Al menos Adánez se consolaba con el hecho de que ya se encontraba muerto de un balazo cuando quien quiera que fuese se había dedicado a jugar a forense con aquel infeliz. Aquello le tranquilizaba a la par que le intrigaba. ¿Por qué aquel ensañamiento gratuito? ¿Qué podía llevar a una mente a cometer aquel acto tan desviado de la razón? Por último, lo que más le inquietó, fue una marca hecha con cuchillo en el centro de la frente. Una marca que jamás había visto en su vida.
La comisaría central se hallaba situada al final de la Avenida de Andalucía, la arteria principal de Málaga. El edificio consistía en un moderno entramado rectangular de múltiples departamentos, divididos en cuatro plantas y coronados por un helipuerto en su azotea. El departamento de inspección criminal estaba situado en el ala oeste del edificio y compuesto por seis despachos de tamaño medio caracterizados por un nivel de desorden general elevado, a excepción del despacho del inspector Villanueva, hombre más preocupado de la pulcritud y el orden que del contenido almacenado, según opinión del resto de inspectores.
El despacho de Adánez no constituía una excepción de la regla general. Constaba de una mesa de trabajo con dos baldas de documentos situadas en cada esquina inferior, así como varios montones de expedientes en las esquinas superiores de la mesa, dejando un espacio libre en la franja central. Detrás de la mesa, un armario repleto de archivadores de distintos colores. Entre el armario y la mesa de trabajo, una mesa pequeña donde se apoyaba un ordenador de pantalla plana, con múltiples notas adhesivas fluorescentes pegadas en los bordes.
Cuando Alba Carreter llamó a la puerta, el inspector hablaba por teléfono con el fiscal. Alzó el dedo en señal de espera y le hizo gestos de que entrase, al tiempo que colgaba el teléfono.
―¿Qué se le ofrece?
―Hola, soy Alba Carreter, mujer de Hugo Morales.
―Ah, sí, siéntese por favor. ¿Cómo se encuentra?
―Pues… que quiere usted que le diga… ―balbució mientras se sentaba con los ojos lagrimosos.
―Bueno, intentaremos que esto sea lo más breve posible. No obstante, cuando quiera tomarse un descanso me lo dice.
―De acuerdo. Bueno, en primer lugar, me gustaría saber cómo ha sucedido.
―Si le parece, usted contésteme a las preguntas que yo le vaya haciendo y después le informaremos de todo lo concerniente a la muerte de su marido que le pueda ser comunicado ―dijo con un tono entre severo y condescendiente―. En primer lugar, me gustaría saber si su marido tenía algún enemigo declarado.
―No que yo sepa. Era una persona bastante afable.
―¿Le había notado algún cambio de actitud las últimas semanas?
―Mi marido tenía épocas con menos trabajo y otras con más trabajo. Últimamente tenía mucho, hasta el punto de que se quedaba cenando y llegaba muy tarde.
―¿Sabe en qué estaba trabajando?
―Bueno… él era contable del grupo de empresas Aguilera… no sé si habrá usted hablado con ellos… pero desde luego ellos deben saber lo que hacía.
―Sí, gracias. ¿Sabe si cuando se quedaba a trabajar se quedaba siempre en la oficina?
―Eh… ¿a qué se refiere? sí, claro… bueno, nunca he dudado de mi marido. ―La duda se reflejó nítidamente en la cara de aquella mujer desolada.
―Señora, ¿cuál era su círculo de amistades más asiduo?
―Bueno, aparte de mi hermano y mi cuñada, con quienes solíamos salir una o dos veces al mes, no quedábamos con demasiados amigos… bueno sí, con mi amiga Ester y su marido, esporádicamente y, ahora que lo dice, este último mes hemos salido varias veces con su jefe a cenar.
―¿Con el señor Aguilera? ―preguntó Adánez con cierto escepticismo.
―No, que va, Xavier… Ripoll… Xavier Ripollet, era su jefe directo, un tipo bastante encantador.
―De acuerdo. Y en su casa, ¿ha notado algún elemento raro últimamente?
―No.
―Llamadas extrañas, algún patrón de conducta diferente a lo habitual, algún mensaje de alguien desconocido… no sé… algo diferente.
―Lo lamento, créame que me gustaría ayudarle más que nada en el mundo, pero no he observado ninguna actitud diferente de lo normal, aparte de su obcecación con el trabajo, pero nada fuera de lo común.
―Muchas gracias. Hemos terminado.
―Pero…
―Señora, estamos investigando y aún no tenemos ninguna certeza de nada, por lo que no estoy autorizado a revelarle ninguna información. En cuanto se me autorice, esté tranquila que será la primera en saber qué ha sucedido.
Cuando Alba Carreter cruzó la puerta de la comisaría, una ráfaga de realidad le abofeteó la cara. Caminó sonámbula a plena luz del día sin reparar en los viandantes. De vez en cuando percibía alguna mirada de curiosidad ante las finas lágrimas que le caían por su mejilla. ¿Por qué tenía que ser la vida tan complicada? Se repetía sin cesar. No daba tregua. Su marido no había sido el mejor marido del mundo, pero tampoco el peor. Era cierto que tenía sus defectos, cómo no, pero también poseía una serie de virtudes que ella consideraba indispensables. Se atragantaba solo de pensar en no poder contar con su apoyo día a día. ¿Qué iba a ser de ella?
Caminaba con mucha dificultad, ya que el pecho le oprimía a cada pequeño paso que daba. Mientras lloraba, una mueca de felicidad asomó a su rostro. Lo estaba viendo como si fuera ayer, en el recreo del instituto, con esa melenita bien medida de chico malo, pero aseado. Irradiaba un magnetismo que no pasó inadvertido para aquella jovenzuela. Poco o nada le disuadieron sus constantes escarceos con las drogas, pues, a pesar de que no era una afición santa de su devoción, había pocos jóvenes del instituto que no hubieran consumido alguna vez cannabis. Como un buen melillense, no le faltaba nunca marihuana para echarse un porro a la boca. Aunque pronto Alba serenó a aquel joven que, a la vez que derrochaba optimismo, escondía una triste historia de pobreza y marginalidad bajo su coraza. Su trabajo le costó, pues no se corrige tan fácilmente a un chico educado en uno de los barrios más conflictivos de Melilla. Cuando, al poco de conocerlo, le explicó el cuidado que debía mantener con según qué personajes se paseaban por su ciudad, se quedó boquiabierta. Siendo un crío, durante la feria, por mirar directamente a los ojos a un energúmeno de su barrio, le pusieron un cigarro a escasos dos centímetros del ojo derecho, hasta que un hombre mayor que estaba viendo la escena impidió la tragedia. En consecuencia, las gamberradas que Hugo cometió con posterioridad podían considerarse peccata minuta.
Uno de los momentos culminantes, en el que Alba estuvo a punto de tirar la toalla, fue aquella vez que Hugo destrozó los retretes del instituto con una gigante traca de petardos enormes. El estallido retumbó en todo el instituto y en los edificios adyacentes. A raíz de ello, una larga expulsión del instituto y un mote que le acompañaría siempre, Traku. El ultimátum que su chica le puso sobre la mesa acabó por enderezarle, hasta el punto de convertirse en un hombre de provecho.
Mientras soñaba despierta con encontrar a su marido esperándole con una sonrisa, Alba alcanzó la puerta del edificio de su casa con vacilación, sin atinar con la llave del portal. Residía en la zona de Torre Atalaya, un enjambre de construcciones modernas de pisos situados a las afueras, un barrio relativamente nuevo donde preponderaba la gente de clase media-alta. Alba y su marido vivían en un tercero, pero por temor a encontrarse en silencio ante la mirada de algún vecino durante los escasos treinta segundos que duraba la subida del ascensor, se decantó por subir por las escaleras, haciendo de tripas corazón con el dolor que le afligía.
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