Francisco Gonzalez - El Coloso del Tiempo

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El Coloso del Tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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Un relato fantástico donde la pluma del escritor poco a poco va diluyendo esa delgada línea que separa lo mítico de lo real, y atrapando a un lector que, sin dudas, descubrirá su propio recorrido literario en la historia de Miguel.
Miguel, un profesor de Literatura con dificultades sociales, comienza una aventura en la que se verá comprometida su visión del mundo y su cordura. Al tiempo que sus lecturas y sus símbolos van ingresando al mundo de la vigilia, deberá elegir entre seguirles el juego inofensivo de la imaginación o considerarse un Quijote moderno y clamar por ayuda. Resolver sus conflictos será encontrar su papel en un mundo que siempre consideró hostil.
El tiempo es un concepto colosal que atenta con llevarse todo lo que creíamos al olvido. Solo perdurará lo verdaderamente importante para el hombre. ¿Serán la educación, la Literatura, la mitología o los héroes categorías esenciales para la humanidad?

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Apenas desapareció la vieja, o apenas Miguel volvió a la cordura, el techo se desplomó en la mitad del living, tapó la salida trasera y destruyó toda la cocina. Luego, otro estruendo y un grito de auxilio. El grito desesperado venía de entre los escombros y creyó lo peor. Se acercó traspirando y medio sofocado y ni siquiera pudo remover ni una sola madera de los escombros, ya que al primer intento se quemó toda la palma de la mano. «¡Mierda!», gritó, «¡Eva!, ¡¿dónde estás?!»

Sin embargo, su exclamación fue una desesperanzada frustración. Pensó en dejarse morir, pero no era lo suficientemente valiente para eso. Comprendió sus emociones en el medio de ese infierno y se dio cuenta de que iba a llorar, iba a explotar en llanto en cualquier instante porque entendía que había superado sus posibilidades y ni siquiera dando más de lo que podía dar había logrado salvarla.

Otro grito muy apagado de Eva se escuchó allí y lo confundió aún más porque parecía provenir de un sitio más alejado de los escombros derrumbados y no supo cómo hacerse con ese lugar cuando el peligro de morir ya era incuestionable. Un estruendo poderoso, el ruido y la furia del fuego se hicieron sentir y una madera, que podría haberlo matado, no lo tocó por la fortuna que a veces tienen los idiotas y los que ignoran, puesto que quiso que cuando cayera ese trozo incandescente directo sobre él, este se quebrara por la mitad y saliera, milagrosamente, ileso. Notó el hecho azaroso y tomó coraje, corrió unos metros y se dio cuenta de que, si rodeaba con cuidado las llamas y los escombros, podría acceder al cuarto de Eva y al baño que ya bien conocía de la velada anterior y tal vez encontrar el lugar donde estaba escondida.

Se figuró una especie de divina comedia de tercer orden en la que él, un Dante de los suburbios de la Capital Federal, se adentraba en los círculos infernales en busca de su literaria Beatrice, su Eva Portinari idealizada. Y debo conceder que no está mal buscarse motivos para darse aliento, para encontrar en el universo coincidencias en tiempos distantes, para saberse unido a destinos tan dispares como los que lo hermanaban con el poeta laureado, porque ante la muerte vale todo, hasta la soberbia de comparar el todo con la nada.

Al estirar la cabeza como si fuera que observaba desde un precipicio, no vio más que llamas en la habitación y un pequeño roce con la pared ardiente hizo que perdiera sus anteojos en las llamas. Maldijo y se desesperó, ya que sin ellos se sentía incapacitado. Trató de pensar en Eva y entendió que solo quedaba el baño hacia el otro lado para seguir su búsqueda. Se arrastró casi al borde del desmayo y llegó a la puerta. La abrió y entró; cuando estaba por blasfemar al cielo, corrió la cortina de la ducha y vio dentro a la muchacha casi desfallecida envuelta en su vestido amarillo como si fuera un caparazón. La tomó entre sus brazos y atravesó el infierno con ella.

Al salir de la casa en llamas con la muchacha en brazos, lo primero que vio fue a una muchedumbre reunida esperando para llorar o aplaudir. Sintió el cansancio de sus brazos y el ahogo en los pulmones. Sintió que vacilaban sus brazos y depositó sobre el césped a Eva con la pantomima de hacerlo con todo el dominio de la fuerza. Ni bien tocó el suelo, fue asistida por bomberos y un enfermero bastante joven en apariencia. Al final aplaudieron y Miguel se sintió, totalmente, indignado pensando en que nadie había tratado de ayudarlo cuando estaba dentro de ese infierno y ahora, todos ahí, simplemente, festejando los esfuerzos de otro. Trató de desenmarañar la camisa con la que se cubrió la cabeza, pero estaba quemada y la tela se había pegado y fundido de tal forma que era imposible de volver a usar. Por suerte, un bombero le dio una manta para cubrirse la vergüenza de su cuerpo flácido, pues el frío no le importaba demasiado.

Luis se acercó hacia él a paso lento, inseguro.

—Justo iba a entrar y te me adelantaste —dijo en un tono de reproche, aunque en el fondo fuera una forma de excusarse—, pero eso ya no importa, lo que ahora importa es que sacamos a Eva.

—No pude sacar a su mamá, no la pude encontrar… el calor y el humo me hacían desvariar… no pude sacar a su mamá, Luis —exclamó, visiblemente acongojado, y Luis no atinó ni a palmearle la espalda. En cambio, al ver que Eva se iba componiendo, prefirió irse para no tener que vérselas con el momento en que alguien tuviera que decirle que su mamá no había logrado salir.

—Dejale mis saludos a Eva. Decile que lo que necesite, no dude en pedírmelo. Para eso están los amigos.

Miguel se acercó al lugar donde el enfermero estaba asistiendo a Eva, tan lentamente, que parecía no llegar jamás. Sin embargo, a pocos metros antes de alcanzar la ambulancia donde de hecho estaba ella, uno de los bomberos que lo había visto acercarse murmuró «ahí viene, es ese», y luego dijo en voz alta: «¡Un aplauso para el héroe de hoy!», y se alzó el segundo aplauso ante la mirada cansada de Eva que, bajo ese desánimo, ocultaba un brillo de agradecimiento.

—Así que vos fuiste quien me salvó, Miguel. Nunca te lo voy a poder agradecer.

—No hay nada que agradecer, además no soy ningún héroe… debería haber podido sacar a tu mamá. Te pido mil disculpas… —por un momento se imaginó que no soportaría las ganas de romper en lágrimas, ya que le producía verdadera tristeza no haber podido lograr el total de la hazaña que todos parecían festejarle. Además, Miguel sabía lo que era no tener madre, sabía lo que era andar por la vida con una ausencia prematura tan importante como esa.

—¿Qué? —El rostro de Eva se endureció y frunció el ceño con intriga más que con dolor—, pero si mis padres murieron hace años. No había nadie más en casa, Miguel.

—Pero estoy seguro de haber visto a una señora en la cocina y pensé… bueno, yo creí… que era tu mamá.

—No, esa era la señora Trinidad. Me ayudó a amasar las pizzas, pero después se fue. Era una amiga de mi mamá que me conoce desde chiquita. Estaba sola y el error fue mío —sollozó aturdida y se tomó la cabeza con ambas manos, tal vez cayendo en la cuenta de que lo había perdido todo—, creo haberme olvidado el horno prendido, un accidente por idiota. Qué tonta que soy. Me metí en el baño y dejé todo así nomás, qué irresponsabilidad, qué vergüenza...

—No seas tan dura, vos misma lo dijiste, fue un error —adivinó que la gente hablaba cuando veía a otro llorar porque no soportan que el silencio se colme de sollozos, se percató de que, solo a veces, lo que se dice importa menos que decirlo y ya, y percatarse de eso era un cachetazo para un profesor de Lengua y Literatura—. Seguro tenés algún familiar que te puede ayudar en este momento, ¿o no?

—Nadie.

—¿Y esa gente que estaba en tu cumpleaños?

—Gente que también ha perdido todo, son amigos, son conocidos nomás. Ninguno puede darme una mano, porque todos tienen sus propios problemas.

Miguel pensó en decirle lo que el oportunista de Luis le había dicho que le diga, eso de que cualquier cosa que necesitara, él estaría dispuesto a brindársela. Solo pensó en decírselo, aunque, finalmente, no se lo diría, porque por qué tenía que hablar bien de él cuando ni siquiera se había quedado a ver si Eva estaba mejor (y yo celebré que él haya pensado así, celebro todavía aquella primera rebeldía ante los determinismos). Se planteó algo de lo que luego se arrepentiría demasiado, es decir, son esas cosas que al pensarlas no revelan una intención determinada, pero al decirlas se les imprime un dejo de perversión:

—Podés quedarte en mi casa, aunque sea hasta que te puedas acomodar en otro lado —cerró los ojos, semejante a un boxeador resignado que espera el golpe—, quiero decir, hay lugar de sobra porque vivo solo y además los dos trabajamos en el mismo colegio, no sería un problema convivir unos días.

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