Fernando Martín Peña - Cien años de cine argentino

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Esta no es una nueva historia del cine argentino sino una interrogación de las que ya se han escrito a través de la revisión contemporánea de varios centenares de films importantes. Constituye un relato que puede leerse como una totalidad o de manera fragmentaria, y que adopta una curiosa circularidad: la forma en que se presenta el cine contemporáneo se parece curiosamente al inicial. Por su carácter original, imprevisible y heterogéneo, por una producción completamente atomizada, por la relativa facilidad de acceso a los medios de producción, el más reciente cine argentino se parece bastante al más antiguo.

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Debo agradecer también, por un amplísimo espectro de motivos que van desde la consulta más técnica hasta el cariño más profundo, a Álvaro Buela, Pablo Ferré, Elvio E. Gandolfo, Socorro Giménez, Julio Iammarino, Alejandro Intrieri, Juan José Jusid, Edgardo Krebs, José Martínez Suárez, Daniela Menoni, Octavio Morelli, Adrián Muoyo, Héctor Olivera, Marcelo Pacheco, Mariela Pasquini, Miguel Ángel Rosado, Natalia Taccetta y Marina Yuszczuk.

El último agradecimiento es para Homero Alsina Thevenet, Jorge Miguel Couselo, Octavio Fabiano, René Mugica, Salvador Sammaritano y Tito Vena, que aún me ayudan.

Buenos Aires, octubre de 2011

1896-1932

La proyección de imágenes en movimiento sobre una pantalla, para un público más o menos numeroso, fue lograda simultáneamente por varios inventores de distintos países, que desarrollaron y patentaron sus propios aparatos entre 1894 y 1895. En julio de 1896 tres de ellos comenzaron sus exhibiciones, de manera casi concurrente, en distintos locales de Buenos Aires: el Vivomatógrafo (de origen británico),[1] el Cinematógrafo (francés, de los hermanos Lumière) y el Vitascopio (norteamericano, de Thomas A. Edison). En noviembre del mismo año el empresario Federico Figner, de origen checo, realizó filmaciones en Plaza de Mayo y Palermo y las exhibió en una sala de la calle Florida. Un año más tarde el francés Eugenio Py, que trabajaba para la casa de artículos fotográficos Lepage, comenzó a registrar actualidades con cierta continuidad, como Exposición Rural (1898), Premio Internacional en el Hipódromo Argentino (1899), Revista de tropas argentinas (1900), Viaje del doctor Campos Salles a Buenos Aires (1900) o Maniobras navales en Bahía Blanca (1901). La renovación de las películas era imprescindible para mantener el interés del público, por lo que seguramente se filmó mucho más de lo que llegaron a consignar los periódicos.

Al mismo tiempo, el cine se filtraba a zonas ajenas al espectáculo. Hacia 1899 el eminente cirujano Alejandro Posadas lo utilizó como herramienta didáctica para mostrar, presumiblemente en clases o conferencias, sus técnicas quirúrgicas en tiempo real, en una época en que la velocidad del procedimiento era esencial para la supervivencia del paciente. Otro pionero involuntario fue un hombre de fortuna personal llamado Eugenio Cardini, que un día decidió viajar a Francia, visitar a los hermanos Lumière y comprarles un Cinematógrafo. De regreso en Buenos Aires realizó varios pequeños films, incluyendo una versión propia de la Salida de los obreros de la fábrica, famoso título de los Lumière. Lo curioso de los films de Cardini es que ocasionalmente se apartaban del registro documental para elaborar situaciones muy sencillas con intérpretes improvisados. Uno de ellos muestra en acción a un fotógrafo de plaza, pero lo filma extrañamente de frente, dejando fuera de campo a los personajes que fotografía. El resultado es fascinante, en parte porque el concepto mismo de “fuera de campo” no existía, en parte porque el plano que elige Cardini implica una curiosa puesta en abismo que necesariamente nos interpela, y en parte por las obvias connotaciones que se desprenden de la confrontación entre un viejo fotógrafo y un nuevo cineasta. Y todo ello con una cámara de los hermanos Lumière. El film no tiene título pero debería llamarse El fotógrafo fotografiado.

Hasta el fin de la primera década del siglo xx, las películas argentinas fueron sobre todo actualidades, de mayor o menor metraje, que con el tiempo derivaron en noticieros de frecuencia regular. Ocasionalmente hubo también, como en otros países, “actualidades reconstruidas” o films que se situaban en el límite entre lo ficticio y lo documental al recrear un episodio determinado de la realidad inmediata. Ese parece haber sido el caso de El soldado Sosa en capilla (1902), sobre el episodio de un conscripto condenado a muerte y luego perdonado. Su drama se recreaba con intérpretes cuyos nombres no han trascendido, pero al final aparecía el verdadero Sosa, ya indultado, como una suerte de garantía de la veracidad del relato. Este pequeño film, que fue simultáneamente ficción, documento e híbrido, es un buen punto de partida para recorrer estas tres categorías de representación.

Comienzos de la ficción

El comienzo oficial del cine de ficción argentino está fechado en 1909, a partir del estreno de una serie de films de un acto (entre ocho y doce minutos) que el italiano Mario Gallo realizó sobre temas históricos: La revolución de Mayo, La creación del himno, El fusilamiento de Dorrego, Camila O’Gorman, Güemes y sus gauchos y varios otros títulos que quisieron inscribirse en el marco de los festejos del Centenario. De los dos primeros, que han sobrevivido, se puede inferir que Gallo trabajó sobre la doble influencia que le ofrecía, por un lado, la aún modesta iconografía sobre los episodios elegidos, y, por otro, el cine europeo contemporáneo de temática histórica (como el llamado film d’art francés). Igual que ese referente, Gallo procuró y obtuvo la colaboración de actores teatrales reconocidos que pudieran prestarle a sus obras algo del prestigio artístico que el cine aún no tenía. En ese mismo sentido hay que entender un intento suyo por acercarse a la ópera, con cantantes interpretando en sincronía (Cavalleria rusticana, 1908), y luego el esfuerzo por hacer films más largos (Tierra baja, 1912, con Blanca y Pablo Podestá). Este primer período productivo de Gallo terminó en la ruina económica total hacia 1913, lo que no impidió al pionero retomar su actividad a fines de esa década, con nuevos bríos y laboratorio propio. En esta nueva etapa produjo y fotografió films como En buena ley (Alberto Traversa, con Silvia Parodi y Olinda Bozán, 1919) e incluso tuvo éxito con una nueva versión de Cavalleria rusticana (1919), repitiendo la idea de 1908: “Nunca se presentó en Buenos Aires una combinación tan excelente como ésta de la Gallo-Film que esté en perfecta armonía el movimiento de la boca de los artistas que interpretan la obra y los mismos que cantan en la sala. En todos los salones que ha sido exhibida hubo aplausos hasta el cansancio. Su solo anuncio llena el salón”.[2] Después su historia se vuelve difusa: se sabe que su laboratorio se incendió hacia 1922, que estuvo algún tiempo preso y que hacia 1925 volvió a la actividad pero sólo como cameraman de proyectos ajenos.

En algunas de sus peripecias iniciales Gallo fue acompañado por Max Glücksmann, gerente y eventual propietario de la casa Lepage, pionero de la producción, distribución y exhibición en la Argentina. Glücksmann produjo el largometraje más antiguo que se conserva, Amalia (1914), versión de la novela de José Mármol fotografiada por Py y dirigida por Enrique García Velloso en un registro formal muy similar al de los films de Mario Gallo. Como ha escrito el historiador Héctor Kohen: “Fue una iniciativa de Angiolina Astengo de Mitre, viuda de Emilio Mitre –hijo del general Bartolomé Mitre–, presidente de la Sociedad del Divino Rostro, con el declarado propósito de recaudar fondos para la construcción de una capilla y de una escuela para niñas”. La realización se advierte elemental en la improvisación de los actores y en el ocasional temblor de la escenografía, pero la experiencia tuvo sus singularidades: se estrenó en diciembre en el teatro Colón de Buenos Aires, con la asistencia del presidente Victorino de la Plaza y parte de su gabinete, en una copia virada a diversos colores y acompañada por un lujoso folleto de cincuenta páginas impreso en la Compañía Sud-Americana de Billetes de Banco. Allí se explica que en el film “se entremezclan a la lucha política exteriorizada a grandes rasgos, la evocación conturbadora de los amores románticos de los protagonistas y el color de la época en el continente y en el contenido de la acción”. Sus personajes fueron interpretados por una larga lista de damas y caballeros de la alta sociedad porteña, que se presentan ante el público en una de las secuencias de títulos más extensas de toda la historia del cine.

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