Fernando Martín Peña - Cien años de cine argentino

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Esta no es una nueva historia del cine argentino sino una interrogación de las que ya se han escrito a través de la revisión contemporánea de varios centenares de films importantes. Constituye un relato que puede leerse como una totalidad o de manera fragmentaria, y que adopta una curiosa circularidad: la forma en que se presenta el cine contemporáneo se parece curiosamente al inicial. Por su carácter original, imprevisible y heterogéneo, por una producción completamente atomizada, por la relativa facilidad de acceso a los medios de producción, el más reciente cine argentino se parece bastante al más antiguo.

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El cortometraje de Ferreyra La vuelta al bulín (1926), encontrado en 2008, ratifica esta idea y le aporta una dimensión adicional porque en este caso el tono buscado no es dramático sino humorístico. Aparentemente Ferreyra lo hizo para completar un espectáculo teatral del actor cómico Álvaro Escobar, que lo acompañó en varios films. Su argumento central es una variación humorística de un tango casi homónimo, “De vuelta al bulín”, con letra de Pascual Contursi y música de José Martínez, que Carlos Gardel había grabado en 1919: “Percanta que arrepentida / de tu juida / has vuelto al bulín, / con todos los despechos / que vos me has hecho, te perdoné… / La carta de despedida / que me dejaste al irte / decía que ibas a unirte / con quien te diera otro amor. / La repasé varias veces / no podía conformarme / de que fueras a amurarme / por otro bacán mejor”. Ferreyra toma cada uno de estos elementos narrativos pero los lleva al terreno de la sátira, desde un matriarcado que padece sin admitirlo el protagonista hasta la reconciliación final, pasando por el tono de la carta de despedida (“Perdoname que te bata que me fugo, me voy, me espianto”). El resultado es un perfecto equivalente cinematográfico del tango festivo, modalidad que complementa y compensa la vertiente melancólica de la música ciudadana.

Resulta paradójico, entonces, que el rasgo más auténtico y original del estilo de Ferreyra sea precisamente el que cuestionó en 1928 el escritor Horacio Quiroga al escribir que el cine nacional es, “en el mejor de los casos, un melodrama manejado con el menor tacto posible, o un poema de gruesísima sensibilidad, semejantes en un todo a los que se podrían representar con la letra de todos nuestros tangos” (citado por Couselo, 2001). Para Quiroga, como después para Jorge Luis Borges o Adolfo Bioy Casares, el cine argentino era, simplemente, “uno de los peores del mundo” y debía sufrir una y otra vez la humillación de ser desfavorablemente comparado con el cine norteamericano. La discusión no era sólo estética sino necesariamente política. Torres Ríos se esforzaba en distinguir un cine nacional auténtico de otro que no lo era y para su primer film como director eligió deliberadamente un tema histórico, El puñal del mazorquero (1923). Ferreyra sumó a la tácita declaración de principios que ya era toda su obra una apelación pública que implicaba la correcta y temprana asimilación del rol cultural del cine:

La cinematografía es el arte que está más al alcance de la comprensión fácil y rápida de los pueblos. Comprendiéndolo así, en la mayoría de los países el gobierno y la prensa han prestado un amplio y fuerte apoyo. Pero, lamentablemente, del nuestro no podemos decir lo mismo. […] No sólo se ha negado a la cinematografía argentina la ayuda directa e indirecta de gobierno y prensa, sino que han permanecido indiferentes, preocupándose con exceso de la producción extranjera y olvidando o ignorando quizá que en algunos de estos mismos países, celosos del mantenimiento de sus industrias, no se permiten películas ajenas. […] ¿Es que por ventura no es una obligación de alta finalidad patriótica, de sana crítica y gobierno, dar a este puñado idealista –porque así podemos llamarlos puesto que ninguno de ellos ha hecho fortuna a pesar de sus largos y amargos años de perseverante trabajo–, no es una obligación dar, repetimos, una ayuda y unas francas palabras de aliento a sus laudables propósitos? (Citado por Couselo, 2001)

Para Ferreyra y Torres Ríos la intervención del Estado era necesaria para equilibrar un mercado que no dejaba lugar para sus films, pero además entendían que esa intervención implicaba el reconocimiento de un bien cultural. Pese a todo ello, durante el período mudo no hubo ninguna intervención estatal en el cine. Héctor Kohen sostiene que una posible razón fue que Torres Ríos y Ferreyra no fueron los únicos en comprender el potencial del cine como medio de comunicación: también lo hicieron los sectores conservadores, opuestos a los radicales que gobernaron el país entre 1917 y 1930. Según Kohen (en España, 2000), “el patriciado había construido un Otro amenazador: inmigrantes, agitadores, huelguistas, judíos, obreros. En su etapa final, esta construcción necesita de publicistas, de divulgadores y teóricos: es el papel que jugarán Belisario Roldán, Hugo Wast y Manuel Carlés desde la literatura, el periodismo, la acción política y el cine”. El mundo del tango y el suburbio que Ferreyra y Torres Ríos romantizaban era atacado al mismo tiempo por los intelectuales que lo consideraban sensiblero y por los conservadores que lo equiparaban a la criminalidad.

Sólo esa corriente de opinión explica que la publicidad del film Gorriones (Ricardo Villarán, 1925) aclarase que “no es de bajo fondo ni de malevaje”, o que La borrachera del tango (Edmo Cominetti) se estrenara en 1928 con una insólita frase promocional: “Una película nacional que no parece nacional”.

Edmo Cominetti

No deja de ser irónico que ocho años antes de La borrachera del tango, Edmo Cominetti comenzara su carrera cinematográfica como actor (en un doble papel) en el film Pueblo chico (1920), cuya publicidad decía: “¡Usted es uno de los culpables! Al negar la bondad de lo que se produce en el país, usted contribuye al estancamiento de nuestra industria y por ende se convierte en enemigo de nuestra nacionalidad”. En alguna fuente moderna Pueblo chico figura dirigido por Edmo, pero en las reseñas de la época aparece atribuido a su hermano Sóstenes. Es probable que ambos hicieran de todo en ese film, ya que eran socios en su productora Chaco-Film, y es seguro que Sóstenes no reincidió. En cambio Edmo fue más perseverante y, aunque no produjo mucho, llegó a ser el más ambicioso de sus colegas, como lo prueban tres films suyos que sobrevivieron.

En Bajo la mirada de Dios, filmada en Córdoba y terminada en noviembre de 1925, un rico estanciero es asesinado y todo parece acusar a su joven prometida, porque había sido obligada por las circunstancias a aceptar ese matrimonio sin amor. El conflicto se agudiza cuando un sacerdote descubre la identidad del verdadero asesino pero el secreto de confesión le impide revelarla (como sucedería décadas más tarde en Mi secreto me condena, de Alfred Hitchcock). Cominetti narra todo eso con firmeza y salva las evidentes limitaciones económicas con un montaje extremadamente fluido y preciso. También demuestra imaginación para reforzar visualmente el tono que corresponde a cada escena, sea en un impresionante crescendo de violencia que culmina en el crimen (acentuado por una tormenta) o en el acierto de filmar en travelling, sobre un camino, un primer desencuentro romántico. Para protagonizar el film, Cominetti improvisó actor a un joven vendedor de zapatos llamado Eduardo Morera, que fue después responsable de una famosa serie de cortos musicales protagonizados por Carlos Gardel, así como de varios largometrajes populares.

La borrachera del tango (1928) se basa en una obra teatral de Elías Alippi y Carlos Schaeffer Gallo, y narra esencialmente las dificultades de un joven díscolo (otra vez Morera) para sentar cabeza, pese a las presiones familiares y al amor sincero de una muchacha. El film sorprende por la franqueza con que describe situaciones atrevidas que hubieran sido evitadas en cualquier otra cinematografía de la época, como el descubrimiento significativo de una prenda íntima o una fiesta de jóvenes disipados que incluye un desnudo. Desde el comienzo se advierte el interés de Cominetti por retratar a su antihéroe en términos puramente visuales, mostrándolo incapaz de despertarse y sobreimprimiendo una vertiginosa sucesión de imágenes que sintetizan la agitación de la noche pasada. Otro rasgo singular es el trabajo minucioso con los intérpretes, evidente en una gestualidad muy rica en matices y lejos de todo desborde: se puede decir que éste es un film “de actores” más que cualquier otro de los que se conservan de este período.

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