Además de Cristiani, hubo otros animadores de menor fama durante el período, como un tal Pelele, del que no se sabe casi nada salvo que se adelantó a Cristiani en el estreno de un corto cómico sobre Firpo-Dempsey. El director Luis Moglia Barth inició una larga y diversa carrera en el cine haciendo, como Cristiani, chistes dibujados para Valle en un estilo gráfico más elemental, semejante al de los “fantoches” de Émile Cohl. Más consecuente fue Romeo Borgini (o Borghini), que durante la década de 1920 fue el principal competidor de Cristiani, usando técnicas muy parecidas. En 2007 el coleccionista Christian Aguirre encontró un corto de Borgini (o Borghini) titulado Del Puerto de Palos al Plata (1926) sobre el viaje del hidroavión Plus Ultra que atravesó el Atlántico en febrero de 1926 al mando del comandante Ramón Franco (hermano de Francisco). Para contar la hazaña, el realizador utilizó una curiosa variante de las “actualidades reconstruidas”, alternando material documental con viñetas cómicas animadas.
Con los años Borgini (o Borghini) se especializó en la animación de gráficos para films científicos. En la década 1930 se dedicó también, aparentemente con éxito, a la exhibición.
Cine en provincias
Cuando se habla de “cine argentino” por lo general se quiere decir “cine porteño” ya que Buenos Aires y sus alrededores concentraron históricamente la mayor parte de la producción. Pese a ello, en todas las épocas hubo experiencias más o menos aisladas fuera de la capital y durante el período mudo muchas de ellas se hicieron (o hicieron base) en la ciudad de Rosario.
El ejemplo más notorio es El último malón, un film excepcional realizado por el escritor Alcides Greca en Santa Fe en 1918. Ideado como un híbrido entre documental y ficción (partiendo de la misma lógica de El soldado Sosa en capilla), el film tiene una primera parte que describe, con precisión etnográfica, las condiciones de vida de los indios mocovíes en 1918, condenados a la miseria y a la eventual extinción por la civilización blanca. Una segunda parte reconstruye, en locaciones y combinando actores con algunos de los protagonistas originales, el último malón mocoví sobre el pueblo de San Javier, que tuvo lugar en 1904 y fue el comienzo del fin para los mocovíes.
El film de Greca todavía existe (gracias a su familia y a la iniciativa particular del Cine Club Rosario) y sorprende no sólo por la perspectiva política del realizador sobre su tema, que contradecía las tendencias hegemónicas del período, sino también por su análisis político de las fuerzas en juego, por su agudeza documental y por su solvencia cinematográfica, en especial cuando se recuerda que Greca no tenía ninguna formación técnica y que su único colaborador conocido fue otro hombre de letras, el periodista Armando Duval Méndez. Si el film hubiera sido norteamericano, sería considerado un antecedente de la obra de Robert Flaherty y tendría un lugar privilegiado en la historia del cine mundial. Pero fue hecho en la Argentina, donde Greca no volvió a filmar nunca más.
En una línea muy similar a El último malón, tanto en su peculiar forma de combinar ficción y documental como en su carácter denunciativo, la Federación Agraria Argentina (con sede en Rosario) encargó a técnicos y artistas anónimos un largometraje titulado En pos de la tierra, para conmemorar los diez años de su formación. El film sintetiza su tema en un arquetipo, el inmigrante José, que llega a Buenos Aires, fracasa en el intento de prosperar trabajando en la ciudad y se traslada al campo, donde con esfuerzo logra pasar de peón a arrendatario e instalar a su familia. En esa instancia descubre un nuevo obstáculo en los intermediarios, pero también aprende a organizarse (en la Federación Agraria, precisamente) para vencerlos. Sobre el final la reconstrucción se confunde con imágenes de movilizaciones y figuras reales, y con la ratificación del rol institucional que jugaba en ese momento la Federación. En su planteo, En pos de la tierra es algo más elemental que El último malón, pero su puesta en escena resultó lo suficientemente convincente para reaparecer, varias décadas después, reciclada en el documental franco-argentino Aller simple. Tres historias del Río de la Plata (1998) de Nadine Fischer, Nelson Scartaccini y el teórico Noël Burch.
Otra experiencia aislada y exitosa fue El último centauro (1924), una versión del Juan Moreira adaptada y dirigida por el dramaturgo uruguayo Enrique Queirolo. Filmada en diversas locaciones de las provincias de Córdoba y Santa Fe, la película mejora el referente ineludible que aún era Nobleza gaucha proporcionándole un aliento épico que está sugerido por el texto de Eduardo Gutiérrez, que no podía lograrse en el teatro y que prefigura la versión de Leonardo Favio. Circunstancialmente, resulta ser además el único título mudo argentino que, gracias al actor Esteban Peyrano, sobrevivió en 35 mm, con su negativo original y su partitura, elementos que eventualmente permitirían la restauración integral que el film se merece.
Por desgracia otras producciones rosarinas no tuvieron la misma suerte y es de lamentar en particular la pérdida total de la obra de Camilo Zaccaria Soprani. Nacido en Italia, Soprani comenzó a desempeñarse en el periodismo rosarino en 1912 y con el tiempo se especializó en la crítica de espectáculos. Tuvo su propia revista de cine, Cinema Star, que salió regularmente durante diez años, y hacia fines de la década de 1920 realizó dos largometrajes argumentales: La leyenda del mojón (1929), sobre versos populares del período, y Juan de la Cruz Cuello (1931), anunciado como “una página vívida del valiente gaucho que tuvo en jaque a la mazorca”. Pero independientemente de la incomprobable calidad de estos films, parece claro que Soprani se ganó un lugar en la historia del cine argentino por inaugurar el género fantástico con su último film, El hombre bestia (1934), y por el primero, que fue aun más singular.
Siempre se dijo que la Argentina tuvo desde el período mudo una abundante producción de cine pornográfico, pero dado su carácter proscripto y clandestino no hay manera de respaldar o desmentir esa aseveración con documentación alguna. En cambio, es posible afirmar que el erotismo softcore fue inventado en Rosario por Soprani, que en marzo de 1928 decidió realizar una “producción extraordinaria de arte plástico” titulada ¡Mujer, tú eres la belleza! La experiencia fue soslayada por todos los historiadores del cine argentino pero quedó registrada por el periodista Fernando Chao, que entrevistó largamente a Soprani, y fue rescatada después, junto con un abundante material documental, por Alfredo Scaglia del Cine Club Rosario. Según Chao, el film “ponía en descubierto los grandes ateliers de los artistas –pintores y escultores– con sus maravillosas modelos. En la pantalla se reflejaban con el más desnudo verismo cómo trabajan y elaboran sus obras los más renombrados artistas contemporáneos”. En el texto del programa de mano, Soprani iba más allá: “Los virtuosos en materia artística, los estudiantes de dibujo, los profanos que deseen templar su espíritu con la visión más real y estupenda de templos del Arte, hallarán en ¡Mujer, tú eres la belleza! la oportunidad de admirar la naturaleza y el desnudo natural que se emplea para inspiración de las más cotizadas obras de arte”. El film desarrollaba el tema alternando lo documental (un rápido repaso por la historia de la representación de la figura humana, la rutina de los estudiantes de artes plásticas, los ejercicios recomendados a las modelos para sostener sus poses), con una extensa serie de desnudos femeninos, individuales o de conjunto, cuidadosamente compuestos.
Ni Soprani, ni las modelos, ni los renombrados artistas contemporáneos aparecen mencionados en la información que circuló en su momento y Chao sugiere que el film fue considerado de origen francés. Esa apariencia, más respetable, y la retórica de Soprani surtieron su efecto: una crónica del diario La Capital garantiza que se trata de “una obra de arte, realizada con un criterio elevado y basada estrictamente en cánones estéticos. Nos transporta a regiones encantadas y nos hace gozar de la belleza artística de la desnudez humana”. Soprani aumentó el atractivo del film con “una serie de poses clásicas y plásticas en desnudo natural” realizada en vivo por “una modelo francesa contratada especialmente” y logró un mes de exhibiciones exitosas antes de trasladar la experiencia al teatro Apolo de Buenos Aires. Allí Soprani reiteró la presentación de cuadros vivos, con ayuda de una modelo llamada Pola, quien lo sorprendió por su habilidad para colaborar con él en la dirección de los tableaux-vivant.
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