María R. Box - Diez razones para amarte

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"El hecho de coincidir contigo en esta vida es algo por lo que siempre viviré agradecido". Lucía Rodríguez siempre se había considerado una mujer fuerte, romántica empedernida y con la vida parcialmente estructurada. Su mayor sueño era terminar su último año de universidad y trabajar de lo que tanto le gustaba. Y, ¿por qué no? Quizá encontrar a esa persona con la que compartir su vida. Sin embargo, por desgracias de la vida, su madre vuelve a recaer en un maligno cáncer de mama que consiguió vencer en su juventud. Lucía se ve obligada a hacerse cargo de su familia, debe encontrar un trabajo y pagar las facturas que comienzan a acumularse. Los problemas no paran de crecer a su alrededor hasta que Naomi, su mejor amiga, le habla de una página de internet con la que puede ganar dinero de forma fácil y rápida. ¿Será capaz Lucía de aceptar las condiciones que le proponen para sacar a su familia adelante? ¿Acabará encontrando el amor que tanto ansía?

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—No me mires de esa forma —dijo irritada.

—Sabes lo que te pasará si te ven enseñando el canalillo.

Metí en una bolsa hermética su almuerzo y se lo pasé para que se lo guardara en la mochila.

Resoplando, se abrochó los dos botones. Con el último trago de su tazón de leche, se levantó y colocó la mochila en su hombro. Recogí los enseres y comencé a fregar, dándole la espalda.

—Quiero que sepas que voy a cuidar a los hijos de la vecina para ganar algo de dinerillo. —Me tomó por sorpresa.

—Ni hablar. —me giré, negando repetidas veces con la cabeza—. Me niego a que trabajes, tú tienes que estudiar.

No pensaba dejar que Alba trabajase, ella debía estudiar y sacar buenas notas. Era mi trabajo sacar adelante a la família. Dejé el cazo que estaba fregando y me acerqué a ella. Bajó la mirada avergonzada. Quizá me había pasado en el tono en el que le había hablado, acabé abrazándola.

—Quiero ayudar… —farfulló.

—No puedo dejar que lo hagas, soy yo quién debe sacaros adelante —le dejé bien claro.

—Solo serán dos horas, de cinco a siete —insistió haciendo pucheros con sus labios—. Te prometo que estudiaré, pero déjame ayudarte aunque sea con lo poco que gane.

Me aguanté las ganas de llorar. Mi pequeña hermana, mi gran confidente, ya era toda una mujercita que quería ayudarme. Para ella también había sido dura la noticia de que el cáncer había vuelto y la partida de nuestro padre. Aún fue más duro cuando un señor del banco vino a casa para pedirnos los once mil euros que debía mi padre y tuve que decirle que no podía ir a sus clases de música. La había escuchado llorar noche tras noche.

Me crucé de brazos, mirándola.

—No puedo dejar que lo hagas.

—¿Y siempre vas a ser tú la que se sacrifique? —preguntó Alba bastante molesta—. ¿Cuánto tiempo llevas sin comprarte un pantalón o cuándo fue la última vez que fuiste a la peluquería?

—Eso solo son cosas superficiales, Alba.

—No lo son —exclamó—. A mí también me gusta ver cómo te arreglas y disfrutas de la vida. En estos meses has perdido mucho peso y no has parado de buscar un trabajo.

En eso tenía razón. Había estado todo el verano echando currículos para trabajar, pero siempre era lo mismo. Necesitaban a alguien con experiencia y yo no la tenía. Aún no entendía como había podido entrar a la oficina de turismo que había unas calles más abajo, aunque me lo podía imaginar. Mi nivel de inglés, alemán, italiano y francés era bastante bueno y en Madrid (sobre todo en verano) había mucha gente de esas nacionalidades. Sin embargo, al llegar septiembre, me habían echado.

—Por favor —me rogó.

Sopesé la posibilidad de decirle que no, pero no pude resistirme a ese puchero que solo ella podía hacer. La verdad era que necesitábamos el dinero y toda ayuda iba a ser necesaria para salir del bache.

—Está bien —dije en medio de un suspiro—, pero una sola mala nota y dejas de trabajar.

—¡Gracias, gracias, gracias!

La vi irse por la puerta, saltando de la alegría. Negué, secando una lágrima traicionera que había abandonado mi cuenca. Volví a fregar los cacharros que se habían acumulado de la noche anterior y le preparé a mi madre el desayuno. La pobre estaba en cama, presa de unos dolores de huesos infernales. Agarré el bote de las pastillas y saqué una; resoplé al ver que quedaban pocas y que pronto debería comprar más.

Y pagar la luz.

Y el agua.

Y la comunidad.

Y la deuda que nos había dejado mi padre.

Me estremecí, pavorosa de todo lo que tendría que afrontar. Sin embargo, hice que esos pensamientos se esfumaran de mi cabeza. Agarré la bandeja que le había preparado a mamá y anduve hacia su cuarto. Toqué la puerta y entré. Mamá estaba recostada en la cama, con unas grandes ojeras bajo sus ojos, y leyendo uno de sus libros favoritos.

—Buenos días, mamá. ¿Qué tal te encuentras hoy? —pregunté sentándome en el borde de la cama.

Con cuidado dejé la bandeja en sus piernas. Ella intentó sonreír, pero solo consiguió hacer una mueca por el dolor. Bajé la mirada, no quería que viese como se me humedecían los ojos al verla de aquella manera.

—Buenos días, cielo. —Mamá agarró mi mano y volvió a intentar sonreír—. Estoy bien, cariño. ¿Y tú? ¿Se ha ido tu hermana ya a clase?

Mentira.

Se notaba en cada poro de su piel que estaba fatal, pero era por culpa de las pastillas para prevenir la metástasis que hacían que sus huesos doliesen hasta el punto de retorcerse y desear su propia muerte.

—Sí, mamá. Alba ya se ha ido y he terminado de poner la lavadora, de fregar, de hacer las camas y de preparar la comida.

Estaba orgullosa de haber hecho todo aquello, había sido complicado, pero lo había conseguido. Mi madre lo había hecho toda la vida, ¿por qué yo no? Me necesitaban e iba a estar para ellas, sobre todo para mí madre porque era quien nos había sacado adelante toda nuestra vida.

—Me sabe tan mal que tengas que hacer eso…

—Habrá días mejores, mamá. Pero, por ahora, descansa. En unas semanas tienes la siguiente operación y debes de estar fuerte. —Me levanté de la cama y anduve hasta la puerta—. ¡Se me olvidaba! Le he dejado una copia de las llaves a Arely, me ha dicho que te hará compañía hasta que Alba vuelva de clase. Yo llegaré un poco más tarde de la universidad.

Arely era nuestra vecina del quinto, una chica de unos treinta años que se dedicaba a hacer uñas. Cuando mi madre volvió a recaer fue la primera en ofrecerse a pasar unas horas con ellas a cambio de nada. Era una bellísima persona.

—No sé cómo voy a agradecerte que hagas todo esto, Lucía. —Escuché que decía desde la cama.

Sonreí con la tristeza clavada en mi rostro.

—No tienes que agradecerme nada, mamá. —Abrí la puerta para irme—. Volveré a las tres, tened cuidado y cualquier cosa, llámame.

Salí de la habitación y caminé hasta la puerta. Agarré mi mochila y miré la casa con nostalgia. Parecía que hubiesen pasado siglos desde que la alegría reinaba en cada pasillo de nuestro pequeño piso. La cocina comenzaba a tener alguna humedad y sus paredes blanquecinas se estaban volviendo grisáceas con el paso de los días. El reloj resonaba en la pared como si de una bomba contrarreloj se tratase.

Tic-tac.

Tic-tac.

Me acerqué al frutero de hierro que le había comprado a mamá y agarré una manzana roja que relucía entre tanta monotonía de colores. El gentío comenzó a acumularse cuando llegué al metro, a muchas personas no les gustaba la gran ciudad a causa del estrés o de las multitudes que había por la calle. Sin embargo, a mí me encantaba por el hecho de ser invisible. Nadie, a excepción de mi grupo de amigos y familiares, me conocía. Cuando salía a la calle y me dejaba llevar por la música de Sia, solo era Lucía. Cuando me embaucaba en una nueva aventura literaria en pleno metro, solo era Lucía. La gente no me miraba raro, simplemente pasaban de mi presencia.

Luego de diez minutos en metro, llegué a la universidad. Como todos los años, fui hacia el árbol donde nos reuníamos.

—¡Lucía! —gritaron a los lejos.

Salí corriendo hasta saltar a los brazos de Naomi, mi mejor amiga desde que íbamos a la escuela infantil. Ambas habíamos elegido la misma carrera: Traducción e Interpretación.

—¡Cuántas ganas tenía de verte! —exclamé, abrazándola.

—¿Para mí no hay abrazo?

Miré hacia el árbol, allí estaba Roberto de brazos cruzados y mirándonos con una ceja alzada. Su deslumbrante melena dorada brillaba con los rayos del sol, por no hablar de sus ojos. Tan azules como el mismísimo mar Caribe.

—Claro que sí, idiota. —Reí y lo abracé.

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