Julia Quinn
Como casarse con un Marqués
How to marry a Marquis
Surrey, England.
Agosto de 1815.
Cuatro, más seis, más ocho, más siete, más uno, más uno, más uno; veintinueve, pongo nueve y me llevo dos…
Elizabeth Hotchkiss repasó desde el principio la columna de números por cuarta vez, consiguiendo la misma suma que las tres veces anteriores, y gruñó.
Cuando levantó la vista, tres sombríos rostros la miraban; los rostros de sus tres hermanos pequeños.
“¿Qué es eso, Lizzie?” preguntó Jane, de nueve años.
Elizabeth sonrió débilmente mientras intentaba calcular cómo conseguiría dinero suficiente para comprar combustible para calentar su pequeña cabaña ese invierno. “Nosotros, ah…, no tenemos mucho dinero, me temo.”
Susan, que sólo tenía catorce meses menos que Elizabeth, frunció el ceño. “¿Estás segura? Debemos tener algo. Cuando papá vivía, siempre…”
Elizabeth la silenció clavándole una mirada urgente. Había muchas cosas que tenían cuando su padre vivía, pero él los había abandonado sin nada a lo que asirse excepto una pequeña cuenta bancaria. Ninguna renta, ninguna propiedad. Nada, excepto recuerdos. Y esos -al menos, los que Elizabeth conservaba-no eran de los que caldeaban el corazón.
“Las cosas son diferentes ahora,” dijo con firmeza, esperando poner fin al tema. “No puedes compararlas.”
Jane hizo una mueca. “Podemos usar el dinero que Lucas ha estado guardando en su caja de soldados de juguete.”
Lucas, el único chico del clan Hotchkiss, gruñó. “¿Qué hacías fisgando en mis cosas?” Se giró hacia Elizabeth con lo que se podría denominar “una mirada hosca”, la cual no favorecía el rostro de un niño de ocho años. “¿Es que no hay privacidad en esta familia?”
“Aparentemente no,” dijo Elizabeth con tono ausente, mirando fijamente hacia los números delante de ella. Hizo algunas marcas con el lápiz, mientras intentaba idear nuevos métodos de economizar.
“¡Hermanas!” se exasperó Lucas, pareciendo excesivamente sofocado. “Estoy plagado de ellas.”
Susan miró con fijeza el libro de cuentas de Elizabeth. “¿No tenemos ni un poco de dinero? ¿Algo que podamos estirar un poco?”
“No hay nada que estirar. Gracias a Dios, la renta de la cabaña está pagada, o nos echarían a patadas.”
“¿De verdad estamos tan mal?” susurró Susan.
Elizabeth asintió. “Tenemos suficiente para el resto del mes, y después un poco más cuando reciba mi salario de Lady Danbury, y entonces…” Su voz se fue apagando y desvió la mirada, no quería que Lucas y Jane vieran las lágrimas que le escocían en los ojos. Ella los había cuidado durante cinco años, desde que tenía dieciocho. Dependían de ella para el alimento, el abrigo y, lo más importante, la estabilidad.
Jane dio un codazo a Lucas, y cuando no reaccionó, lo pellizcó en el sensible punto entre el cuello y los hombros.
“¿Qué?”, preguntó bruscamente, “eso duele.”
“ ‘ Qué ’ no es cortés”, lo corrigió Elizabeth automáticamente. “Es preferible ‘ perdón ’.”
La pequeña boca de Lucas se abrió ultrajada. “No es cortés pellizcarme como ella lo ha hecho. Y te aseguro que no voy a pedir su perdón.”
Jane puso los ojos en blanco y suspiró. “Debes recordar que sólo tiene ocho años.”
Lucas sonrió falsamente tras ella. “Tú sólo tienes nueve.”
“Siempre seré mayor que tú.”
“Sí, pero pronto yo seré más grande, y lo sentirás.”
Los labios de Elizabeth se curvaron en una agridulce sonrisa, mientras los oía discutir. Había visto la misma discusión un millón de veces antes, pero también había visto a Jane deslizarse de puntillas hasta la habitación de Lucas para darle un beso de buenas noches en la frente.
Podían no ser la típica familia -sólo estaban ellos cuatro, después de todo, y habían sido huérfanos durante años-pero el clan Hotchkiss era especial. Elizabeth se las había arreglado para mantener la familia unida desde hacía cinco años, cuando su padre falleció, y maldita fuera, si dejaba que su actual escasez de fondos los separara ahora.
Jane cruzó los brazos. “Deberías darle a Lizzie tu dinero, Lucas. No está bien que lo escondas.”
El afirmó solemnemente y abandonó la habitación, su pequeña y rubia cabeza inclinada humildemente. Elizabeth echó un vistazo a Susan y Jane. También eran rubias, y con los brillantes ojos azules de su madre. Y Elizabeth era como el resto de ellos -un pequeño ejercito rubio, sin dinero para comida.
Suspiró de nuevo y miró fija y seriamente a sus hermanas. “Voy a tener que casarme. No puedo hacer otra cosa.”
“¡Oh, no, Lizzie!” chilló Jane, saltando de su silla y prácticamente trepando por la mesa hasta el regazo de su hermana. “¡Eso no! ¡Cualquier cosa menos eso!”
Elizabeth miraba a Susan con expresión confusa, preguntándole silenciosamente si sabía porqué Jane se había puesto así. Susan sólo sacudió la cabeza y se encogió de hombros.
“No es tan malo,” dijo Elizabeth, revolviendo el pelo de Jane. “Si me caso, entonces probablemente tenga un bebe, y tú podrás ser una tiíta. ¿No sería bonito?”
“Pero la única persona que te lo ha propuesto es el hacendado Nevins. ¡Y es horrible! ¡Simplemente horrible!”
Elizabeth sonrió poco convincentemente. “Estoy segura de que podremos encontrar a alguien más, aparte del hacendado Nevins. Alguien menos, ah… horroroso.”
“No quiero vivir con él,” dijo Jane, cruzándose amotinadamente de brazos. “No quiero. Prefiero ir a un orfanato. O a una de esas horribles casas de trabajo.”
Elizabeth no la culpaba. El hacendado Nevins era viejo, gordo y mezquino. Y siempre había mirado a Elizabeth de una forma que le provocaba sudores fríos. Y la verdad sea dicha, tampoco le gustaba demasiado cómo miraba a Susan, además. O a Jane, si reflexionaba sobre ello.
No, no podía casarse con el hacendado Nevins.
Lucas regresó a la cocina trayendo una pequeña caja de metal. Se la tendió a Elizabeth. “He ahorrado una libra y cuarenta peniques,” dijo. “Pensaba utilizarlo para…” se detuvo y tragó. “No importa. Quiero que lo tengas tú. Para la familia.”
Elizabeth tomó silenciosamente la caja y miró en su interior. Allí estaban la libra y cuarenta peniques de Lucas, casi todo en peniques y medios peniques. “Lucas, cariño,” le dijo suavemente. “Estos son tus ahorros. Te ha llevado años juntar todos estos peniques.”
El labio inferior de Lucas tembló, pero de alguna manera se las arregló para enderezar su pequeño pecho hasta que quedó firme como el de uno de sus soldados de juguete. “Ahora soy el hombre de la casa. Tengo que proveer para ti.”
Elizabeth asintió solemnemente y traspasó el dinero a la caja donde ella guardaba los fondos familiares. “Muy bien. Podemos usarlo para comprar comida. Quizás quieras acompañarme a comprar la próxima semana, y puedas escoger algo que te guste.”
“Mi huerto de la cocina debe empezar a producir verduras pronto,” dijo Susan esperanzadamente. “Suficientes para alimentarnos, y, quizás sobre algo que podamos vender en la aldea o intercambiar.”
Jane empezó a retorcerse en el regazo de Elizabeth. “Por favor, dime que no has plantado más nabos. Odio los nabos.”
“Todos odiamos los nabos,” replicó Susan. “Pero son muy fáciles de cultivar.”
“Pero no tan fáciles de comer,” refunfuñó Lucas.
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