Mariana Palova - Un segundo amor

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"No eras más que un simple humano. Pero no necesitabas ser nada más para lograr cosas extraordinarias."Frío, astuto y asombrosamente eficaz, Salvador Hoffman es famoso tanto por ser el mejor detective de Nueva Orleans como por su incapacidad para sentir empatía o afecto por otras personas, cosa que lo ha convertido en un hombre más temido que respetado.Pero cuando un macabro artilugio vudú aparece en una de las escenas del crimen más extrañas de su carrera, el detective comienza a cuestionarse no sólo las reglas de ese mundo estricto y racional al que pertenece, sino las propias limitaciones que siempre le impuso a su corazón.Y de la manera más difícil, Hoffman tendrá que aprender que a veces el amor duele más que la soledad.Ocho años antes de los acontecimientos de
El Señor del Sabbath, esta conmovedora historia imbuida de magia oscura y rituales sombríos nos llevará a conocer no sólo el lado más oculto de la ciudad hechicera, sino también el de uno de los personajes más queridos de La Nación de las Bestias.Bienvenidos de regreso a Nueva Orleans.

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NOTA DE LA AUTORA - фото 1 NOTA DE LA AUTORA La garantía sangrienta la dive - фото 2 NOTA DE LA AUTORA La garantía sangrienta la diversidad cultural y étnica así - фото 3

NOTA

DE LA AUTORA

La garantía sangrienta la diversidad cultural y étnica así como los sucesos - фото 4

La garantía sangrienta, la diversidad cultural y étnica, así como los sucesos históricos relatados en este libro, están inspirados en tradiciones, lugares y sucesos verídicos, pero no representan mis creencias ni reflejan las de ninguna persona en particular; ésta es una obra de ficción.

Que siempre encontremos el sol después de la lluvia.

Bienvenidos de nuevo a Nueva Orleans.

Para todos aquellos que necesitan

una segunda oportunidad.

CAPÍTULO I INUNDACIÓN La primera vez que fijé u - фото 5

CAPÍTULO I

INUNDACIÓN

La primera vez que fijé un ojo en ti supe de inmediato que tenías algo - фото 6 La primera vez que fijé un ojo en ti supe de inmediato que tenías algo - фото 7

La primera vez que fijé un ojo en ti, supe de inmediato que tenías algo especial, a pesar de no ser más que un simple humano. No sé si fue por cómo tu sombra, proyectada sobre el asiento del coche, parecía más viva que tú, o por la manera en la que revisaste el tambor de tu pistola para asegurarte de que estuviese cargada.

Hoy en día aún me pregunto qué me pareció tan maravilloso de todo el paisaje hostil en el que consistía tu persona o qué tenía de hermoso ese semblante eternamente irritado, pero lo que sí tengo claro es que si nuestros caminos se habían cruzado esa noche era por algo más que una coincidencia.

Apagaste el motor y bajaste del coche con calma. La lluvia golpeó con fuerza contra tu gabardina y el agua goteó con tanta furia a través de tus pestañas que cualquier otro se habría resguardado. Pero tan sólo pasaste una mano por la cara para limpiártela y avanzaste sin más por la calle vacía, apenas iluminada por un par de farolas que no tardarían en reventar bajo la tormenta. Te seguí, serpenteando entre las flechas de agua mientras escuchaba sorprendido cómo tu palpitar permanecía tranquilo, impertérrito.

Los truenos cocían las nubes a latigazos y la inundación rebasaba el filo de la banqueta; podías oler la peste de las alcantarillas atiborradas de basura e incluso divisaste cómo una rata luchaba por trepar sobre un árbol enclenque, ansiosa por salvar la vida. Pero nada de eso podía amedrentarte; pronto escucharías gritos por encima de la tormenta.

Chapoteaste en el agua sucia con la pistola bien sujeta en el arnés. Sabías que adentrarte solo y en mitad de la noche en Dixon era una idea estúpida, pero no había algo en el este de Nueva Orleans que lograra asustarte. No cuando crecer en Las Viñas tampoco había sido precisamente el paraíso.

Decidido a no detenerte en recuerdos de tierra árida y alacenas vacías, avanzaste un par de cuadras más. Una lúgubre fila de casas diminutas que llevaban años aferrándose a sus cimientos decoraba ambos lados del vecindario, como si fuesen un pasillo del cementerio de Saint Louis cuyas cercas metálicas no podían proteger a sus inquilinos de bestias peores que la lluvia.

Conmovido, cerré goteras, soplé con aliento caliente bajo las puertas y repartí bendiciones en las ventanas a medida que tu gabardina se sacudía con el viento. Ver a mis niños agazaparse en la oscuridad, abrazados a sus hijos mientras sus techos se sacudían, nunca era fácil; ser un Loa como yo, un espíritu regente del vudú, consistía, en gran medida, en vivir la eternidad con el corazón compungido.

Después de pasar de largo aquellos sepulcros, te detuviste en una esquina para observar a lo lejos una casa de dos pisos, la única que parecía tener el brío suficiente para erguirse ante semejante tormenta.

La luz fúnebre traspasando los cristales de la primera planta resaltaba como un faro en la noche, pero no era su resplandor cetrino el que te hacía saber que estabas en el lugar correcto: eran las ventanas del segundo piso, tapizadas por plástico negro y lo que parecía ser un sistema de ventilación mal instalado en una de las habitaciones del fondo.

Entornaste los ojos, incapaz de creer que las señales fuesen tan obvias.

Estabas a punto de moverte cuando un murmullo cargado de estática te hizo chasquear la lengua; la vocecita desesperada de tu capitán llamándote desde la radio colgada del cuello de tu gabardina, suplicándote que no avanzaras más por tu cuenta.

Bajaste el volumen del aparato al mínimo y seguiste caminando, a sabiendas de que, para cuando el grupo de inútiles que tenías por refuerzos llegase, ya sería demasiado tarde.

Tu informante te había dicho que no tenías mucho tiempo.

Al acercarte a la casa, percibiste la silueta de un hombre sentado en una silla al lado de la puerta de entrada, mirando hacia la lluvia con actitud serena, como si fuese lo más normal del mundo salir a contemplar un huracán a medianoche.

Torciste el mentón: si alguien vigilaba la entrada sería porque, efectivamente, la casa debía estar vacía y había algo dentro qué cuidar.

Decidido, cruzaste la calzada, pero viraste en la esquina y camino abajo para poder aventurarte en los callejones lodosos de las casas a espaldas de tu objetivo, a sabiendas de que la tormenta y el deficiente alambrado público ocultarían tu presencia de los curiosos vecinos.

Tras brincar un par de cercas y esquivar pilas de chatarra acumuladas en los jardines, alcanzaste el patio trasero de tu objetivo. El lugar estaba repleto de maleza, electrodomésticos oxidados y muebles podridos apilados entre bolsas de basura, por lo que no te fue difícil agazaparte contra un sillón roído —que por el ruido que escuchabas dentro, ahora debía ser un adorable nido de ratas— para dar un buen vistazo a tus posibilidades de entrar.

Me impresionó mucho la manera en la que mantuviste la calma al ver cómo un hombre robusto, que fácilmente te sacaba veinte centímetros de estatura, resguardaba la desvencijada puerta trasera de la casa, empapándose bajo la lluvia. No te apetecía arriesgarte a pelear contra el sujeto, sin contar que entre ese apretado impermeable negro bien podría descansar oculta un arma, así que buscaste un punto adecuado para entrar en el edificio sin terminar desnucado en el intento.

Resoplaste al ver que todas las ventanas, tanto de arriba como de abajo, estaban cerradas. El ruido de la tormenta era implacable, pero eso no significaba que pudiese amortiguar el de un cristal rompiéndose dentro de la casa.

Estabas a punto de calcular tus posibilidades de enfrentarte a aquel grandulón, cuando algo llamó tu atención: una rendija de metal asomándose en las faldas de concreto de la vieja casa; un sótano elevado que, con el paso de los años, se había terminado hundiendo en el suelo pantanoso de Nueva Orleans.

Con los sentidos alertas, te dirigiste en cuclillas hacia aquella abertura, colocada justo en medio de la construcción. Después de esquivar tubos oxidados y botellas de vidrio hechas añicos, pegaste tu espalda al concreto y miraste a ambos lados para asegurarte que ninguno de los dos delincuentes que custodiaban las entradas se hubiese percatado de tu presencia.

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