Francisco Gonzalez - El Coloso del Tiempo

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El Coloso del Tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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Un relato fantástico donde la pluma del escritor poco a poco va diluyendo esa delgada línea que separa lo mítico de lo real, y atrapando a un lector que, sin dudas, descubrirá su propio recorrido literario en la historia de Miguel.
Miguel, un profesor de Literatura con dificultades sociales, comienza una aventura en la que se verá comprometida su visión del mundo y su cordura. Al tiempo que sus lecturas y sus símbolos van ingresando al mundo de la vigilia, deberá elegir entre seguirles el juego inofensivo de la imaginación o considerarse un Quijote moderno y clamar por ayuda. Resolver sus conflictos será encontrar su papel en un mundo que siempre consideró hostil.
El tiempo es un concepto colosal que atenta con llevarse todo lo que creíamos al olvido. Solo perdurará lo verdaderamente importante para el hombre. ¿Serán la educación, la Literatura, la mitología o los héroes categorías esenciales para la humanidad?

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—Pero ¿qué estás diciendo, Hebe? ¿Acaso Crono te alcanzó sin que lo sepamos y te robó lo único que nos hace especiales? ¿Acaso ahora temés a la muerte más que a la simpleza? ¿Con quién creés que estás tratando? —La señora de la antorcha recitó palabras de una hermosura comparable a su ininteligible significado, y una reverberación de luces y destellos germinaron en la madera de la antorcha, prodigios de singular belleza. La madera seca y muerta se volvió un verde florecer de hojas y el fuego, una rosa de increíble tamaño.

La jovencita observó con admiración el prodigio de la rosa y la vio volverse un báculo brillante que la señora apoyó en el suelo con una suavidad tal que el estruendo que hizo al golpear el suelo fue su opuesto exacto. La muchacha radiante de juventud cayó de bruces y sintió su mano derecha lastimarse al hacer un mal contacto con el mismo suelo enigmático que fue conmovido por el báculo.

—No debés temer a Crono tanto como a tu propia y escondida voluntad de rendirte. Abandonala ya mismo o no podrás seguir con nosotras.

La joven se puso en pie frotándose la mano derecha con la izquierda como una respuesta impronunciable. Las tres señoras aceptaron el gesto y la invitaron a seguirlas a bajar por el monte.

Tres golpes a la puerta de su casa lo despertaron. «Por Dios, ¿qué hora es?» saltó del sillón con el arco de los anteojos marcado en la nariz y se fue apurado a la puerta. Preguntó quién era unas tres veces y, después de no recibir respuesta, abrió, imprudentemente. Nadie allí, nadie en todo el pasillo. Quizá lo soñó, pero de lo que Miguel estaba seguro era de que ya no llegaría a comprarle ningún presente a Eva y que llegaría tarde y que todo lo que había planificado se iría al trasto.

Tomó la invitación y se la puso en el bolsillo trasero del jean, insultó varias veces mientras buscaba las llaves de su casa y salió apurado hacia la casa de la maestra jardinera que tantos problemas les había creado a sus pequeñas rutinas.

Un barrio así, de casas con parque, un barrio así de casas con árboles entre torres de cristal y edificaciones faraónicas de ciudad era, por lo menos, literario; era como una cuadra que se le había escapado al tiempo que todo lo cambia, como un milagro entre vicios de cemento. Pensaba… al fin y al cabo eso hacen los profesores de Literatura.

Al dar la vuelta a la esquina, ya notó a mitad de cuadra una casa con luces encendidas, odiosos automóviles estacionados en las veredas y un aroma a querer escaparse lo invadió de repente. Ese aroma le dio nauseas, parecía que iba a vomitar y se llegó a tomar la garganta pensando en que no podría soportar ese revoltijo en que se había convertido su estómago.

Miró la dirección en la invitación y no había dudas, aquella era la casa. Se detuvo, se dio aire con ambas manos y, sin pensárselo mucho, volvió sobre sus pasos, primero dando pasitos cortos y luego apurado como si estuviera desbandándose en presencia de un enemigo imbatible, como si estuviera desertando de sus obligaciones y huyera, finalmente, por algún oscuro pasillo. «No», se dijo y se detuvo de improviso como lo había hecho antes. «Ya llegué hasta acá, tengo que ser un hombre y volver». De dónde había nacido ese impulso, imposible de decir, tal vez era la misma fuerza que revoluciona la que seguía efectuando sus prodigios en él.

Caminó el trecho que quedaba hasta el porche de la casa como un camino del calvario. Realmente, estaba sufriendo todo aquello, pero pensaba, solo pensaba, y eso quería decir que nada había ocurrido todavía, por qué anticiparse a lo que todavía no había pasado, «dejá de pensar tonterías, Miguel», se sugirió, y se obligó a poner la mente en blanco (aunque de más está decir que no pudo lograrlo, por todo aquello que está en la naturaleza de los profesores de Literatura). Se paró frente a la puerta y las risas comenzaron a escucharse y a amedrentarlo. Deseó pasar desapercibido al entrar, deseó tener libre alguna silla en algún rincón oscuro atrás de algún mueble inmenso. Respiró profundo y se decidió como si en todas las decisiones le fuera la vida. Buscó el timbre por todos lados y no dio con él. Al mirar con más detenimiento, notó que la puerta tenía una aldaba de metal oscuro. No comprendió qué tenía que ver una puerta tan antigua con una casa tan moderna, pero no le disgustó ese toque de distinción. Por el contrario, una mueca de orgullo le hizo desear ver a Eva cuanto antes. Tomó la aldaba y la hizo sonar dos veces; primero, tímidamente y, luego, con más impulso. Pero las risas ahí dentro parecían tan poderosas que no dejaban escuchar la llamada. Encontró allí su excusa y se dijo: «si no me escuchan esta vez, me voy». Y fue que apenas iba a hacer sonar la aldaba por tercera vez contra la puerta, un silencio dentro de la casa hizo que el golpe fuera seco y poderoso, que hasta le pareció oír un hondo eco del llamado al otro lado como si la casa, en su hilarante imaginación, se hubiese vuelto un resonante campanario o un cóncavo templo antiguo.

Se escuchó una cerradura y la puerta se abrió. Eva estaba reluciente, con un vestido amarillo, fresco y distinguido. Sonrió al verlo y eso ya había hecho valer las penas vividas de camino.

—¡Me alegra muchísimo que hayas venido, Miguel! —Y el tonto se quedó sin reacción parado ahí como una maceta—. Pasá, no te quedes ahí.

—Feliz cumpleaños, Eva —le dijo y creyó oírse suspirar luego, como sacándose un gran peso de encima.

—Gracias... Pero pasá por favor, recién salen las pizzas.

Cruzó el umbral y siguió a la muchacha, ciegamente, hacia el living por un extraño largo pasillo. «Qué raro», pensó, «no parece tan grande esta casa desde afuera». Pero ya es muy repetitivo volver a decir que era un profesor de Literatura, porque ya sabemos cómo funcionan esta clase de profesores, piensan y piensan para escapar de la realidad porque el mundo de la imaginación parece ser su elemento más natural.

Aprovechó la extensión del pasillo para tratar de observar todo lo que tuviera que ver con Eva, fotografías de la familia, muebles y decorados que le dijeran algo más de ella, pero, o todo estaba muy oscuro o, en verdad, Eva no tenía ni un solo cuadro o fotografía. De hecho, Eva seguía siendo un enigma para Miguel. Lo poco que conocía de ella lo sabía por halagos de las porteras que la adoraban por su simpleza y su simpatía; y por el cavernícola de Luis que cada dos veces que se acercaba para molestarlo había una que se acercaba para contarle lo mucho que Eva le correspondía con sus cortejos. Sin embargo, pensaba, como es habitual, que de simple y de enamorada de Luis no tenía nada esa joven señorita de jardín, aunque todo eso fuera una opinión de alguien que solo miraba desde afuera y, a veces a gran distancia, todas las cosas.

A lo lejos (¿pero cuán lejos si era un simple pasillo?) notó que Eva tenía vendada la mano derecha y, cuando aceleró el paso para alcanzarla, ella cruzó otro umbral luminoso hacia el living y la perdió de vista durante un instante. La ansiedad por entrar en el living de la casa superó cualquier divague mental que pudiera haberlo achacado en ese momento y cruzó por esa arcada luminosa sin cuestionarse siquiera de dónde provenía esa claridad antinatural.

Entró con extraña seguridad y allí una primera visión lo empequeñeció como a una hormiga entre las manos de un gigante: Luis estaba sentado en la punta de la mesa contando a viva voz una anécdota estúpida de cómo fue que logró que sus alumnos trabajaran. Correctamente, en clase utilizando métodos poco ortodoxos que se valían de amenazas y advertencias bastante agresivas.

—Sentate acá, Miguel —Eva le ofreció justo el lugar opuesto al de Luis, en el otro extremo exacto. Eso no le permitió esconderse demasiado. Tuvo que saludar uno por uno a los invitados, a pesar de que nadie había notado que llegó a la cena, por estar todos prestándole atención al engreído de Luis.

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