Así, pues, Mono quedó en manos de Lao Tsé y a Ehr-lang se le dio una recompensa de diez flores de oro, cien tarros de vino celestial, cien granos de elíxir, además de una gran dotación de joyas, perlas, brocados y bordados, que le pidieron compartir con sus hermanos. Le agradeció al emperador y volvió al río de las Libaciones.
Cuando Lao Tsé regresó al palacio Tushita, desató a Mono, retiró la espada que tenía clavada en el esternón, lo empujó al crisol y le pidió a su sirviente que encendiera un buen fuego. Ahora bien, este crisol tenía ocho partes y cada una representaba uno de los ocho trigramas. Mono se metió a la parte correspondiente al trigrama sun. Pero sun es viento, y el viento apaga el fuego; pero el viento levanta humo, y los ojos de Mono empezaron a arder y se pusieron rojos. Nunca se recuperó de esto y por eso a veces le dicen Ojos Ardientes. Pasó el tiempo y finalmente llegó el día cuarenta y nueve. Los procesos alquímicos de Lao Tsé se habían completado. Cuando se acercó al crisol para quitarle la tapa, Mono estaba tallándose los ojos con ambas manos con tanta fuerza que se derramaban lágrimas. Cuando oyó que se movía la tapa, enseguida levantó la vista y la luz que entró lo lastimó a tal grado que no pudo soportarla y de un brinco salió del crisol dando un grito punzante y volcándolo de una patada. Salió a toda prisa del cuarto, perseguido por los sirvientes de Lao Tsé. A todos les puso zancadillas, y cuando Lao Tsé lo agarró, Mono le dio un empujón que lo hizo rodar. Entonces cogió el garrote que guardaba atrás de la oreja y, ya armado de nuevo, hizo estragos en el cielo. Asustó tanto a los nueve planetas que éstos tuvieron que encerrarse, y los reyes de las cuatro direcciones desaparecieron de ahí. Esa vez Mono soltó golpes a diestra y siniestra, sin importarle a quién golpeaba o qué rompía. Nadie pudo detenerlo, y habría hecho añicos todo el salón de las Mágicas Brumas si la divinidad Wang Ling-kuan no hubiera llegado a toda prisa con su gran látigo de metal.
—Detente, maldito Mono —exclamó—. ¡Mira quién está frente a ti y para ya esas travesuras desquiciadas!
Mono, que ni se dignó a discutir con él, levantó su garrote y soltó un golpe. Ling-kuan lo enfrentó con su látigo en el aire. Tuvieron una gran pelea enfrente del salón de las Mágicas Brumas, pero ninguno ganó ventaja. Por fin, las treinta y seis deidades de la tormenta acudieron en ayuda de Ling-kuan y Mono terminó rodeado por los cuatro costados de espadas, lanzas, picos, látigos, hachas, ganchos, hoces. Pensó que era momento de transformarse y adoptó el aspecto de algo con tres cabezas y seis brazos; blandió seis garrotes mágicos, que giró como rueca mientras él bailaba en medio. Las deidades de la tormenta no se atrevieron a acercarse.
El barullo del combate alcanzó al Emperador de Jade, quien, consternado, envió a dos mensajeros a la región occidental para ver si Buda podía acudir en su ayuda. Cuando le relataron las fechorías de Mono y explicaron cuál era su misión, Buda les dijo a los bodhisattvas que lo rodeaban:
—Quédense sin hacer ruido aquí en el salón de la Ley, pero no relajen sus posturas de yoga. Tengo que irme a lidiar con esta criatura que está causando desorden en la corte taoísta.
Les pidió a sus discípulos Ānanda y Kāśyapa que lo siguieran. Al llegar al cielo, oyeron un escándalo terrible y encontraron a Mono cercado por las treinta y seis deidades. Buda les ordenó que bajaran las armas y que regresaran a su campamento. Llamó a Mono, que recobró su forma original y le gritó, enojado:
—¿Qué monje budista eres tú y cómo te atreves a llamarme cuando estoy en plena batalla?
—Soy el Buda del paraíso occidental. Ya supe de los problemas que estás ocasionando en el cielo. ¿De dónde vienes y hace cuánto tiempo recibiste tu iluminación, para que te atrevas a comportarte así?
Nacido del cielo y de la Tierra, fundido con magia inmortal,
un viejo mono de la montaña de Flores y Fruta soy.
En la cueva de la Cortina de Agua manejo mis negocios;
encontré a un amigo y maestro que me enseñó el gran secreto.
Me perfeccioné en muchas artes de la inmortalidad;
aprendí transformaciones sin límite ni final.
Me cansé del poco alcance que permite el mundo del hombre.
Lo único que podría satisfacerme sería vivir en el cielo
[de Jade Verde.
¿Por qué los salones del cielo tienen siempre un amo?
En las dinastías terrenales, un rey sucede a otro.
Los fuertes deben dar precedencia y ceder el lugar
[a los más fuertes.
Sólo es héroe el que compite con los poderes supremos.
Esas palabras recitó Mono y Buda estalló en carcajadas.
—Después de todo no tienes más que espíritu de mono. ¿Cómo puedes engañarte y suponer que puedes usurpar el trono del Emperador de Jade? Él lleva mil setecientos cincuenta kalpas perfeccionándose y cada kalpa consta de ciento veintinueve mil años. ¿Te das cuenta de cuánto tiempo toma alcanzar una sabiduría como la suya? ¿Y cómo tú, que eres un animal y que apenas en esta encarnación adoptaste una forma semihumana, te atreves a salir con semejante fanfarronada? Te estás excediendo y eso no puede llevar a nada bueno. Ríndete y ya déjate de tonterías. De otro modo tendré que ser muy severo contigo y no quedará mucho de esa longevidad que anhelas.
—Puede ser que él haya empezado joven —dijo Mono—, pero ésa no es razón para que se mantenga para siempre en el trono. Hay un proverbio que dice: “Este año es el turno del Emperador de Jade; el siguiente año es el mío”. Dile que se largue y que me haga lugar. Es todo lo que pido. Si no lo hace, nunca pararé y no tendrán paz ni tranquilidad.
—¿Con qué magia cuentas que pudiera permitirte apoderarte de los reinos benditos del cielo?
—Tengo mucha magia —dijo Mono—. Aparte de mis setenta y dos transformaciones, puedo surcar las nubes a brincos de ciento ocho leguas. ¿Acaso no soy apto para sentarme en el trono del cielo?
—Haré una apuesta contigo —dijo Buda—. Si en verdad eres tan listo, salta de la palma de mi mano derecha. Si lo logras, le diré al Emperador de Jade que venga a vivir conmigo en el paraíso occidental y tú tendrás su trono sin más preámbulo. En cambio, si no lo logras, volverás a la Tierra y ahí harás penitencia por muchos kalpas antes de poder acudir de nuevo a mí. “Este Buda es un tonto redomado”, dijo Mono para sus adentros. “Yo puedo brincar ciento ocho mil leguas, mientras que la palma de su mano ha de medir a lo mucho veinte centímetros. ¿Cómo podría fallar?”
—¿Estás seguro de que harías eso por mí? —preguntó.
—Claro que sí —dijo Buda.
Extendió la mano derecha, que se veía aproximadamente del tamaño de una hoja de loto. Mono se puso el garrote atrás de la oreja y brincó con todas sus fuerzas. “Muy bien”, dijo Mono para sus adentros. “Ya salí de esto.”
Cruzó a tal velocidad que se volvió casi invisible y Buda, mirándolo con los ojos de la sabiduría, no vio más que un rehilete pasar disparado.
Por fin Mono llegó a cinco pilares de color rosa parados en el aire. “Esto debe de ser el fin del mundo”, pensó. “Todo lo que tengo que hacer es volver con Buda y reclamar lo que me gané. El trono es mío. Pero, espera”, se dijo enseguida, “más me vale dejar alguna clase de registro, por si tengo problemas con Buda.” Se arrancó un pelo y le sopló con aliento mágico mientras gritaba:
—¡Cambia!
Al instante el pelo se transformó en un pincel cargado de tinta espesa y escribió en la base del pilar central: EL GRAN SABIO IGUAL A LOS CIELOS ESTUVO AQUÍ. Luego, para dejar muestra de su indiferencia, orinó al pie del primer pilar y de un brinco volvió al sitio de donde había partido. Parado en la palma de Buda, dijo:
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