II. ALBEDO
Una costura hacia arriba. Una costura hacia abajo. Nuestros dedos, fortalecidos gracias a las aguas del río, se mueven sin cesar sobre las pieles repletas de escamas. Miramos el puño de serpientes que hemos podido recolectar en los últimos días, de diferentes tamaños y colores; sus cueros yacen secos sobre las piedras, secándose mientras sus carnes se pudren bajo el sol.
Los huesos nos chasquean, alegres ante la deliciosa tarea que nos trae gratos recuerdos de la larga vida que tuvimos antes en la tierra. Y nuestro encuentro con la Bestia Revestida de Luna ha sido tan, tan satisfactorio, que nuestra boca no hace más que sonreír hasta sangrar.
Él nos llama “Silenciante”, aun cuando ya ha comprendido que ése no es el único de nuestros talentos, porque si por algo hemos sido elegidos para esta encomienda es por nuestra falta de compasión. Inclusive hacia nuestra propia sangre.
Volvemos a pensar en la Bestia Revestida de Luna. Tan bella, tan extraordinaria… el lugar donde alguna vez estuvo vivo nuestro corazón palpita de excitación a través de la oscuridad del agujero en nuestro pecho. ¿Su carne blanca sabrá a hueso entre nuestras encías?
Pero a pesar de nuestro deleite, debemos apurarnos. Sin la lluvia, pronto nos volveremos polvo de nuevo y deberemos depender sólo de ella .
Miramos el cuerpo podrido de Alannah. Arrancamos uno más de sus cabellos para unir otra larga tira de piel. Sus hebras no son de perpetuasangre; son frágiles y se debilitan a medida que pasan las lunas y los soles, pero nuestra magia las mantendrá unidas hasta que sea necesario.
Un remiendo más, y la capa comienza a tomar forma, pero nos falta tiempo. Nos faltan pieles y magia.
Dejamos nuestra encomienda a un lado, y miramos a la mujer, inerte.
Vemos cómo la silueta de una serpiente se mueve en su vientre.
Nuestra extremidad se alarga bajo la tierra, y brota del suelo sagrado. La punta de nuestra espina se posa en medio de los senos de la hembra y se hunde en su carne.
El alba bendice Monument Valley mientras nuestra navaja, gentilmente, comienza a desollar a la contemplasombras.
FORASTERO
—¿Me puedes decir qué te hace tanta gracia? —me preguntó Johanna con las manos en la cintura. Yo, en cambio, no dejaba de voltear hacia el curioso cactus que acaba de colocar sobre el alféizar de la ventana, justo junto a su camastro en la reserva.
—Nada —me encogí de hombros desde la cama de arriba—. Sólo estoy esperando a ver si te sale arena de los pantalones.
Las mejillas se le pusieron tan rojas que empezaron a competir con las diminutas flores del cactus.
—Deja de juntarte con Julien —protestó—. Ya te empiezas a parecer a él.
Me reí un poco más. Yo llevaba ya más de un mes en la reserva, y a esas alturas ya había tomado la confianza suficiente para hacer ese tipo de bromas. Además, la chica tendía a tratar de tomárselo todo muy en serio, lo que, para su pesar, la hacía un blanco fácil.
Ella suspiró y pasó las yemas de sus dedos por la pequeña planta desértica. Su mirada vibró por un instante y pude percibir un suspiro contenido en su pecho.
Reconocí los gestos, la sensación, porque era la misma cara que yo ponía cada vez que miraba la foto de papá.
Extendí el brazo hacia abajo y le acaricié la coronilla.
—Eh, ¿extrañas tu hogar? ¿A tus padres? —pregunté, y ella pareció más sorprendida por la pregunta que por mi contacto.
Johanna, después de un momento, se subió a mi camastro de un salto, lo que me hizo aferrarme como un gato asustado al colchón, ya que aún no me había acostumbrado del todo a ver a mis hermanos hacer tales demostraciones de fuerza o agilidad. Ambos miramos hacia el techo de madera mientras yo presentía que íbamos a tener una de esas pláticas que últimamente mantenía sólo con ella.
—No puedes extrañar un hogar al que nunca has pertenecido, Elisse —dijo sin titubear, aunque pude sentir una punzada de tristeza en su voz—. No extraño mi casa. No los extraño a ellos, extraño… el desierto. El rancho, los animales; extraño las cosas en las que me refugiaba cuando sabía que no había nadie en el mundo a quien yo le importara.
—¿Tus padres… no te querían? —pregunté con cuidado, pero sin rodeos. Johanna se quedó en silencio unos momentos meditando su respuesta.
—Siento que, en el fondo —dijo por fin—, mi mal carácter, mi histeria de aquel tiempo, tenía mucho que ver con que estaba demasiado desesperada por recibir un afecto que sabía que no existía. Uno no suele amar sus errores, y mis padres nunca amaron el suyo, porque eso los obligó a quedarse juntos. A ser infelices el uno al lado del otro.
El pesar en sus palabras hizo que el corazón se me hiciera añicos porque, a pesar de la idealización que yo albergaba hacia mi padre, no me costaba reconocer que el afecto fraterno no era algo garantizado. Por supuesto que existían padres que odiaban a sus hijos, y yo ya lo había visto incontables veces durante mi infancia, en medio de tanta pobreza y desigualdad.
Una madre que ama a sus hijas no las prostituye con los turistas. Un padre que ama a sus hijos no les destroza la cara a golpes cuando su consciencia nada en licor.
Pero ver que Johanna estaba tan desesperada por el afecto que no recibió durante su niñez, me hizo darme cuenta de lo parecidos que éramos.
Cerré los ojos y respiré profundo.
—Creo… que nunca voy a entender cómo te sientes —dije en voz baja. Alargué mi mano y tomé la de ella, la envolví entre mis dedos, la apreté con cuidado—. Cada persona vive la soledad de una manera distinta, hay quienes la disfrutan, otros que la buscan, hay otros que le tenemos un miedo irracional, así que sólo puedo decirte que tú, los demás, todos ustedes… Nunca voy a olvidar lo que se siente estar solo, pero ya no me atormenta pensar en ello, porque sé que aquí nada puede lastimarme. No sé qué puedo hacer para ayudarte, pero ojalá algún día sea capaz de darte también ese hogar que tanto necesitabas. Tal vez ese día logres decir que por fin has vuelto a casa.
Johanna enmudeció por unos largos instantes, y temí haber hecho algo inapropiado.
Si nunca fui muy expresivo es porque no tenía a nadie a quien compartirle ese afecto, pero eso no significaba que no necesitara decir a los demás lo mucho que significaban para mí, lo que tal vez me había convertido en los últimos meses en alguien demasiado impulsivo, así que temí haberle hecho saber que yo tenía hacia ella un afecto que, tal vez, ella todavía no sentía por mí.
Luego la escuché hipar y abrí los ojos, sorprendido al encontrarla llorando. Aferrándose ahora a mi mano con fuerza.
—Mira lo que hiciste, tarado —dijo, limpiándose los ojos con su otra mano, negándose a soltarme.
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