Francisco Gonzalez - El Coloso del Tiempo

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El Coloso del Tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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Un relato fantástico donde la pluma del escritor poco a poco va diluyendo esa delgada línea que separa lo mítico de lo real, y atrapando a un lector que, sin dudas, descubrirá su propio recorrido literario en la historia de Miguel.
Miguel, un profesor de Literatura con dificultades sociales, comienza una aventura en la que se verá comprometida su visión del mundo y su cordura. Al tiempo que sus lecturas y sus símbolos van ingresando al mundo de la vigilia, deberá elegir entre seguirles el juego inofensivo de la imaginación o considerarse un Quijote moderno y clamar por ayuda. Resolver sus conflictos será encontrar su papel en un mundo que siempre consideró hostil.
El tiempo es un concepto colosal que atenta con llevarse todo lo que creíamos al olvido. Solo perdurará lo verdaderamente importante para el hombre. ¿Serán la educación, la Literatura, la mitología o los héroes categorías esenciales para la humanidad?

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Desestimó al instante cualquier hipótesis paranoica y se puso a prepararse para ir al colegio. Al tiempo que seguía como podía los pasos obligados de su rutina matinal, un poco alterada por los mentados caprichos del azar, que incluía peinarse esos pocos pelos que tenía, repasarse la barba que era inexistente por su obsesión diaria de la navaja, entrar en su biblioteca y elegir algún libro que pudiera utilizar y guardarlo en su maletín; Miguel pensó (lo único que hacía todo el tiempo, casi compulsivamente, aún más compulsivamente que afeitarse) que ella no tenía plata, es decir, apenas y tenía su vestido amarillo y sus sandalias sucias, que por otro lado era lo mismo que tenía puesto durante la velada de su cumpleaños. « Pero, ¿ella no dijo que se había llevado ropa nueva de su habitación y que tras bañarse se había vestido con ella?»

Por el momento prefirió quedarse con la duda y le dio mil pesos de sus ahorros a Eva que, a pesar de sus férreas negativas, terminó por aceptarlos porque no tenía nada en sus bolsillos ni su documento para acceder a su cuenta bancaria ni una moneda para tomar el colectivo. Miguel le dio una copia de las llaves de la casa y se saludaron, muy afectuosamente, al salir a la puerta.

Partieron por rumbos opuestos. Él pensando locuras; ella, Dios sabe qué.

Se abrió paso entre todos esos artilugios de lo nuevo, a regañadientes, caminando a pesar de sentir la necesidad física de tomarse un taxi. Revotando en los escaparates, pensando, seriamente, en qué parte de su alma se quedaba allí en esos reflejos deformes y opacos. Estaba agobiado por un calor poco frecuente en esa época, « ha ocurrido un milagro: el verano se adelantó », soltó parafraseando a Bioy. Se pasó la mano por la frente y la retiró húmeda de sudor. Se supo agobiado por los cambios, pero, sobre todo, agobiado por su misteriosa voluntad que lo hacía desconocerse de a ratos.

Llegando a las inmediaciones de su escuela, se activaron sus inútiles imaginaciones y pretendió ver una metáfora de él mismo en el edificio de la institución: una escuela histórica fundada por Nicolás Avellaneda en medio, hoy, de torres gigantescas de cristal y rayos de sol reflejados al infinito. Él mismo, habituado a leer letras en papel impreso, en medio de los más prodigiosos productos de la ingeniería; él mismo, consumiendo el producto inútil del pensamiento de un hombre de letras, rodeado por consumidores de productos brillantes de la imaginería de hombres pragmáticos. Lo inútil contra lo útil, lo inaplicable contra el pragmatismo. Siguió en esa línea hasta que decantó en la idea de que, tal vez, la escuela era algo inútil entre todo aquello que aparentaba servir para algo muy trascendente. Quién sabe cuándo se detiene el pensamiento desarticulado y falto de disciplina de un profesor de Literatura, quién sabe hasta qué confines puede llegar con el debido impulso del aburrimiento y de la monótona rutina. Nadie sabe tampoco por qué se detienen, ya que parecen felices inmersos en esa corriente de la mente. Algún impulso misericordioso los arrastra a la tierra otra vez, eso es seguro, se apiada de ellos y los toma de los tobillos, detiene su vuelo y empujando hacia abajo los ancla al suelo, porque alguien, en algún oscuro y lejano horizonte, los ama. Alguien ama a esos inútiles tipos que no piensan otra cosa que en hacerse problemas con lo que se dice o se escribe, con lo que es bello por cómo se lo nombra y por la manera particular en que eso es revelado. Pero ese impulso es misericordioso, tiene voluntad, es como un milagro, algo de Dios; se aparece para salvar a estos inútiles cuanto más nebulosos se encuentran. Y es que Miguel se había aventurado a cruzar la calle sin siquiera considerar mirar a los lados, sin siquiera percatarse de que la fortuna acompaña solo a los valientes y era obvio que él no lo era, más solo por la fortuita concomitancia o la obligación de la urgencia. La bocina de un auto lo aterró y vio que se le venía encima una masa informe de faros y chapas negras y, cuando se vio muerto por una premonición inmediata, dio un paso atrás, totalmente inconsciente de ello, enfocado en absorber el impacto con ambas manos. Ese paso atrás, sumado al volantazo del atento conductor del pesado vehículo, le salvó la vida.

El susto no se le pasaba. Entre las miradas de los transeúntes que lo llenaban de vergüenza y su propio estupor por haber evadido una muerte segura, palpitaba bordeando el límite entre la bronca y el miedo. Las manos le temblaban y, para disimularlo, las metió en los bolsillos del jean gastado que también había usado ayer. «Qué vergüenza todo esto», se dijo, y trató de no profundizar en lo que había empezado a reparar tan pronto como pisó el otro lado de la esquina: las cosas se habían tornado un poco peligrosas desde que Eva se acercó a él.

Detuvo por completo su movimiento y su pensar cortocircuitado a escasos metros de la entrada del colegio, se refugió cerca de una columna de la que se levantaba en la altura un edificio del que entraban y salían personas con objetivos exclusivamente comerciales que, por las razones de la modernidad, no involucraban dinero real ni objetos que comprar con él, «todo acto comercial moderno», concluyó, «no era más que pura electricidad, electricidad dibujando números a través de pequeñas lucecitas que se encienden ocultas tras una pantalla de ordenador». Por alguna razón no podía dejar de pensar en cosas y, ni bien se había enredado en eso del comercio, siguió haciéndose a la idea de que los comerciantes de este mundo que tanto detestaba no eran más que capacitores, conductores y mero cobre de un gran circuito; si algo estaba fuera de lugar, simplemente, se lo reponía por otro capacitor, conductor o cobre nuevo que cumpliese esa misma función circular y a la vez cuadrada. Continuó, naturalmente, llevando sus razonamientos a todo, incluso a su propia y mancillada figura, mancillada por su propia y cruel consideración, poco optimista y autocompasiva, y se dio cuenta de que él tampoco escapaba a un orden, a un circuito, sin embargo, no lo había identificado todavía de forma clara, ya que no creía que fuese su circuito de pertenencia el de la educación pública. Y al fin todo se limita al pensamiento del profesor de Literatura, siempre creen que están hechos para algo más, están convencidos de que dar clases es solo la excusa, es, meramente, aquello que los retrasa para su verdadero propósito que, como en todos los casos de este tipo de profesores, nunca lo encuentran antes de envejecer lo suficiente como para que sea nada más que una frustración de esas que se llevan a la tumba con remordimiento infinito. No cesaban las maquinaciones que, aunque maquilladas de pensamientos poéticos, no escapaban del “para qué estoy acá” del ser humano promedio.

Sacudió la cabeza sabiendo que era tiempo de caminar entre los mortales y apretó los párpados buscando un respiro en su cerebro incansable. Abrió los ojos y la imagen angelical de Eva lo llevó a su faceta más combativa, si es que la tenía. Decidió entonces mantenerse fuera de la visión de los jóvenes y los presenció en ese rito diario que es la entrada al instituto, como un curioso que nada tiene que ver con esa rutina, fisgoneando, tratando de ver lo que hacían a escondidas, cuando nadie los observaba, cuando nadie los limitaba con su mirada adulta. Entre la multitud de actitudes juveniles típicas, en las que se inscribían manoseos, saludos exageradamente joviales, griterío para algunos más populares, deferencia para unos pocos afortunados, indiferencia para unos cuantos infortunados quién sabe por qué tipo de consideraciones (tal vez la ropa que eligieron vestir, quizás el corte de pelo que llevaban, un acento atípico o una complicación insalvable a la hora de relacionarse con otros, por timidez o franca estupidez), no encontró nada de lo que pretendía identificar: una complicidad, un cuchicheo al oído, una celebración morbosa, un saludo de espanto entre algunos jovencitos que se creían muy buenos deportistas.

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