María R. Box - Diez razones para amarte

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"El hecho de coincidir contigo en esta vida es algo por lo que siempre viviré agradecido". Lucía Rodríguez siempre se había considerado una mujer fuerte, romántica empedernida y con la vida parcialmente estructurada. Su mayor sueño era terminar su último año de universidad y trabajar de lo que tanto le gustaba. Y, ¿por qué no? Quizá encontrar a esa persona con la que compartir su vida. Sin embargo, por desgracias de la vida, su madre vuelve a recaer en un maligno cáncer de mama que consiguió vencer en su juventud. Lucía se ve obligada a hacerse cargo de su familia, debe encontrar un trabajo y pagar las facturas que comienzan a acumularse. Los problemas no paran de crecer a su alrededor hasta que Naomi, su mejor amiga, le habla de una página de internet con la que puede ganar dinero de forma fácil y rápida. ¿Será capaz Lucía de aceptar las condiciones que le proponen para sacar a su familia adelante? ¿Acabará encontrando el amor que tanto ansía?

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Cuando estaba con ellos todos los problemas que tenía encima se me olvidaban y se esfumaban como el polvo.

—¿Qué tal está tu madre, Lu? —preguntó Paula.

Me rasqué la nuca, mirando mis zapatos desgastados, y añadí: —Está con dolores, pero bien al fin y al cabo.

Noté como Naomi posaba su brazo sobre mis hombros y chasqueaba la lengua.

—Si necesitas algo solo tienes que decírnoslo.

Ella era la única que sabía todo lo que me pasaba, los demás ignoraban que tuviese sobre mi espalda tantas deudas.

—Lo sé —suspiré—. Por cierto, ¿dónde se ha metido tu novio, Paula?

—Ha ido al baño. —Paula se pasó la mano por la cara—. Ayer debió comer algo en mal estado y ahora mismo estará cag…

—¡Vale, vale, vale! —exclamé, asqueada. No quería imaginar lo que estaba haciendo.

—¿Soy la única que se lo acaba de imaginar sentado en la taza y más rojo que un tomate de toda la fuerza que estará haciendo? —se carcajeó Naomi.

—¡Cállate! —exclamó Roberto haciendo una mueca de asco.

—Mirad, ahí viene. —Paula salió corriendo para abrazar a Pablo, su novio. Queríamos quedarnos un rato más hablando bajo la sombra de nuestro particular árbol, pero no pudimos.

La hora de entrar a clases había llegado. Naomi agarró mi brazo y corrió hacia nuestro pabellón de estudio para, según ella, coger un buen sitio. De nuevo, ahí estaban, esas filas de madera que me hacían parecer una hormiga en comparación con la gran altura de la clase. A pesar de lo dura, además de cara, que era la carrera, estudiar me distraía. Era entretenido aprender un nuevo idioma con canciones, libros u otras actividades de ese tipo. Por ejemplo, era gran fan del anime y el manga. Mi afán por el japonés venía de ahí.

Sin embargo, cuando estábamos ya sentadas en primera fila, mientras que la clase se llenaba, el profesor avanzó hacia donde estábamos.

—¿Es usted la señorita Lucía Rodríguez? —preguntó, mirando un listado.

—La misma, ¿pasa algo, profesor? —Su ceño estaba fruncido. Me alarmé cuando en sus ojos se reflejó un atisbo de tristeza.

—El decano quiere verla, por favor, vaya a su despacho de inmediato.

Naomi, extrañada, me lanzó su ya conocida mirada de incredulidad. No obstante, la que estaba flipando en colorines era yo. ¿Qué había hecho yo ahora para que me mandasen al despacho del decano?

—Claro —dije, sonriendo para aparentar tranquilidad. El profesor volvió a su antiguo puesto, recogí todas mis cosas y me colgué la mochila al hombro—. Luego te cuento —gesticulé con las manos hacia Naomi, ella asintió.

Salí de clase y me dirigí hacia el despacho del decano, preocupada. ¿Y si le había pasado algo a mi madre en los escasos cuarenta minutos que llevaba fuera de casa? Acabé sentada, esperando a poder entrar. Los nervios me carcomían, no paraba de estrujar con las manos la cinta que servía para colgar la mochila y, lo peor de todo, era el silencio que recorría la sala donde estaba. Podía escuchar los rápidos latidos de mi corazón atormentándome desde lo más profundo de mi pecho. Había tan solo unos asientos vacíos y varios cuadros con orlas de antiguos alumnos destacados en la fría e insólita sala de espera.

—Señorita Rodríguez, puede pasar.

Escarlata, la secretaria, me hizo pasar a un gran despacho. Allí, sentado en un enorme sillón negro, tras una mesa de madera pulcra y barnizada, se encontraba el decano de la facultad. Se notaban sus años de experiencia ya que las canas cubrían gran parte de su pelo y bigote, vestía un traje azul marino y portaba una simpática y amable sonrisa en sus labios. Las comisuras de sus ojos, pequeños y achinados, estaban arrugadas.

—Siéntese, por favor. —Lo hice bastante tensa a pesar de su tono amable.

—¿Quería verme? —pregunté.

«¡Claro que quiere verte, estúpida! O si no, ¿por qué estás aquí?», pensé.

—Sí, señorita Rodríguez —dijo, mirando unos papeles que tenía encima de la mesa.

—Puede llamarme Lucía.

—¡Oh, está bien! —exclamó, sonriendo—. El caso es que no hemos recibido el pago, Lucía.

—¿Qué pago? —pregunté, extrañada y apretando con fuerza mi mochila, que estaba en mis piernas.

—El pago de las tasas.

—Eso es imposible —hablé con los ojos muy abiertos—. Hice el ingreso, se lo aseguro.

Mi corazón comenzó a bombardear con fuerza, estaba hiperventilando. Era imposible que las tasas no estuviesen pagadas, yo misma fui al banco a dar la cuenta de mi madre para pagarlas.

—Te creo, Lucía, pero debe haber algo mal para que no nos hayan pasado el pago. Puede haber sido un error del banco. Por eso te doy una semana para aclararlo todo si no… —se quedó callado.

—¿Si no qué? —pregunté.

—Deberás abandonar la universidad.

Capítulo dos Como que os han embargado la cuenta Naomi estaba atacada Nos - фото 5Capítulo dos

—¿Como que os han embargado la cuenta?

Naomi estaba atacada. Nos encontrábamos en El Retiro, apoyadas en la barandilla del lago. Había tenido que saltarme el primer día de clases para ir al banco. Pero ¿cuál fue mi sorpresa? Al llegar al banco y hablar con el director de la sucursal supe que nos habían embargado la cuenta por la deuda que nos había dejado mi padre. Ahora mi preocupación era otra, no tenía trabajo y nos embargaban casi todo lo que mi madre ganaba, hasta el último euro de la ayuda que nos daba el Estado. ¿De dónde mierda iba a sacar yo dinero para pagar las tasas, el agua, la luz y todo lo que se pusiera por delante? Porque, que yo supiese, no había ningún tipo de árbol del que creciese dinero.

Asentí, resoplando.

—Eso me ha dicho el director del banco —dije dándome la vuelta y apoyándome en la barandilla—. ¿Qué hago? —Mi voz salió rota, sentí como Naomi me abrazaba.

—Lo primero es relajarte, vamos a dar una vuelta.

—No quiero dar una vuelta, quiero encontrar un maldito trabajo —grité frustrada, atrayendo la atención de algunas personas a nuestro alrededor. Me agaché y agarré varias piedras que encontré bajo mis pies, comencé a tirarlas al lago.

—¿Has echado currículos?

—Por todos lados —resoplé—. ¡Y nada! ¡No me quieren ni de cajera porque no tengo experiencia!

—¿Y en la oficina de este verano? —preguntó ella.

Negué repetidas veces con la cabeza.

—Me cogieron para cubrir bajas y vacaciones, les comenté de quedarme y me dijeron que no. Pero un no rotundo.

—¡Joder, tía! —exclamó Naomi fastidiada. Sin embargo, de repente, la vi abrir los ojos como platos—. Lucía, ¿y si te haces Sugar Baby?

La miré con el ceño fruncido.

—¿Qué es una Sugar Baby?

Ella sacó su móvil del bolsillo y comenzó a teclear. Intenté echar un ojo a lo que estaba haciendo, pero me fue imposible por el reflejo del sol. Al final, acabó enseñándome el móvil muy cerca de mi cara, tan cerca que me rozó la nariz.

—Una Sugar Baby —habló ella—, es una relación de beneficio.

—¡¿Quieres que me haga prostituta?! —grité.

—¡No! Es una relación profesional y con contrato incluido donde el hombre te paga una cantidad cada vez que quiera quedar contigo.

—Una puta, vamos. —La escuché reír.

—¡No! —Rio—. ¡Mira! —Volvió a acercarme el móvil a la cara. Entonces, pude ver una página que estaba buscando con tanta energía—. El hombre te especifica qué es lo qué quiere, quedas con él y ya lo que veas. Si te gusta la cantidad que te ofrece y ves que el tipo es legal, pues que comiencen a rodar los billetes.

—¡Tú estás mal de la cabeza! La de pervertidos que debe de haber por ahí…

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