―Y felizmente casado…
―Con dos maravillosos hijos.
―¿Qué edades tienen?
― Once y trece años.
―Se le cae la baba.
―Son lo mejor que me ha pasado en la vida.
―¿Le queda tiempo para ellos?
―Menos de lo que desearía, pero en cierto modo todo esto es para ellos.
En ese momento, sonaron varios tonos cortos y seguidos del teléfono, al tiempo que parpadearon unas luces rojas.
―Dígame Sonsoles… ajá… si… de acuerdo.
Colgó el auricular con gesto contrariado y miró fijamente a los ojos de la periodista.
―Señorita Boani, como puede comprobar el negocio es el negocio, y lamento decirle que me requieren en una de las empresas.
―No hay problema, ya suponía que debía ir contrarreloj.
―La pena es mía, justo cuando la entrevista se ponía bonita. En cualquier caso, podemos continuarla en otro momento, aunque voy a estar bastante liado los próximos días.
―Gracias por su disposición, pero creo que tengo material suficiente.
―El gusto es mío. Dele recuerdos a su padre.
―Se los daré, descuide.
4
La anciana del Café Central
La mañana había amanecido soleada y con una temperatura muy agradable. Nada hacía presagiar que los acontecimientos desembocarían en otro asesinato. Los ardores que le habían acompañado durante la noche ya no se marcharían. Adánez reunió al grupo de homicidios para organizar una investigación que se empezaba a complicar. Normalmente, no era muy amigo de grandes dispendios ni excesiva utilización de recursos. Cualquiera del grupo al que se le encargara el caso bastaba para resolver la mayoría de homicidios que se presentaban, si bien este asunto estaba tomando un cariz diferente. No le gustó nada no poder vislumbrar un móvil del asesinato del contable, un robo hubiera sido lo lógico, aunque pudiera ser que la puta no viese que realmente le robaron porque tuviera más dinero escondido. En cualquier caso, no era un robo. Alguien que roba no se molesta en ensañarse tanto. Había una especial brutalidad en el modus operandi que tendía más a la venganza, un ajuste de cuentas. ¿Por qué? ¿Qué estaba escondiendo la aparente vida normal y rutinaria del contable? Debía descubrirlo. En menos de veinticuatro horas, la inocente esposa era asesinada por la misma persona, o eso suponía.
Cuando entró junto con Tomás Gallego en la escena del crimen, ambos vieron rápidamente que el homicida había estado buscando algo. De nuevo el robo parecía lo más plausible pero, en este caso, sería imposible determinar si se habían llevado algo, aunque ya en su última conversación la difunta le dejó claro al inspector que no había sido un robo al uso. Efectivamente, todos los objetos de valor de la vivienda estaban en su sitio, así como al poco tiempo comprobaron que la caja fuerte estaba intacta. El asesino había estado buscando algo. ¿El qué? Averiguarlo era su cometido.
A Tomás Gallego se le conocía en el cuerpo por Vualá, alias que aludía a su especial manera de celebrar sus descubrimientos. Era un personaje excéntrico y muy metódico, algo introvertido y poco sociable. Parecía gustarle más relacionarse con los datos y las pruebas que con las personas, todo ello a pesar de ser relativamente joven, pues contaba treinta y seis años. De figura delgada, piel morena, pelo oscuro, cara angulosa, nariz aquilina, ojos con rasgos hindúes y mirada penetrante. Realmente era un experto descifrando los escenarios de un crimen. En este caso lo tenía muy claro.
―Alberto, no tiene mucha historia el asunto. El asesino entró, revolvió todo el piso buscando lo que fuera, no lo encontró y esperó a que apareciera la mujer para preguntárselo. Ante su negativa la estranguló con el cable del teléfono.
―Se te olvida un pequeño matiz, el hecho de que yo estuviera hablando con ella justo cuando la asesinaron y de que no le diera tiempo a preguntarle nada.
―Tienes razón ―espetó Gallego llevándose la mano a la barbilla―. Aunque pudiera ser que escuchases como le atragantaba con el cable del teléfono, pero eso no quiere decir que la matase en ese momento. Pudo darle tiempo a preguntarle por lo que buscaba.
―Es posible, veremos que dice el forense en cuanto a los tiempos.
Pasaban pocos minutos de las cinco y Javier aún yacía babeando sobre el sofá, roncando una sonata al compás de un documental de La 2 que versaba sobre el Serengeti. De pronto sonó esa deliciosa melodía de Shakira que tanto le gustaba, pero que en aquel preciso instante odió profundamente. Alzó el brazo de forma mecánica, casi sin abrir los ojos, para distinguir, no sin ciertos problemas, a leer en la pantalla del móvil la palabra “canijo”.
“Canijo”, para un malagueño de pro, podía ser cualquiera de sus amigos, pues en la jerga popular era una palabra muy utilizada. En este caso canijo hacía referencia a Roberto, o “Robert”, como solía llamarlo, acortando el nombre con aires anglosajones, influenciado por las series y películas norteamericanas que había devorado a lo largo de su vida. No tenía ninguna gana de coger el teléfono, pero sabía que si no lo hacía sería tildado por su grupo de rajado. La tarde anterior habían dejado un campeonato del Pro Evolution Soccer a medio terminar, en semifinales ni más ni menos, y no unas semifinales cualesquiera. Estaban en liza Brasil, Argentina, Italia y España. Javier jugaba por España, algo retocada en las características técnicas del equipo, Robert por Brasil, David por Argentina y Curro por Italia. El favorito en las apuestas era Curro, un hombre pegado a un mando de PlayStation. Javier descolgó y contestó de mala gana.
―¿Qué quieres pesado?
―Tú qué crees. Vamos para ya.
―Vale, pero terminamos la partida y os piráis que tengo cosas que hacer.
―Bueno, pero nos pondrás algo de picar por lo menos, ¿no?
―Algo os pondré.
Acto seguido, sabedor de que mientras Robert recogía a los otros dos tardaría al menos media hora en llegar, bajó el volumen de la tele todavía más y se recostó de nuevo sobre el sofá para aprovechar los últimos coletazos de siesta.
Javier se consideraba un joven muy normal. Le gustaba salir de marcha, jugar a los videojuegos con sus amigos, chatear por Internet y navegar buscando los archivos y las noticias más insólitas que descargar. Prefería el deporte de salón y mando a distancia que el ejercitado directamente, aunque a veces echaba una pachanguita al fútbol con los amigos. Tenía una auténtica relación amor odio con sus amigos, pero en el fondo los adoraba. Su adoración no iba más allá de la propia dependencia de un joven para con su grupo de amigos. Javier se sentía muy atraído por las mujeres, y en especial por todas aquellas que no fuesen su novia, Anahid, la única a la que amaba con todo el amor inmaduro propio de su juventud. Se habían conocido con tan solo diez años. Aún recordaba aquella mañana de domingo en la que el señor Boani, como todos los domingos, acudió a la cafetería central a desayunar junto con toda su familia. Javier acompañaba a su madre los fines de semana a la cafetería donde trabajaba, ya que esta no tenía con quien dejarle.
Javier había nacido en Almendralejo en el seno de una familia no muy bien avenida. Desde que era un crío pudo percibir que las conversaciones entre sus padres no eran las habituales que escuchaba cuando visitaba las casas de sus amigos. Su padre trabajaba recogiendo la basura. Se levantaba de noche y cuando volvía, al alba, su madre se disponía para entrar en el primer turno de la cafetería. Sus progenitores casi no se cruzaban. Los días laborables prácticamente no veía a su padre, únicamente para cenar, pues cuando volvía del colegio se encontraba dormido. Los fines de semana eran especialmente agrios. Su padre, como casi todos los días, llegaba tras haber rondado todos los bares de la ruta de contenedores, alcanzando una ebriedad considerable. Su madre, sabedora del nivel etílico del marido, procuraba evitarlo para no tener problemas. Pero evitarlo era imposible. Aquel hombre la buscaba con la agresividad propia de la bebida y de la gran falta de amor de aquellas cuatro paredes. Siempre había alguna chispa que encendía la llama, la tontería más inimaginable, pero el hecho es que la llama siempre prendía. La discusión comenzaba y los gritos iban “in crescendo”, hasta el punto de empezar los golpes. Casi siempre él la cogía primero de los hombros, o del cuello, zarandeándola sin ánimo de golpear. Cuando ella se intentaba desasir de aquel blocaje, pues aquellos agarrones le provocaban dolorosos moratones, él le propinaba una bofetada, para comprobar la capacidad de reacción de su dominada. Como la madre se pusiera más brava, entonces los golpes se hacían más duros, hasta el extremo de cerrar el puño. Aquel vil necesitaba poseer y dominar, no quedándose tranquilo hasta comprobar que la fierecilla estaba domada.
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