Miguel se convenció, al verse reflejado en los escaparates ahí fisgoneando, de que se estaba tomando demasiado en serio su rol detectivesco, su búsqueda de la verdad no podía relacionarse con impulsos emocionales, sino cometería errores y para los errores estaba mandado a ser. Es que venía pensando, al divisar el colegio ahí tan cerca, después de que casi lo atropellara un auto y de que se decantara por creer que su acercamiento a Eva le había traído la mala suerte, que tendría que tratar de averiguar algo que sustente su arriesgada hipótesis y para eso debía observar a los jóvenes incendiarios y a Luis, su sádico capitán. «Sos su profesor, Miguel. Qué mejor que observarlos, plenamente justificado, por el aula, donde nadie puede decirte nada», se dijo, y aceleró el paso al ver que el portero del edificio lo miraba como si observase a un loco haciendo su arte en la vía pública, apoyado en la columna oteando como un policía encubierto.
Entró en la institución, finalmente, y lo primero que hizo fue acercarse a la oficina del director para contarle el accidente de Eva y enterarlo así del motivo de su inasistencia. Cuando comenzó a hablar, con lo mucho que parecía costarle esa acción tan común en el pasado inmediato, con rapidez el director, todo desarreglado como si estuviera vistiendo esa camisa y ese saco desde que lo habían nombrado director, lo detuvo con la mano alzada para advertirle que Luis ya lo había enterado de todo. No faltó un agradecimiento por la intención de Miguel, aunque él, por su parte, se fue lleno de furia tan pronto como escuchó de los labios del director ese nombre tan desagradable. «Ese tipo es de no creer, quién le da derecho.»
Las dos horas hasta el recreo le darían el suficiente tiempo para planificar qué le diría a Luis y de qué modo lo haría, porque todo eso de hacerse el buen tipo no podía dejárselo pasar. Desde cuándo él se portaba como el marido de Eva, si no había puesto lo que había que poner para llevársela. Y reflexionó, otra vez, como una compulsión indetenible, y se insultó a sí mismo por haber considerado a la muchachita como un premio de los machos, una cosa que se gana por poner algo sobre la mesa. «Qué estupidez.» Salió de la dirección y se fue enfilando hacia su curso sin mirar al otro lado del patio donde Luis tomaba el presentismo a un grupo de primer año, tragándose todo eso que le nacía allá donde vive y muere la bilis.
Vio a los incendiarios entrar apretados, empujándose, una masa informe constituida por el aglutinamiento de cuerpos excitados y descontrolados a través de un embudo, ¡y vaya misterio!, siempre lograban entrar todos a la vez. Pasó Miguel tan pronto todos ingresaron. Se acomodó en su escritorio, abrió el maletín y quiso sentarse casi al mismo tiempo, pero se salvó a tiempo de no caer de bruces al piso cuando reparó en que su silla no estaba donde convenía. Se abrió paso entre “la balacera” pensando cuál debería ser la palabra justa que designara, correctamente, a una balacera, pero de papeles. Se estiró como pudo hasta una silla más o menos en condiciones y volvió, ahora sí, a su escritorio. Se sentó y rebuscó en su maletín entre la gran cantidad de posibilidades que tenía de trabajos ya probados en cursos anteriores y otros que había pensado, pero que nunca había llevado a la práctica con ningún grupo real. Eran tantas las posibilidades que, a su juicio, le parecieron ninguna. Se dio cuenta de que, de hecho, no había preparado nada especial para aquellas hordas que bebían su inseguridad, que crecían y se envalentonaban solo con un pequeño sorbo de ese fluido que brotaba de todo Miguel. Por un segundo, al mirar al frente y ver los vestigios de una escaramuza medieval, quiso ser salvado por un milagro, pero en un instante recordó cierto pasaje de algún libro de ficción: «no tentarás al señor tu dios», cuando yo sé con certeza que el dios de Miguel era la suerte. Sacudió el papelerío de su maletín más por rabia que por necesidad y vio entre viejos trabajos manuscritos, de los cuales ni siquiera podía reconocer su letra, el libro que había tomado, maquinalmente, por la mañana mientras pensaba solo él sabe qué . Lo observó: eran los Diarios de Kafka ¿De qué podría servirle una autobiografía de una personalidad tan compleja como la del escritor checo, si estos chicos no podían entender una consigna tan simple como « saquen la carpeta y pongan fecha de hoy?» A pesar de todo lo desacertado que le pareció haber traído ese libro a clase, tuvo una agradecida epifanía.
Un milagro ya había sido obrado para él suficientes veces en estos últimos días. «Mejor sería», se dijo, «utilizar mis años de docencia e improvisar, los necesito tranquilos —y si se puede soñar en grande, trabajando—, ocupados en algo.»
—Muy bien gente, hoy vamos a trabajar con el género autobiográfico —dijo al tiempo que se ponía en pie, libro en mano, y era superado mil veces por el poderío de las voces embravecidas—, ¡jóvenes, por favor, tranquilos, tomen asiento, silencio! —nadie osaba detener el ritmo orgiástico en que se sacudían; se proferían insultos, se tocaban y se golpeaban. Nadie parecía notar la presencia de Miguel en el aula. Aunque se había parado frente a ellos y había levantado la voz en un último recurso desesperado, todos parecían prescindir de él, como las proyecciones de la isla de Villings hicieran con el Fugitivo enamorado. Miró en la dirección de la puerta intuyendo que en no muchos minutos más, el director o algún preceptor se aparecerían para apaciguarlos ante la vergüenza insoportable de su propia incompetencia. Volvió la vista a la turba y cerró los ojos frustrado por su liviandad, conociendo, irrefutablemente, que su peso específico en la mismísima realidad era imperceptible. Un recuerdo de palabras y de sonidos precisos se le vino a la boca como un vómito y no osó detener su influjo, pronunció: — ¡A TODOS, a vosotros!, los silenciosos seres de la noche que tomaron mi mano en las tinieblas, a vosotros, lámparas de la luz inmortal, líneas de estrella, pan de las vidas, hermanos secretos, a todos, a vosotros…
El silenció se cernió sobre el curso, algunos atontados por obra de las palabras embriagadoras quisieron sentarse y cayeron secos en el suelo marrando los bancos. Otros lo miraban esperando un poco más, como el adicto que necesita una nueva dosis desesperada, así expectaban más poesía; otro grupo pequeño en las mesas de adelante se apresuró a abrir la carpeta y anotar los versos que resonaban en el eco del recuerdo inmediato, como el que toma una fotografía de un momento especial tratando de conservarlo para siempre, y luego esos escribientes memoriosos eran consultados, calurosamente, por el resto de los compañeros: “que qué viene después de tinieblas, que qué antes de hermanos secretos” y sin proponérselo demasiado los tenía, como por arte de magia, en un clima de trabajo ideal.
—…Muchos han logrado hablar de sí mismos, de generar una literatura de su propia historia. Pero ese no es el punto que me interesa destacar, a saberse, la autobiografía también es literatura, y como hablamos siempre, la literatura se inscribe en la serie de los artificios de la imaginación, con esto quiero decir que no es necesario que sea, totalmente, verdadero lo que allí ocurre, en definitiva, no es más que el punto de vista de una persona sobre su vida y un recorte parcial de sus hechos, cuando otro podría verlos y encuadrarlos de otra forma. Aun así, jóvenes, no dije lo que creo el punto principal: me interesa la transfiguración, la transustanciación de un hombre real a un hombre literario, me importa cómo un hombre de carne y hueso se vuelve un hombre escrito con todo lo que se escribe, pero, sobre todo, con todas sus elipsis. Un hombre real está completo, es verdad, pero un hombre real no puede elegir qué mostrar de sí y qué no; el hombre literario, en cambio, sí. No pierdan de vista que la auto biografía es la historia contada en primera persona, un yo que elige un mundo y un modo, cosas que decir y cosas que evitar y elidir —hizo un silencio, y a la mente se le vino la fórmula oremos, de forma automática, como si estuvieran en la liturgia y él fuera el celebrante; por supuesto no lo dijo—. Con eso bastará para lo que sigue, de todas formas, les dejo esta pregunta para que la piensen: ¿y si el personaje que cuenta su historia fuera, desde el principio, literario? ¿Habría lo que llamamos “ verdad” ? —hizo una mueca orgullosa de su propio ingenio cuando sabía a la perfección que no era apreciado en ese ámbito, siquiera entendido ya ni por sus alumnos, aunque tampoco, en el fondo, se sabía tan ingenioso. Continuó su soliloquio que solo parecía entretenerlo a él:
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