacho―. ¡Sí, claro, si no fuera porque me tenéis pillado por los huevos te ibas a enterar tú, mamarracho de mierda! ―vociferó estampando el auricular contra la base con una violencia que casi le lesiona la muñeca.
Andrés Aguilera no solía exasperarse con facilidad. Más de treinta años dedicado a sus empresas habían contribuido a hacerle entender que cualquier situación es remediable, salvo la muerte, pues lo que hoy se manifestaba gris, probablemente mañana sería negro, pero posiblemente pasado se tornara blanco. Así de sencillo era el mundo de los negocios, una verdadera carrera de fondo.
Cuánta gente había visto crecer como la espuma para después darse el batacazo, cuánta, y cuántos amigos había visto subir y subir dentro de sus empresas, hasta quedarse con ellas, asumiendo unos riesgos a veces innecesarios.
Aún recordaba aquella mañana en que Julián fue a verle al despacho. Llevaba el signo del dólar marcado en la frente, como si de una res se tratase, los ojos se le salían de las órbitas, su mirada irradiaba una positividad y una ambición extraordinaria.
―Andrés, tengo que contarte un negocio que me ha salido. Un negocio no, un chollo.
Cuando Julián le explicó aquel negocio mantuvo el silencio durante todo el tiempo, absorto mientras escuchaba palabras repletas de números y entramados financieros que iban deslizando a su alrededor como si fuera Neo en su Matrix particular. Al final de aquella parrafada, únicamente acertó a comentar:
―Demasiado lío ―sentenció, ante la incrédula y desilusionada mirada de su interlocutor.
No pasaron seis meses antes de que aquel infeliz volviera con aquellas contenidas lágrimas en los ojos, pidiendo el último respiro para no sucumbir ante lo inevitable.
―No, Julián, no puede ser. ―Mientras alzaba la mirada para fijarla suavemente en sus ojos―. De veras que es por tu bien. Cuanto antes pares, menos deudas deberás pagar y menos vergüenza pasarás. Hazme caso ―dijo segundos antes de que Julián se levantase con una mezcla de rabia e impotencia en el rostro, yéndose sin mediar palabra.
Читать дальше