Fernando Martín Peña - Cien años de cine argentino

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Esta no es una nueva historia del cine argentino sino una interrogación de las que ya se han escrito a través de la revisión contemporánea de varios centenares de films importantes. Constituye un relato que puede leerse como una totalidad o de manera fragmentaria, y que adopta una curiosa circularidad: la forma en que se presenta el cine contemporáneo se parece curiosamente al inicial. Por su carácter original, imprevisible y heterogéneo, por una producción completamente atomizada, por la relativa facilidad de acceso a los medios de producción, el más reciente cine argentino se parece bastante al más antiguo.

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El desarrollo industrial del cine argentino desde 1933 impidió tenazmente la aparición de mujeres cineastas. La primera película dirigida por una mujer en el cine sonoro argentino fue Las furias (de Vlasta Lah) y apareció recién en 1960, cuando la experiencia industrial agonizaba. Cuarenta años antes, esa ausencia de estructura industrial permitió la aparición de, por lo menos, dos mujeres cineastas:[4] Emilia Saleny y María B. de Celestini. La primera se inició como actriz, instaló una temprana Academia de Artes Cinematográficas en la calle Cangallo, hacia 1916, y realizó al menos dos films de temática infantil. La segunda tuvo alguna experiencia como autora teatral y representó posturas protofeministas en su film Mi derecho (1920): el derecho en cuestión era el que reclamaba una joven soltera de ser madre pese a la censura social.

Pudo haber otras. El film Blanco y negro (1920), que por lo general se atribuye al dramaturgo Francisco Defilippis Novoa, aparece en notas de la época dirigido por Elena Sansinena de Elizalde, quien poco después fue la principal movilizadora de la legendaria Asociación Amigos del Arte. Un testimonio de Julio Noé, referido al temperamento de Elena al frente de esa entidad, quizá pueda aplicarse también al caso de este film: “Si tuvo colaboradores fue porque ella los escogió, los animó y les infundió su fervor”.[5]

Cine nacional versus cine extranjero

A comienzos de la década de 1920 la continuidad de la producción se presentaba como un problema grave frente a una coyuntura que no tardaría en volverse crónica: el negocio de la exhibición prefería (prefiere) las ganancias amplias y comparativamente seguras del cine extranjero antes que arriesgarse en la lotería del cine argentino. Leopoldo Torres Ríos, futuro cineasta y uno de los primeros cronistas del cine nacional, lo describió con las siguientes palabras en un artículo para el diario Crítica en 1922:

Cuando pasan una producción argentina, lo hacen como de limosna. Esos mismos señores soportan diariamente el detritus cinematográfico que nos mandan desde Oriente a Occidente y nuestro público, en sus inmensas, anchas espaldas, carga sin una protesta.

Torres Ríos había llegado al cine primero por fascinación de espectador y después por empecinado: junto a su hermano Jesús –que luego adoptó el nombre Carlos y se desempeñó como director de fotografía y realizador– había ido a ofrecerse para trabajar de lo que se necesitara en las empresas de los productores pioneros Federico Valle y Max Glücksmann. Hacia 1916 ambos hermanos conocieron a Julio Irigoyen y a José Agustín Ferreyra, dos de los primeros autores que tuvo el cine argentino. Leopoldo escribió argumentos para ambos pero se vinculó especialmente a Ferreyra, con quien compartía una misma sensibilidad para captar temas afines a la mitología tanguera porteña. Mientras vivía las irregularidades de la temprana producción argentina, Torres Ríos consiguió trabajos más formales en el periodismo y, sobre todo, en la distribuidora Terra, especializada en la importación de cine alemán. Allí fue el encargado de redactar intertítulos en castellano y también de abreviar films que la empresa consideraba demasiado extensos para el gusto del público argentino. En revistas y diarios de la época, Torres Ríos publicó ficciones (“Una polémica”, “El hombre que pensaba una hora”) que anticipan la capacidad descriptiva evidenciada luego en sus mejores films. También hizo los primeros intentos serios por elaborar una historia crítica del cine argentino, señalando tempranamente en sus escritos una escisión o fractura que se mantiene hasta hoy: por un lado, los jóvenes artistas que hacen cine por necesidad de expresión, y por otro los comerciantes que lo hacen sólo como una forma de incrementar sus fortunas. Al leerlo resulta claro que ya entonces había tomado la decisión de contarse entre los primeros.

En esos artículos, además, definió y justificó la defensa de una identidad temática y cultural e incluso llegó a advertir la necesidad de la protección económica estatal ante el avance inexorable del cine extranjero. Su reclamo resultó profético, aunque tardó casi treinta años en ser escuchado.

Para Torres Ríos, la personalidad más coherente de la cinematografía nacional era José Agustín Ferreyra, apodado “el Negro” porque era mestizo, hijo de madre negra. “Ferreyra demostró tener estilo propio, profunda psicología y un dominio de la dirección notabilísimo. Él hizo a todos los artistas. Nadie había actuado eficazmente hasta entonces” (Torres Ríos, 1960). En ese elogio, Torres Ríos se refiere específicamente a que Ferreyra fue el primer realizador argentino que comprendió la necesidad de buscar un verosímil propio con recursos esencialmente cinematográficos. Mientras otros productores y realizadores de entonces apostaban al éxito comercial de sus films convocando figuras ya consagradas en el teatro, Ferreyra buscaba actores y actrices sin ninguna experiencia, a los que moldeaba a su gusto, “como podría haber levantado una estatua”.

Nacido en Buenos Aires, Ferreyra se las arregló para definir un estilo (que alguien ha llamado “protoneorrealista”), sostener la continuidad de su producción en los años más adversos a la producción local y realizar esfuerzos pioneros en los albores del sonoro. Había estudiado música y pintura, fue escenográfo profesional durante algunos años, lideró las frecuentes tertulias donde se discutía un cine argentino económicamente posible y artísticamente auténtico. Comenzó a filmar en 1915 pero logró su primer éxito cuatro años más tarde con Campo ajuera, cuyo estreno fue reseñado con entusiasmo por Torres Ríos, que lo comparó favorablemente con otro film argentino estrenado al mismo tiempo. Al parecer, éste había producido “una modorra letal. Un sopor, un sueño, apenas un zumbido de mosquito. Lo único hermoso era la fotografía. Los demás [elementos], malogrados, secos, insulsos, anticinematográficos. La película costaba más de cincuenta mil pesos. [Por eso, al estreno de Campo ajuera] todos iban a reír. A palpar un nuevo y aplastante fracaso. Empezó la película. Ninguna exhibición privada fue tan llena de emociones como aquello. Era realmente un placer, una fruición. Y todo el público sentía la misma emoción. A cada acto una salva de aplausos atronaba la sala. Arrancó lágrimas. Fue un desborde de entusiasmo que nunca había tenido la cinematografía nacional. Había costado cinco mil pesos” (Torres Ríos, 1960).

Evaluar la obra de Ferreyra desde un punto de vista contemporáneo es imposible, porque de las veinticinco películas mudas que dirigió entre 1915 y 1927 hoy sólo existen tres, y una de ellas de manera fragmentaria. Su biógrafo, el historiador Jorge Miguel Couselo, le atribuye haber descubierto cinematográficamente “el rostro de Buenos Aires. O uno de los rostros de Buenos Aires, el de su humildad y sufrimiento. El de su pobreza cotidiana. […] Ferreyra mira el paisaje desde adentro. Forma parte de ese paisaje. Lo ausculta porque lo siente. Lo siente, además, realísticamente. El suyo es un realismo de su generación y de su tiempo, ajeno a las fijaciones sintéticas” (Couselo, en Kriger y Portela, 1997). Desde las primeras tomas de La chica de la calle Florida (1922), el film de Ferreyra más antiguo que aún existe, es evidente ese protagonismo de la ciudad y el uso dramático de la tensión entre su centro y sus barrios para caracterizar visualmente el tema, una variación sin tragedia de La dama de las camelias. Es evidente que Ferreyra salió a filmar a la calle porque era lo que tenía a mano, pero también porque la sentía parte de una poética propia. Como después en el neorrealismo, su cine alterna el melodrama con el compromiso humanista para representar a una clase social postergada, sea en el retrato circunstancial de sus pibes pobres o en la importancia determinante de tener o no tener trabajo, pero su intención no es la denuncia –salvo indirectamente– sino la expresión cinematográfica de la poesía tanguera, que es por definición proletaria y melancólica. Ferreyra escribió o encargó tangos para ser interpretados como acompañamiento de películas suyas como La muchacha del arrabal (1922), El organito de la tarde (1925) y Muchachitas de Chiclana (1926), pero esas relaciones sólo completaban para el espectador un vínculo que se iniciaba antes, en la elección de sus temas, en la cuidadosa ambientación, en la caracterización de sus personajes. El tango fue al cine de Ferreyra lo que el expresionismo o el romanticismo fueron al cine mudo alemán: un universo homogéneo, con identidad propia y, sobre todo, representativo de un “estado del alma”, de un sentir porteño. Esto es aun más evidente cinco años después en el film Perdón, viejita (1927) donde todos sus protagonistas son arquetipos de la ficción tanguera: la madrecita buena, el muchacho que ha debido robar para vivir, el atorrante irredento, la mujer que ha dado el mal paso. El barrio es el mismo de La chica de la calle Florida, pero sus personajes aparecen aun más integrados a él y los detalles no se presentan como pinceladas meramente descriptivas sino como aportes activos a un tono general y coherente, como la escena del granuja que en la celda se siente como en casa, o el plano del niño que roba la propina de una mesa de café.

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