Agradezco al doctor Enrique Semo su amable invitación para colaborar en esta colección de Historia Económica de México, así como sus agudas críticas y sugerencias a las versiones previas de este ensayo. Deseo reconocer el valioso apoyo que me proporcionaron en diversas etapas de la investigación Miguel Ángel Pérez Martínez, Moisés Córdova Carmona y Patricia Ascencio Aguirre. En los seminarios que para conocer avances organizó Enrique Semo, me beneficié de los comentarios de los colegas autores de los libros que integran esta colección. Una mención especial merecen Teresa Aguirre, Sergio de la Peña, Francisco Pamplona y Lucía Sala, con quienes intercambié puntos de vista sobre el contenido de este ensayo; con Sergio discutí detalladamente un primer borrador del texto, y los comentarios y sugerencias de Teresa, Lucía y Francisco me fue ron particularmente útiles para esta versión final. Agradezco las atinadas sugerencias de tres lectores anónimos. Confío en que las personas mencionadas sabrán reconocerse en los aciertos que el lector considere, y no está de más deslindarlas de los errores e insuficiencias.
José Luis Ávila
LA TARDE DEL 17 DE AGOSTO DE 1982, ostensiblemente preocupados, los funcionarios del gobierno de México debieron comunicar a la nación y a la comunidad financiera internacional que el país carecía de fondos para cumplir con sus compromisos financieros internacionales. La noticia que dejó perpleja a la sociedad mexicana se refería al descenso del precio internacional del petróleo y al endeudamiento excesivo de 1981, así como al hecho de que los bancos internacionales, nuestros acreedores, estaban aumentando las tasas de interés y restringiendo el crédito. Una era terminaba y comenzaba otra que sería recordada por los profundos cambios que sufrió la economía mexicana y sus terribles efectos que tuvieron en el nivel de vida de la mayoría de las personas.
El futuro del país se ensombrecía. El gobierno de José López Portillo había cifrado el desarrollo nacional en las divisas generadas por la exportación de petróleo y el crédito externo, contratado a corto plazo y tasas de interés de mercado. A la extrema vulnerabilidad financiera de la economía mexicana, se sumaba que errores oficiales en el diagnóstico de la crisis habían originado vacilaciones y contradicciones en la política económica durante 1981, así como la decisión de empresarios y banqueros de resguardar parte de sus fortunas dinerarias en las arcas de los bancos estadunidenses.
Ahora podemos decir que la crisis que irrumpió al comienzo de la década de los ochenta superó los efectos de la sucedida en 1927-1933, cuando también debió restructurarse la economía nacional en medio de una situación internacional adversa, proteccionista y sujeta a las guerras comerciales internacionales que suscitaron las pugnas entre las principales potencias económicas (De la Peña y Aguirre, 2006). En contraste con las reformas impulsadas por el general Lázaro Cárdenas, que dejaron su impronta en la memoria colectiva, en los ochenta, las políticas económicas aplicadas pusieron fin a una era de crecimiento económico sostenido, inflación moderada y sistemática disminución de la pobreza, y abrieron otra de estancamiento económico, inflación y empobrecimiento.
Durante esa "década perdida para el desarrollo", la discusión nacional sobre los orígenes de la crisis y las políticas económicas necesarias para superarla fueron profundamente influidas por acontecimientos económicos y políticos mundiales. Tras la crisis del orden mundial de posguerra — manifiesta desde los años sesenta— los países industrializados iniciaron una renovación tecnológica que reordenó al sistema mundial e impuso una competencia ya no por países sino por zonas o regiones. La empresa privada trasnacional evolucionó hacia la "fábrica mundial", se impuso la libertad en los mercados de bienes y capitales y se transformó la división internacional del trabajo, reduciéndose entonces sensiblemente la autonomía económica de las naciones. Asimismo, la crisis fiscal del "Estado de bienestar" en casi todas las sociedades industrializadas, así como la ineficiencia de las empresas públicas, obligaron a las elites gobernantes a reducir el gasto social, privatizar empresas públicas y reducir las regulaciones de la economía de mercado. Para imponer una relación salarial flexible, acorde a los cambios tecnológicos, se revisó la legislación o sigilosamente se hizo realidad en los mercados de trabajo. Eran los inicios de una nueva etapa de la economía capitalista mundial, que por economía de lenguaje suele denominarse global.
La reforma estructural de la economía mundial se inspiró en la ideas de una diversidad de personalidades influyentes en las altas esferas del poder mundial y en los círculos intelectuales conservadores, entre lo que destacan las aportaciones de Friedrich August Flayek en el ámbito de las ideas y de Milton Friedman y los llamados "muchachos de Chicago" en la ideología económica. Las nuevas ideas no lo eran del todo, dado que abrevaban del pensamiento económico liberal del siglo XIX —de ahí el mote de neoliberales. Su discurso se construyó como una crítica implacable al pensamiento entonces dominante: el keynesianismo y las propuestas socialistas del Estado social o la planificación central. Opuesto a la intervención del Estado y partidario del mercado libre, el neoliberalismo fue ganando adeptos conforme transcurrió la década de los ochenta, sobre todo debido a que sus propuestas eran promovidas por la entonces llamada Comisión Trilateral, influyentes organismos multilaterales como el FMI, así como por los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra, encabezados por Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Ya en los años noventa, es reconocida como el "Consenso de Washington" (A. Guillén, 2000).
El neoliberalismo alcanzó un dominio casi irrestricto una vez que se produjo el derrumbe del socialismo en Europa oriental (1989). El fracaso de la perestroika y del glasnot con que Mijail Gorbachov pretendió hacer transitar a la Unión Soviética de un socialismo de Estado hacia uno de mercado, terminó con todo proyecto de civilización alternativo al capitalismo bajo el cual vivían millones de personas en casi dos tercios del pía neta (Semo, 1993). Las naciones que permanecieron en el socialismo, si así se le quiere llamar, como China, han debido emprender grandes transformaciones internas para combinar la planificación estatal y el mercado como mecanismos de asignación de recursos, promover la innovación tecnológica, atraer inversiones extranjeras e integrarse al sistema mundial capitalista.
Como se comprenderá, la crisis nacional y el nuevo contexto mundial marcado por el derrumbe de las sociedades estatistas, indujeron a un cambio en la mentalidad de la mayoría de los actores económicos y políticos de la sociedad mexicana. En los años ochenta, la oposición de izquierda, cada vez más desprovista de su alternativa socialista para México, opuso resistencia a los cambios impulsados desde la cúspide del poder, denunció la ineficacia de las sucesivas renegociaciones de la deuda externa, y ante el saqueo financiero del país exigía la declaración concertada con deudores latinoamericanos de una moratoria; asimismo, denunciaba la integración económica a Estados Unidos y los efectos adversos de las medidas de política económica sobre la economía de los hogares. Por el otro lado, la oposición conservadora se identificó con el proyecto neoliberal, y expresó su beneplácito y entusiasmo por las nuevas orientaciones gubernamentales a través de instancias como el Consejo Coordinador Empresarial, las cámaras de comercio, industria y bolsas de valores, y en el terreno político-electoral por el Partido Acción Nacional. En rigor reconocían como propio el proyecto gubernamental de abrir la economía al comercio y los capitales extranjeros, privatizar empresas públicas y conceder más espacios al capital privado, reducir el gasto y las regulaciones públicas, controlar los salarios, la inflación y el valor del peso frente al dólar.
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