Fernando Martín Peña - Cien años de cine argentino

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Esta no es una nueva historia del cine argentino sino una interrogación de las que ya se han escrito a través de la revisión contemporánea de varios centenares de films importantes. Constituye un relato que puede leerse como una totalidad o de manera fragmentaria, y que adopta una curiosa circularidad: la forma en que se presenta el cine contemporáneo se parece curiosamente al inicial. Por su carácter original, imprevisible y heterogéneo, por una producción completamente atomizada, por la relativa facilidad de acceso a los medios de producción, el más reciente cine argentino se parece bastante al más antiguo.

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Al igual que Moglia Barth, el director, guionista y productor Julio Irigoyen produjo una filmografía en la que algunos títulos de intención más o menos seria se alternan con otros completamente inescrupulosos. El historiador Jorge Miguel Couselo (1996) aventuró que Julio Irigoyen podía considerarse la versión argentina de Ed Wood. Sin embargo, por la abundancia de su obra, su habilidad para explotar ciertas tendencias del mercado, su capacidad para producir con presupuestos exiguos, su inventiva para reciclar temas propios y ajenos y su asombrosa capacidad para lograr que su productora (Buenos Aires Films) perdurara en los márgenes de la industria desde 1913 hasta poco antes de su muerte en 1967, Irigoyen se parece más a esa particular clase de cineastas-comerciantes emblematizada en personajes como Roger Corman.

Irigoyen comenzó su actividad cinematográfica realizando un noticiero presumiblemente semanal, películas publicitarias y documentales institucionales. En esta actividad ofició de realizador, redactor, compaginador y productor, asistido por su hermano Roberto, quien asumió la responsabilidad de la dirección de fotografía además de acompañarlo en toda tarea que fuera necesaria. En 1915 Irigoyen se inició en el cine de ficción con un drama carcelario ambientado en el penal de Sierra Chica titulado Espectros en las sierras. Al año siguiente se sumó a la extensa lista internacional de cineastas que procuraron capitalizar el éxito de Charles Chaplin, con tres cortometrajes en los que Carlos Torres Ríos (hermano de Leopoldo, luego director de fotografía y realizador) interpretó al gran cómico en escenarios rioplatenses: Carlitos y Tripín, del Uruguay a la Argentina; Carlitos en Mar del Plata y Carlitos y la huelga de barrenderos. Durante la década del 20 Irigoyen realizó films baratos y narrados con solvencia, a veces sobre temas próximos al melodrama policial y otras veces con argumentos sentimentales de inspiración tanguera, en la línea que había inaugurado algo antes José Ferreyra. Varios de estos títulos (como El guapo del arrabal, De nuestras pampas, El último gaucho, La cieguita de la avenida Alvear) fueron escritos por Leopoldo Torres Ríos. Se cree que sus películas más logradas son Sombras de Buenos Aires (1923) con María Esther Podestá, Los misterios del turf argentino (1924) con Manolita Poli y Tu cuna fue un conventillo (1925) con Ada Falcón, sobre la obra teatral de Alberto Vacarezza y con textos especialmente escritos por el autor. En otros títulos, en cambio, ya son evidentes los hábitos desprejuiciadamente mercantiles de Irigoyen. En 1925 tomó el film español Militona, la tragedia de un torero (1922), aprovechó la presencia en Buenos Aires de uno de sus intérpretes (el argentino Jaime Devesa), filmó con él algunas escenas en Buenos Aires y Montevideo, las integró de un modo más o menos verosímil al argumento de Militona... y lo estrenó con el título ¡Padre nuestro!, como si se tratara de un film enteramente nuevo. De modo similar, en 1926 realizó un film denominado ¡Mateo!, que no tiene ninguna relación directa con el grotesco homónimo de Armando Discépolo, aunque obviamente se inspira en su éxito y reproduce en parte su tema. En 1929 volvió al penal de Sierra Chica para realizar un cortometraje documental sobre esa institución, que luego utilizó otra vez para aumentar el metraje del argumental Sierra Chica (1938) y aun después en otras películas. Esa misma falta de escrúpulos artísticos le permitió superar la crisis económica que la llegada del sonido supuso para los productores locales: Irigoyen se refugió en el arriesgado pero seguro nicho de las llamadas “películas realistas”, obras de franca temática sexual cuyas audacias procuraban disimularse con finales aleccionadores y moralizantes: La casa del placer (con la curiosa participación de la cancionista Azucena Maizani, 1929), Mujeres viciosas (1929), Mujeres ardientes (1931), Los templos del vicio (1931), Los placeres sexuales y sus consecuencias (1931), Amor y sensualismo (1932), Noches de lujuria (1932) y un largo etcétera.

Debe decirse que Irigoyen siempre supo cómo comercializar sus productos. La Buenos Aires Films no sólo fue una de las empresas más prolíficas y económicamente estables del período mudo argentino, sino también una de las que más y mejor publicidad realizaba. Irigoyen mantuvo esa misma eficacia en el período sonoro, gracias al estricto control de sus presupuestos, la conciencia del tipo de producto que podía realizar (alguna vez definido por él mismo como “de clase C”) y la inserción sistemática en salas de barrio y del interior, como parte integral de programas dobles, triples y hasta cuádruples. El autorreciclaje, la arbitraria pero generosa inclusión de tangos y los elencos conformados por personalidades de cierta fama en la radiofonía caracterizaron las películas de la última etapa de su carrera. Según Couselo, “seguir en cronología e inventario los títulos del cine de Irigoyen es prácticamente imposible”, pero minuciosos trabajos recientes (primero César Maranghello y luego Daniel López) se han ocupado de reconstruir su obra.

Pasos de comedia

Julio Irigoyen y su falso Chaplin inauguraron una modesta producción cómica local que tuvo sus continuadores, aunque ya no sea posible saber si causaban gracia. En 1920 Alberto Biasotti, luego dedicado por décadas a regentear laboratorios, hizo un corto cómico extrañamente titulado Cima rellena o envenenada y anunció que haría otros, pero no cumplió. Todo por el puchero (1925) fue el título de un film protagonizado “en numerosos papeles” por el cómico uruguayo Paco (o Paquito) Busto, de variada filmografía sonora. Tampoco hay que desestimar los intertítulos del Film Revista Valle, que solían abundar en el humor disparatado, incluso en circunstancias poco propicias, como una nota científica sobre el agua: “Viven en ella más o menos cómodamente, millares de seres diversos. Cada gota de agua es una verdadera población y hasta se dice que en ella se realizan elecciones”. Luego de algunas tomas realizadas con microscopio, el texto explica: “Por la acción de los rayos ultravioleta, los microbios mueren rápidamente”. El último plano es presentado como “Una Chacarita del mundo microbial”.

En 2008 el autor encontró en el Museo del Cine un film –o parte de un film– en el que Pepe Arias (antes de su debut cinematográfico oficial en Tango!, 1933) hace pareja cómica con el actor de carácter Héctor Quintanilla, pero hasta la fecha no se sabe nada sobre su condición ni sobre sus responsables. Alguna incertidumbre existe también sobre un divertido fragmento de diez minutos, conservado por el coleccionista Ángel Lázaro, que lleva por título Pancho Talero en Hollywood y que podría (o no) tratarse de un fragmento del film homónimo de 1931, basado en una historieta de Arturo Lanteri y dirigido por su autor. Se trata de una extensa y delirante escena en la que unos cavernícolas juegan inexplicablemente al billar en una mesa de piedra y practican otros anacronismos, en un estilo cómico similar al de los cortometrajes clásicos de Hal Roach o Mack Sennett. La eficacia de ese fragmento hace lamentar especialmente la pérdida del resto del material de Lanteri, que además constituye un temprano ejemplo de adaptación de historietas al cine.

Hacia el sonoro

Como en todo el mundo, en la Argentina hubo antecedentes del cine sonoro en pleno período mudo. El más importante tuvo lugar hacia 1907 y lo realizó Eugenio Py para la casa Lepage, sincronizando películas y discos de hasta cuatro minutos de duración con actores y cantantes que incluían algunos pioneros del tango como Ángel Villoldo y Alfredo Gobbi. Veinte años más tarde algunos cines de Buenos Aires comenzaron a exhibir breves películas sonoras registradas con el sistema óptico Phonofilm, patentado por el norteamericano Lee De Forest. Desde 1928 la misma empresa que importó esas primeras películas realizó algunas en la Argentina, incluyendo tangos cantados por Sofía Bozán y un largometraje documental titulado ¡Yrigoyen! que registraba los actos de asunción del presidente argentino. Los primeros largometrajes argumentales sonoros, de origen norteamericano, llegaron a la Argentina desde junio de 1929 y estaban grabados en sistema Vitaphone, con discos.

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