—¿Y a mí me van a invitar? —inquirió Mono.
—No he oído que lo sugieran —respondió un hada doncella.
—Pero soy el Gran Sabio Igual a los Cielos —dijo Mono—. ¿Por qué no me invitarían?
—Sólo podemos decirte quiénes están invitados según las reglas —explicaron—. Qué vaya a hacerse en esta ocasión es algo que no sabemos.
—Muy bien, queridas —dijo Mono—. No les estoy echando la culpa. Espérenme aquí un momento mientras salgo a tantear las aguas para saber si me van a invitar o no.
¡Querido Mono! Recitó una fórmula mágica y les gritó a las doncellas:
—¡Quédense aquí, quédense aquí, quédense aquí!
Era una magia que servía para engarrotar, y las hadas por consiguiente se clavaron en el punto donde estaban paradas. Mono emprendió el camino en su nube mágica, atravesó el jardín por los aires y se dirigió a toda prisa al estanque de Jade Verde. En el camino se cruzó con el Inmortal Patirrojo. Enseguida pensó en un plan para engañar al inmortal y asistir al festín en su lugar.
—Viejo sabio, ¿a dónde vas? —preguntó.
—Me invitaron al banquete de duraznos —respondió el inmortal.
—Probablemente no te has enterado… —dijo Mono—. Como vuelo tan rápido en mi nube, el Emperador de Jade me pidió que fuera con todos los invitados a decirles que primero habrá un ensayo de las ceremonias en el salón de la Luz Penetrante.
El inmortal era un alma cándida y cayó en el engaño.
—Otros años hemos tenido el ensayo en el mismo lugar que el banquete —dijo—, pero le agradezco muchísimo —y virando su nube se dirigió al salón de la Luz Penetrante.
Entonces Mono recitó un encantamiento y se transformó en una copia exacta del Inmortal Patirrojo y se dirigió al estanque de Jade Verde. Al cabo de un rato llegó a la torre del Tesoro y entró con discreción. Todo estaba listo para el festín, pero nadie había llegado. Mono contemplaba la escena cuando de pronto llegó a sus narices un agradable aroma. Volteó y en una galería a la derecha vio a varios genios fabricando vino. Algunos llevaban la uva machacada; otros, agua. Unos niños mantenían el fuego encendido; otros lavaban las jarras. El vino que ya estaba hecho despedía un perfume delicioso. A Mono se le hizo agua la boca y enseguida habría ido a beber un poco si no fuera por la presencia de todos esos sirvientes. Se vio obligado a emplear sus poderes mágicos. Tomó un poco de su pelusa más fina, se la echó en la boca, la masticó para formar pedazos aún más pequeños y la escupió, gritando:
—¡Cambien! —y entonces cada pelo se transformó en un insecto adormecedor.
En eso volaron hacia los sirvientes y se instalaron en sus cachetes. ¡Mira cómo las manos caen a sus costados, la cabeza se les hunde, se les cierran los ojos y se quedan dormidos!
Entonces Mono agarró unas de las más selectas viandas y los más delicados platillos, corrió a la galería, agarró una jarra de vino, se sirvió en un vaso y se dispuso a beberlo.
Cuando llevaba ya un rato bebiendo y estaba bastante tomado, dijo para sus adentros: “Mal, muy mal. No tardan en llegar las visitas y yo me meteré en problemas. No sirve de nada que me quede aquí; mejor voy a dormir en mi propio cuarto”.
¡Querido Mono! Tambaleándose y dando traspiés, empeorado con el alcohol, se perdió y en lugar de llegar a su casa lo hizo al palacio Tushita. En eso volvió en sí y se dio cuenta de dónde estaba. “¡Vaya! Aquí es donde vive Lao Tsé”, dijo para sus adentros. “¿Cómo llegué aquí? Bueno, siempre he querido conocer a ese viejo y nunca he tenido la oportunidad. No sería mala idea, ahora que estoy aquí, ir a echarle un ojo.”
Así que se arregló la ropa y entró. Pero no había ninguna señal de Lao Tsé ni de nadie más. En realidad Lao Tsé estaba en un cuarto superior con Dīpānkara, Buda del Pasado, exponiendo el camino a un público de oficiales inmortales, pajes y funcionarios.
Mono fue directo al laboratorio alquímico. No encontró a nadie ahí, pero había un brasero encendido a un lado de la chimenea, con cinco jícaras dispuestas alrededor, en las que había elíxir ya preparado.
—Éste —exclamó Mono contentísimo— es el mayor tesoro de los inmortales. Desde mi iluminación resolví el secreto de la identidad del mundo interior y el mundo exterior y yo mismo estuve a punto de producir un pequeño elíxir, pero de repente tuve que volver a casa y ocuparme de otros asuntos. Creo que tomaré una píldora o dos.
Inclinó las jícaras y se comió los contenidos como si fuera un plato de frijoles.
Al cabo de un rato, lleno de elíxir, y con los efectos del vino ya pasándosele, otra vez hizo un balance de la situación y pensó: “¡Mal, mal! Esta aventura es todavía más desafortunada que la anterior. Si el Emperador de Jade se entera, estoy perdido. ¡Corre, corre, corre! Me iba mejor como rey del mundo inferior”.
Salió a toda prisa del palacio Tushita, pero no tomó su camino habitual, sino que se dirigió a la Puerta Oeste del cielo. Ahí hizo un truco de magia que lo volvió invisible e hizo descender su nube hasta llegar de vuelta a las fronteras de la montaña de Flores y Fruta. Divisó unas lanzas que brillaban y unos estandartes ondeando y concluyó que sus vasallos practicaban las artes de la guerra.
—¡Pequeños, heme aquí! —gritó.
Todos soltaron las armas y cayeron de rodillas.
—Gran Sabio —dijeron—, descuida mucho a sus súbditos. ¡Mire que irse todo este tiempo sin preguntarse qué sería de nosotros!
Con todo, organizaron un gran banquete para darle la bienvenida y le llevaron un gran tazón de piedra lleno de vino de dátil. Tras darle un trago, torció el gesto y dijo:
—¡Qué cosa más horrible! No puedo beberlo.
Dos de sus generales se presentaron al momento.
—¡Gran Sabio! —dijeron—, sin duda en el palacio del cielo has estado bebiendo el vino de los inmortales y por esa razón ya no toleras este vino de dátil. Pero dice el proverbio: “No hay mejor agua que el agua de nuestra tierra”.
—Y prosigue: “No hay gente como nuestra propia gente” —dijo Mono—. Cuando me divertía en el estanque de Jade Verde vi una botella tras otra de jugo de jade y extracto de rubí, como nunca en su vida han probado. Regresaré para robar un poco para ustedes. Media taza para cada uno y así nunca envejecerán.
Los monos estaban encantados y el sabio salió a la puerta de la cueva, dio una voltereta, se hizo invisible y regresó al cielo. Encontró a los fabricantes de vino, a los que llevaban el sedimento y el agua y a los que encendían el fuego; todos aún roncaban ruidosamente. Tomó un par de grandes botellas, una debajo de cada brazo, y dos más, una en cada mano; fue a su nube y regresó. Había gran cantidad de monos reunidos y a cada uno le tocó una taza o dos. Todos estaban exultantes.
Mientras tanto, las siete hadas doncellas siguieron encantadas un día entero. Cuando al fin pudieron moverse, recogieron sus canastas de flores y regresaron con la Reina del Cielo a decirle que el Gran Sabio Igual a los Cielos las había retenido con su magia y por eso llegaban tan tarde.
—¿Cuántos duraznos recogieron? —preguntó.
—Tenemos dos canastas de duraznos pequeños y tres de duraznos medianos. Pero cuando volvimos al fondo del jardín descubrimos que la mitad de los duraznos grandes había desaparecido. Parece que el Gran Sabio se los comió. Mientras lo buscaban, de repente apareció entre nosotras, armó una escena horrible y preguntó quiénes estaban invitados al banquete. Le hablamos de las disposiciones habituales para esos festines y fue entonces cuando nos hechizó y se fue, no sabemos a dónde. Apenas hace un rato conseguimos romper el hechizo y regresar.
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