1 ...6 7 8 10 11 12 ...16 —¿En serio?
—¿En serio qué?
—¿Es verdad que no tenés ningún problema en que me quede unos días?
No pudo evitar sonreír, sonreír casi hasta que los pómulos golpearan sus ojos compitiendo por más lugar en ese rostro apretado de sonrisa.
—Claro que no. Vivo a unas diez cuadras de acá. Vamos, así lográs descansar un poco, aunque sea.
Después de discutir una veintena de minutos con el enfermero que la quería trasladar al hospital más cercano, ella había logrado convencerlo de que al otro día se haría un control y que la dejara marcharse ahora. Tras aquella discusión sobrevino otra con un policía que la obligó a hacer una pequeña exposición civil sobre lo que había ocurrido allí para que todo rompiera en llamas. Luego del uniformado, hubo que soportar una serie de preguntas de vecinos que se hacían los muy preocupados dando pésames y ofreciendo ayudas que nunca llegan más allá del nivel enunciativo.
No hace falta decir que Miguel sentía una honda aversión por los vehículos de motores, porque creía que eran innecesarios, porque opinaba que eran un alardeo inútil del progreso y la modernidad, que se jactaban de una derrota, porque nunca podrán detener el tiempo, aunque vayan ellos un poquito más rápido. Todo esto a cuenta de que se habían hecho como las tres de la madrugada. Además, si ella hubiera insistido en tomar un taxi, por allí no pasaba uno ni de lejos. Estaba claro que no estaban como para caminar diez cuadras después del incidente, así que Eva con todo su encanto le pidió al policía que le había tomado declaración que los llevase hasta el departamento de Miguel. El policía no se pudo negar.
Esas diez cuadras en la célula de traslado le bastaron para pensar en todos los libros de Philip Marlowe que había leído alguna vez, y a empatizar con una gran cantidad de criminales a los que antes no había considerado castigados por el simple hecho de ser recluidos en esas peceras alambradas. A pesar de su hiperbólica impresión, no le fue muy complejo reconocer que no había sido tan malo el viaje.
Entraron en la casa y Miguel se escabulló en su cuarto a toda velocidad, se puso una remera y tiró la manta para lavar, de verdad quería devolverla a los bomberos que se la dieron. Le mostró, rápidamente, la casa y le dio las llaves de su cuarto.
—Vos dormí en mi cuarto, yo me acomodo en el sillón. Te doy las llaves de la pieza para que, si te sentís más cómoda, cierres desde adentro y duermas más tranquila.
—No hace falta, Miguel —sin embargo, se guardó las llaves en los bolsillos.
—Por hoy creo que está bien lo que viste, mañana con más tiempo te termino de mostrar los detalles y te doy una llave para que puedas salir cuando quieras. Supongo que no vas a ir a trabajar mañana, no te preocupes que yo aviso.
—Está bien, creo que mañana tendría que comprarme algo de ropa. No me quedó nada —Eva fijó la vista en los ojos de Miguel como indagando en ellos—. Tenés los ojos muy colorados. ¿Y tus anteojos? Recién me doy cuenta de que no los estuviste usando.
—Creo que los perdí en el incendio. Igual, no estoy tan ciego como creía.
—Me siento culpable por eso.
—No te preocupes, no es nada que no se pueda solucionar. La obra social me los devuelve gratis.
—Bueno…
—Bueno Eva… —se quedó quieto observándola—, hasta mañana.
Ella sonrió, se acercó y lo besó en la mejilla.
—Hasta mañana.
Ella apagó las luces y cerró la puerta de la habitación de Miguel. Él se recostó en el sillón a mirar el techo oscuro, se percató de que no escuchó las llaves girar en la cerradura. Terminó por dormirse a las cuatro.
—Muy bien, has sido muy dedicada en tu empresa —dijo con voz rasposa.
—Hemos dado el primer paso.
—Ya hemos dado varios —dijo otra voz cansina y menguante—. ¿O no consideraste que el primero fue cuando viniste a nosotras en medio de aquel vendaval? El segundo fue entonces urdir esta madeja y el tercero fue empezar a tejer. Veremos al final cómo es que queda esta prenda exquisita que nos cobijará del tiempo —de la oscuridad reinante, un rostro avejentado de mujer se iluminó tras una vela que sostenía su propia mano, su boca parecía fauces infinitas por la negrura insondable que se hundía en las profundidades y sus dientes se cortaban como de una única piedra amarillenta.
—¿Acaso percibimos temor, niñita?
—Es que mi corazón me dice que he elegido bien, pero cuanto más lo pienso, más creo que lo hice equivocadamente.
—Sin embargo, los de nuestra especie ¿no mueren por sus pasiones, no se involucraron en guerras memorables por amor u odio a algún hombre? No encontramos error en que vos, joven entre las jóvenes, hayas escuchado a tu corazón. A fin de cuentas, el corazón no es más que la suma de tus intuiciones y tus intuiciones, una ilusión inconsciente de tu vasta experiencia.
—Recordá —dijo otra voz quejumbrosa desde la lejanía— que el único hechizo que surtirá efecto aquí es el de la autoafirmación. Enseñáselo. Que lo pronuncie de sus propios labios, que saboree el poder de la magia. Pero ese es todavía uno de los últimos pasos. Ahora, destruir para construir. Dale caos y él se ordenará. Solo si es el que pensamos, se rearmará de manera que pueda transitar el camino que pensamos.
—No será fácil, señoras.
—Claro que no. Si es fácil, no lo aceptará nunca.
“Miguel. Miguel. Miguel.”
Una dulce voz le susurró al oído su nombre, y la tercera vez que la escuchó supo que no estaba soñando. Abrió los ojos y los nervios lo atacaron de improviso. Se puso, instantáneamente, a la defensiva, como si pudiera ocultarse tras una puerta, cerró sus ojos y trató de fingir que dormía para darse unos minutos más para pensar qué haría. Y todo se aclaró de repente, Eva lo estaba despertando a él. Un acto singular, un hecho que encontró en su vida nada más que una sola cosa semejante: su mamá. Cuando no podía levantarse para ir al colegio, cuando el mundo era así de sencillo, su madre lo despertaba con esa dulzura, con esa parsimonia tan particular que la acompañó hasta el último día de su vida, aún en la más cruda enfermedad. No había muchas formas de actuar, es decir, había reducido todo a dos maneras: o actuaba naturalmente, o fingía naturalidad.
Supuso que, aunque eligiera actuar con naturalidad, no hubiera podido hacerlo, así que solo le quedaba fingir que estaba muy seguro de lo que hacía. Bostezó muy aparatoso, abriendo los brazos y sacudiendo la cabeza como un perro mojado, se sintió un idiota de inmediato. Pensó qué hacer y se vio despojado de su rutina. No podría hacer lo de siempre porque no era la misma situación de siempre: no lo había despertado un aparato parlante sino un ser humano, no había despertado en su cama sino en su sillón, no estaba solo y con su alma, «ya no más», se esperanzó.
Por un instante pensó que había cambiado un cien por ciento de ayer a hoy, estaba dando pasos agigantados, pero consideró, rápidamente, que no era hora de perderse en intentos. Juntó fuerzas para mirar por encima del sillón y lo que vio lo dejó despabilado: Eva había preparado un desayuno para dos y lo estaba sirviendo con alegría, con satisfacción, y Miguel empezó a divagar con esas hipótesis extrañas típicas de profesor de Literatura, esas que nunca se adaptan a la vida; se planteó ideas absurdas que no descendían jamás a la tierra, creyó que todo era muy extraño en lugar de alegrarse por su suerte, imaginó que Eva parecía vivir en esta casa hacía mucho tiempo, que conocía dónde estaban los cubiertos, los cobertores individuales y el pan lactal; sabía cómo hacer funcionar esa tostadora que una vez había quedado como un acordeón al caérsele una alacena encima; conocía, justamente, el lugar en donde estaban los pocillos de café; y hasta le alcanzó el divague para imaginarse que el agua nunca había llegado al hervor y que ella la había custodiado, celosamente, para no despertarlo; y que los repasadores estaban doblados de forma elegante; y que ella, a pesar de no conocerlo como él hubiese querido, estaba usando una remera de él como si fuese un vestido corto. La soñó despierto, hurgando en su ropero y eligiendo una remera que utilizaba poco y nada, por la simple y llana razón de que la había usado demasiado tiempo.
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