Cesare Becaria - De los delitos y de las penas

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Libro que contiene uno de los ensayos jurídicos de mayor repercusión en la reforma del Derecho Penal de Europa. En ella, Cesare Beccaria expone la realidad de las leyes penales vigentes durante el siglo XVIII, poniendo de relieve la crueldad de su aplicación. Frente a ello, propone una serie de cambios normativos, que para entonces se apreciaban como revolucionarios. Planteó la delimitación de los delitos y el establecimiento de las penas a fin de evitar la arbitrariedad de la autoridad jurisdiccional al momento de juzgar.

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En suma, entre el utilitarismo contractualista que hace de Beccaria un precursor de Bentham, y el valor por él asociado a la persona como fin en sí mismo, que le hace un precursor de Kant, no solo no hay contradicción, sino que existe incluso una implicación. Es en este punto donde reside la originalidad de Beccaria y el fundamento filosófico del garantismo en general. En efecto, la hipótesis del contrato social, aunque utilitarista, se erige precisamente sobre la idea de los derechos fundamentales —a comenzar por el derecho a la vida— como derechos indisponibles. Es decir, como cláusulas rígidas que designan la razón de ser del pacto, y por tanto permiten fundar, por un lado, la idea de que las personas no son cosas sino fines en sí mismas, y, por otro y correlativamente, la idea del derecho y del estado como artificios, es decir, como instrumentos para finalidades que no son propias, como la tutela de la vida y de los demás derechos de las personas. En definitiva, el contrato social es para Beccaria el pacto de convivencia mediante el que se estipula lo que no es negociable, ni disponible, ni derogable: la vida de las personas, que, por consiguiente, afirma el autor: no son cosas ni medios sino fines en sí mismos cuya tutela es la razón y el objetivo del pacto social.

Pero ¿cómo se alcanza, o mejor, como debería alcanzarse esta minimización de la violencia punitiva, realización de la segunda finalidad justificativa del derecho penal en garantía del reo? Deberá obtenerse, según Beccaria, a través de las garantías penales y procesales, es decir, a través de los límites impuestos a cada uno de los tres momentos en los que se articula el poder punitivo: la pena, el delito y el proceso penal.

En primer lugar, por medio de la limitación de las penas. En este sentido Beccaria formula dos principios. El primero es el principio de necesidad: «Como dice el gran Montesquieu, toda pena que no se derive de la absoluta necesidad es tiránica»14; de lo que se sigue, como corolario, la concepción del derecho penal como extrema ratio, cuya intervención se justifica solo si no es posible reducir los delitos con medios no penales: «no puede llamarse precisamente justa (que quiere decir necesaria) la pena de un delito, mientras la ley no haya utilizado el mejor medio posible en las circunstancias dadas de una nación para prevenirlo»15. Y ¿cuáles son estos mejores medios extra-penales? Beccaria los identifica sobre todo con la educación: «el medio más seguro pero más difícil de prevenir los delitos es perfeccionar la educación»16. En general, diríamos hoy, la prevención de los delitos depende principalmente de las políticas sociales en materia de educación, salud y subsistencia, mucho más eficaces, como instrumentos de prevención de los delitos, que las políticas penales invocadas como una varita mágica por la demagogia populista.

El segundo principio de mitigación de las penas es el humanitario que Beccaria llamó «benignidad» de éstas: «uno de los mayores frenos de los delitos», escribe Beccaria, «no es la crueldad de las penas, sino su infalibilidad [...] La certeza de un castigo, aun moderado, producirá siempre una impresión más honda que el temor de otro más terrible, unido a la esperanza de la impunidad»17. Por otro lado, agrega el autor retomando una tesis de Montesquieu sobre la suavidad de las penas como medida de la civilización de un país18, existe un nexo entre la ferocidad de las penas y el incremento de los delitos de sangre: «Los países y los tiempos de los suplicios más atroces fueron siempre los de las acciones más sanguinarias e inhumanas, pues el mismo espíritu de ferocidad que guiaba la mano del legislador, regía la del parricida y del sicario. Desde el trono dictaba leyes de hierro para almas atroces de esclavos que obedecían. En la privada oscuridad estimulaba a inmolar a los tiranos para crear otros nuevos»19.

Pero ¿de qué dependen esta certeza y esta minimización de las penas? dependen —dice Beccaria en una de sus páginas más hermosas— de la certeza y de la minimización de sus presupuestos, es decir de los delitos, una y otra realizables a través del principio de legalidad y, antes aún, del principio de economía: «prohibir una multitud de acciones indiferentes no es prevenir los delitos que de ellas pudieran nacer, sino crear otros nuevos […] ¿Queréis prevenir los delitos? Haced que las leyes sean claras, simples, y que toda la fuerza de la nación se concentre en defenderlas y ninguna parte de la misma se emplee en destruirlas […] Haced que los hombres las teman, y las teman solo a ellas. El temor de las leyes es saludable, pero el de hombre a hombre es fatal y fecundo en delitos. Los esclavos son más voluptuosos, más desenfrenados, más crueles que los hombres libres»20.

El eje que sostiene el modelo es, sobre todo, el principio de legalidad. De este principio Beccaria formula dos versiones, una formal y otra sustancial: el principio de mera legalidad, en virtud del cual «solo las leyes pueden establecer las penas correspondientes a los delitos, y esta potestad no puede residir más que en el legislador»21, y el principio de estricta legalidad, que se resume en el principio de lesividad, por cuya virtud «la única y verdadera medida de los delitos es el daño hecho a la nación»22. Merced al primer principio, nadie puede ser castigado sino por un hecho previsto en la ley como delito; conforme al segundo, la ley, a su vez, no puede prever como delitos hechos que no produzcan algún daño a terceros23.

En fin, en el proceso penal, la claridad y la simplicidad de las leyes es el principal factor de limitación del arbitrio punitivo, y, por tanto, la principal garantía de la libertad y de la dignidad de los ciudadanos. «Donde las leyes son claras y precisas», escribe Beccaria, «el oficio de un juez no consiste más que en comprobar un hecho»24. Naturalmente esta tesis —al igual que la del «silogismo perfecto» y antes aún la de la imagen del juez «boca de la ley»25 debida a Montesquieu— designa un modelo límite, nunca realizable y por consiguiente utópico. Pero su mayor o menor grado de realización depende de la semántica del lenguaje legal, es decir, del grado de determinación, taxatividad, claridad y precisión de las figuras de delitos. En ese orden de ideas, no hay que olvidarlo, cuando estas tesis fueron formuladas, aunque ingenuas e insostenibles de ser tomadas en su literalidad, expresaban un principio revolucionario: el principio de la máxima garantía de la persona frente al arbitrario despotismo de los jueces.

En el conjunto de estas garantías —los principios de economía, certeza, legalidad, taxatividad y lesividad de las figuras de delito— se basan, todavía hoy, los principales valores del garantismo penal y procesal. En primer lugar, la libertad de los ciudadanos: «La opinión que debe formarse cada ciudadano de poder hacer todo lo que no sea contrario a las leyes, sin temer otro inconveniente que el que puede nacer de la acción misma» —escribe Beccaria retomando otra clásica tesis ilustrada— «es el dogma político que debería ser creído por los pueblos y preconizado por los supremos magistrados con la incorrupta custodia de las leyes; dogma sagrado, sin el que no puede existir sociedad legítima»26. En segundo lugar, el modelo cognoscitivo de proceso, que Beccaria llamó «proceso informativo», es decir «la investigación indiferente del hecho» donde el juez es un «un investigador indiferente de la verdad», en oposición al llamado «proceso ofensivo», donde «el juez se convierte en enemigo del reo, de un hombre encadenado [... y], no indaga la verdad del hecho, sino que busca el delito en el preso, insidiándolo, y cree perder si no lo encuentra, y frustrada la infalibilidad que el hombre se arroga en todas las cosas»27. En tercer lugar, la separación de poderes: «Es pues necesario que un tercero juzgue sobre la verdad del hecho. De ahí la necesidad de un magistrado, cuyas sentencias sean inapelables y consistan en meras aserciones o negaciones de hechos particulares»28. Se trata, en síntesis, del conjunto de límites, separaciones y contrapesos que hacen del poder punitivo un «poder limitado».

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