Francisco Gonzalez - El Coloso del Tiempo

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El Coloso del Tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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Un relato fantástico donde la pluma del escritor poco a poco va diluyendo esa delgada línea que separa lo mítico de lo real, y atrapando a un lector que, sin dudas, descubrirá su propio recorrido literario en la historia de Miguel.
Miguel, un profesor de Literatura con dificultades sociales, comienza una aventura en la que se verá comprometida su visión del mundo y su cordura. Al tiempo que sus lecturas y sus símbolos van ingresando al mundo de la vigilia, deberá elegir entre seguirles el juego inofensivo de la imaginación o considerarse un Quijote moderno y clamar por ayuda. Resolver sus conflictos será encontrar su papel en un mundo que siempre consideró hostil.
El tiempo es un concepto colosal que atenta con llevarse todo lo que creíamos al olvido. Solo perdurará lo verdaderamente importante para el hombre. ¿Serán la educación, la Literatura, la mitología o los héroes categorías esenciales para la humanidad?

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Se acercó a la mesa sin poderse quitar la cara de asombro. Le iba a tratar de decir algo cuando la tostadora hizo saltar los panes tostados con un ruido a chaperío viejo, las tostadas quedaron humeando, sobresaliendo de las hendiduras de la máquina. Ella se acercó en un santiamén a la tostadora mientras Miguel aprovechó ese momento para sentarse. Corrió su silla, lentamente, queriendo pasar desapercibido.

—Ay, se me quemaron un poco las tostadas. Quería prepararte el desayuno, ¿viste?... como agradecimiento.

—Eva, no tenés nada que agradecerme. Igual nunca desayuno —los ojos de Eva se achicaron y su sonrisa se borró de un momento a otro—, quiero decir… quise decir que, como nunca desayuno, esto es un lujo para mí. Quise decir que me va a encantar desayunar con vos hoy.

Miguel había aprendido a navegar en un solo intento: había logrado utilizar el azote del viento para su beneficio, había sabido interpretar las corrientes, había esquivado una tormenta. Ella volvió al tono festivo con el que se había levantado y se sentó a la mesa. Tomó un cuchillo y comenzó a rascar en las tostadas hasta sacarle toda la costra quemada.

—No tenía nada de ropa y me tomé el atrevimiento de sacarte esta remera mientras puse mi vestido en tu lavarropas. Las ojotas —dijo señalándose a los pies—, son tuyas también.

—Por supuesto Eva, obviamente. Tendría que habértelo ofrecido yo… ¿Entonces hoy no vas al colegio?

— ¿Querés con queso o con mermelada? —dijo mostrándole la tostada rehabilitada por su rasqueteo.

—…Queso.

—No —dijo la muchacha, retomando la pregunta de Miguel—. Hoy tendría que comprarme algo de ropa para poder moverme. Además, es viernes, prefiero tener estos tres días para ver cómo me acomodo. Tomá —le extendió la tostada que había untado, cuidadosamente, con el queso. Miguel la tomó deseando con todas sus fuerzas que no se le cayera o que no se manchara con ella.

—No te apures, Eva, no tenés un plazo de tres días, ¿eh?, en realidad podés tomarte el tiempo que necesites. No me molesta en absoluto que estés acá el tiempo que sea necesario.

—Te agradezco muchísimo, Miguel. Pero el plazo me lo pongo yo un poco para presionarme a resolver todo este lío cuanto antes.

Disfrutaron del desayuno, hablando y escuchando el silencio por momentos. Miguel rebozaba de felicidad porque en su vida había logrado llevar adelante una situación como en la que se veía partícipe por cuestiones del destino y del azar. Pensó que sería muy bueno que Eva se quedara en su casa por mucho tiempo. Pensó en que le fue demasiado fácil hacerse de una amistad tan rápido, de la mañana de un día a la mañana del siguiente, como le había ocurrido con ella. De repente eran compañeros de trabajo en las antípodas y por dios sabe qué impulso, ella lo invitó junto con Luis, el odioso profesor de educación física, a su cumpleaños. Pasó una velada aburridísima y muy poco productiva para sus intereses y luego partió vencido. Volvió tras sus pasos por algún tipo de intuición y terminó por rescatarla de un incendio. Si todos pudieran ser héroes por un día, a nadie le faltaría cariño, pensó y se le ocurrió la trama de un cuento fugaz, de esos que nunca llegan a escribirse, pero que se sabe que eran excelentes ideas.

Ahora, después de haber hecho un repaso rápido de sus actividades, fortuitas algunas, fracasadas otras, recordó que había pasado por alto un detalle importante para el caso: no fue casualidad que la casa de Eva se haya quemado y que una banda de jóvenes incendiarios pasase por esa calle (y tal vez por la mismísima cuadra de Eva) con los elementos y, sobre todo, con las ganas de encender cosas a su paso. Tampoco parecía casualidad que esos jóvenes fueran del mismo colegio donde los tres trabajaban. Pensó «tres», haciendo especial énfasis en ese tercero en discordia: en Luis.

Siguió enredando las cosas inventándose una hipótesis algo fantasiosa. Se dijo que tal vez Luis había mandado a sus muchachos a provocar un accidente y que, tras perpetrarse el hecho, él volvería para rescatar a Eva y quedar como un héroe delante de sus ojos, y ese tipo era un verdadero cínico, tal vez había urdido algo semejante, quién sabe. Luego, a la hora de la verdad, se acobardó y no pudo entrar en la casa conforme a lo planeado. Eso confirmaría que, cuando Miguel le contó que su «madre» había muerto en las llamas, se largara en un chascar de dedos. Era muy arriesgado mantener algo así, era por lo menos imprudente a esa altura. No debía contárselo a Eva, lo decidió pensando en los detectives de sus libros, lo pensó en Sherlock , en Gregory y en Dupin , entonces pensó que debería pensar aún más las cosas. Imaginó, acertadamente, que la literatura no ayudaría en algo así. La realidad entraba en conflicto con la literatura, ya lo había comprobado millares de veces a lo largo de su vida.

—Eva… estaba pensando… ¿estás completamente segura de que el incendio empezó en la cocina? Digo… ¿Estás segura de que la cocina lo provocó?

—Claro que no estoy segura —dijo seria, mientras levantaba las tazas y la azucarera de la mesa—, solo creo que es lo más lógico. Sino ya tendría que pensar en otra cosa. Es más fácil pensar que fue la cocina, porque era un poco vieja y porque pude cometer un error, ya sabés lo que dicen: los humanos se equivocan . ¿No es así el dicho?

—Sí, es así —aunque habría preferido errar es humano.

—¿Por qué lo preguntás?

—No sé, siempre pienso cosas, por nada en particular. Simplemente, me parece que, si fue producido por el horno, hubiera hecho una explosión.

—Qué tonta que me siento. No sabría qué decirte. Yo estaba en mi habitación, salí y me llevé algo de ropa para pegarme un baño. Después de secarme y cambiarme, me empecé a peinar y sentí un calor terrible, abrí la puerta y esa casa era un infierno. No podía salir para ningún lado. Me encerré en la ducha a rezar para que alguien me salvara —dijo acongojada, casi al borde del llanto—. De un momento a otro perdí el conocimiento y no me acuerdo más nada hasta que el enfermero me recostó en la camilla.

Miguel se sintió un imbécil por presionarla así, de ese modo tan poco sutil. Se acercó a ella y la abrazó. A pesar de la tristeza de la muchacha que se apretaba los ojos con ambas manos, él se sintió en el edén cuando la tuvo entre sus brazos. Recordó, por un instante, eso de los pequeños pervertidos y luego pensó que ya no tenía edad para lo de pequeño . En ese encuentro mágico, notó que la mano derecha de Eva no tenía vendajes. Vio que estaba morada e hinchada, aunque no tenía ninguna quemadura. Se tragó su imprudencia naciente y dejó fluir el silencio.

Al cabo de un rato, Miguel tomó una expeditiva ducha y se cambió con lo que tenía a mano. Ella se preparó para salir a comprar y, mientras lo hacía, él la miró, subrepticiamente, enfocado en sus pies porque recordó que había visto en el colegio que tenía los talones lastimados. Vio a la distancia, si se puede llamar distancia, a tres o cuatro metros que separan una pared de otra, que en los talones tenía raspones que estaban casi cicatrizados. « ¡Bárbaros, las ideas no se matan! », murmuró, como si algo tuviera que ver el jeroglífico sarmientino con lo que estaba observando. Y mientras se acomodaba un poco el cinturón del pantalón, se dio permiso de asociar su rara evocación espontánea al libre fluir de la conciencia joyceana o a algún manifiesto bretoniano leído alguna vez. Sin embargo, cuando se vio divagando de forma exorbitada (como solía ocurrirle a menudo), sacudió la cabeza como si de hecho los pensamientos fueran moscas en la oreja o como si Faulkner hubiera cambiado, violentamente, de punto de vista.

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