Julia Quinn
A Sir Phillip Con Amor
Título original:To Sir Philip,with Love
Serie:5º- Los Bridgerton
Febrero, 1823
Gloucestershire, Inglaterra
Resultó muy irónico que sucediera, precisamente, un día tan soleado.
El primer día soleado en… ¿qué, seis semanas seguidas de cielos encapotados acompañados de la ocasional nieve o lluvia? Hasta Phillip, que se creía inmune a las inclemencias del tiempo, se había animado y había mostrado una sonrisa más amplia. Había salido fuera… tenía que hacerlo. Era imposible quedarse dentro de casa ante aquella magnífica explosión de sol.
Y, sobre todo, en medio de aquel invierno tan gris.
Incluso ahora, un mes después de lo sucedido, todavía no acababa de creerse que el sol se hubiera burlado de él de aquella manera.
Pero ¿cómo había podido estar tan ciego para no verlo venir? Había vivido con Marina desde el día que se casaron. Y había tenido ocho largos años para conocerla. Debería habérselo esperado. Y, en realidad…
Bueno, en realidad, se lo esperaba. Aunque nunca había querido admitirlo. A lo mejor sólo quería engañarse, o incluso protegerse. O ignorar lo obvio con la esperanza de que, si no lo pensaba, nunca sucedería.
Pero sucedió. Y, encima, en un día soleado. Definitivamente, Dios tenía un sentido del humor muy particular.
Miró el vaso de whisky que tenía en las manos y que, inexplicablemente, estaba vacío. Debía habérselo bebido, aunque no lo recordaba. No notaba que estuviera borracho, al menos no como debería o como quería estar.
Miró por la ventana y vio cómo el sol se iba poniendo en el horizonte. Hoy también había sido un día soleado. Y, posiblemente, aquella era la razón de su excepcional melancolía. Como mínimo, eso esperaba. Quería una explicación, la necesitaba, para justificar ese cansancio que parecía que se estaba apoderando de él.
La melancolía lo aterraba.
Más que cualquier otra cosa. Más que el fuego, la guerra, más que el mismo infierno. La idea de hundirse en la tristeza, de ser como ella…
Marina había sido la melancolía personificada. Toda su vida o, al menos, la vida que él había conocido, había estado rodeada de melancolía. No recordaba el sonido de su risa y, de hecho, no estaba seguro de si alguna vez había reído.
Había sido un día soleado y…
Cerró los ojos, aunque no supo si era para buscar ese recuerdo o para disiparlo.
Había sido un día soleado y…
– Nunca creyó que volvería a sentir esa calidez en la piel, ¿verdad, sir Phillip?
Phillip Crane se giró hacia el sol y cerró los ojos mientras el sol le bañaba la piel.
– Es perfecto -murmuró-. O lo sería, si no hiciera tanto frío.
Miles Carter, su secretario, chasqueó la lengua.
– No hace tanto frío. Este año, el lago no se ha helado. Sólo algunas capas aisladas.
A regañadientes, Phillip se apartó del sol y abrió los ojos.
– Pero todavía no es primavera.
– Si creía que era primavera, señor, quizá debería haber consultado el calendario.
Phillip lo miró de reojo.
– ¿Te pago para que me digas esas impertinencias?
– Sí, señor. Y debo añadir que es usted bastante generoso. Phillip sonrió para sí mismo mientras los dos se paraban unos segundos a disfrutar de los rayos del astro rey.
– Creía que el cielo gris no le importaba -dijo Miles, cuando volvieron a ponerse en marcha camino del invernadero de Phillip.
– No me importa -respondió Phillip, desplazándose con las ágiles zancadas de un atleta natural-. Pero el hecho de que el cielo encapotado no me importe no significa que no prefiera el sol -hizo una pausa, quedándose unos segundos pensativo-. Dígale a la niñera Millsby que saque a los niños hoy. Necesitarán abrigos, bufandas y guantes, pero les irá bien que les toque el sol en la cara. Llevan demasiado tiempo encerrados.
– Como todos -murmuró Miles.
Phillip chasqueó la lengua.
– Es verdad.
Miró hacia el invernadero. Debería ir a mirar la correspondencia, pero tenía que clasificar unas semillas y, sinceramente, no pasaría nada por arreglar los asuntos de la casa con Miles dentro de una hora.
– Venga -le dijo a Miles-. Ve a buscar a la niñera Millsby. Nos reuniremos en el despacho más tarde. Además, odias el invernadero.
– En esta época del año, no -respondió Miles-. El calor se agradece.
Phillip arqueó una ceja y ladeó la cabeza hacia Romney Hall.
– ¿Estás insinuando que mi casa solariega es fría?
– Todas las casas solariegas son frías.
– Eso es verdad -dijo Phillip, sonriendo.
Miles le caía muy bien. Lo había contratado hacía seis meses para que le ayudara con las montañas de papeleo y los detalles de la gestión de la pequeña finca, que parecía que criaban encima de su mesa. Era bastante bueno. Joven, pero bueno. Además, su sentido del humor ácido era más que bienvenido en una casa donde las risas brillaban por su ausencia. Los criados nunca se atreverían a bromear con Phillip y Marina… bueno, obviaba decir que Marina no se reía ni bromeaba con nadie.
A veces, Phillip se reía con los niños, pero eso era otra clase de humor y, además, casi nunca sabía qué decirles. Lo intentaba pero se sentía muy raro, demasiado grande, demasiado fuerte, si es que eso era posible. Y enseguida los echaba de su lado y los enviaba con la niñera.
Así era más fácil.
– Venga, vete -dijo Phillip, enviando a Miles a hacer lo que, posiblemente, debería hacer él. Hoy todavía no había visto a sus hijos y suponía que debería hacerlo, pero no quería arruinarles el día con algún comentario cruel que, por lo visto, no podía evitar.
Ya se reuniría con ellos mientras estuvieran de paseo con la niñera Millsby. Eso sería una buena idea porque podría enseñarles alguna planta y hablarles de ella y, así, todo sería más fácil.
Phillip entró en el invernadero y cerró la puerta, respirando el agradable aire húmedo. Había estudiado botánica en Cambridge, siendo el primero de su promoción y, en realidad, habría enfocado su vida hacia la enseñanza si su hermano mayor no hubiera muerto en la batalla de Waterloo, dejándole a él como único heredero de las tierras y caballero rural.
A veces incluso pensaba que la vida académica habría sido peor. Después de todo, habría sido el único heredero de las tierras y caballero urbano. Al menos, ahora podía seguir dedicándose a la botánica con relativa tranquilidad.
Se inclinó sobre la mesa de trabajo y examinó su último proyecto: una variedad de guisantes que estaba intentando cultivar para que crecieran más grandes en la vaina. Aunque, por ahora, nada. La última vaina no sólo se había marchitado, sino que también se había vuelto amarilla, que no era, en absoluto, el resultado deseado.
Frunció el ceño pero luego, mientras caminaba hacia el fondo del invernadero para ir a buscar más guisantes, sonrió. Si sus experimentos no daban resultado, nunca se preocupaba demasiado. En su opinión, la casualidad era la madre de la invención.
Accidentes. Todo se reducía a accidentes. Ningún científico lo admitiría, por supuesto, pero casi todos los grandes inventos de la historia se produjeron mientras el científico estaba intentando solucionar otro problema totalmente distinto.
Chasqueó la lengua mientras tiraba los guisantes marchitos a la basura. A este ritmo, a finales de año habría encontrado la cura para la gota.
“Vuelve al trabajo. Vuelve al trabajo.” Se inclinó sobre la colección de semillas y las esparció en la mesa para poder verlas bien. Necesitaba la semilla perfecta para…
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