La mandaste al diablo y te pusiste en pie. No es que ya te hubieses acostumbrado a la mordida de una bala, pero no era la primera vez que te disparaban ni sería la última, así que avanzaste hasta la puerta con los dientes apretados.
Tu visión se nubló, por lo que te frotaste los ojos con los dedos índice y pulgar, lo que te permitió percatarte de que sendas lágrimas cubrían el rostro del hombre en el suelo. Sentí mucha compasión por ti cuando el escozor de haber tomado una vida amenazó con quemarte al igual que el amoníaco en el ambiente, pero lo resististe apelando al dolor de tu brazo. Ahora lo único que querías era terminar con todo aquello, ver el maldito botín y asegurarte de que no te habías ganado una cirugía de extracción sólo para confiscar un puñado de meth.
Pero al pasar por encima del cuerpo y abrir la puerta, el desconcierto hizo que todo diera vueltas de nuevo.
El olor de los químicos tóxicos fue opacado de inmediato por la fetidez de un cadáver. No había drogas ni armas en la habitación, nada qué confiscar o guardar dentro de una bolsa para evidencias.
Tan sólo un niño moribundo, mirándote recostado desde la inmundicia de un colchón.
CAPÍTULO 2
CORAZONADA
Después de aquella noche, me fue muy difícil quitarte la mirada de encima, más cuando el capitán de tu división te mandó a descansar siete días completos. Tres para que te acostumbraras a tu nueva herida, tres por haber apagado el intercomunicador y uno más por decir que el pendejo que había arruinado la operación había sido él. Que mandar a las patrullas con las sirenas encendidas estando tú de encubierto había costado la vida de un hombre y abierto una cicatriz en tu brazo izquierdo.
¡Cuánto le hubiera gustado al capitán haberte impuesto un castigo mayor! Pero me causó mucha satisfacción el comprobar que, aun tras la sarta de improperios que le escupiste en la cara, el hombre prefirió ver su ego hecho añicos por tu florido léxico a sacarte de las calles por demasiado tiempo.
Después de semejante ajetreo, lo único que te consoló al final del día fue el contundente puñetazo que le propinaste en la nariz a tu informante, junto con la dulce promesa de meterlo a prisión un buen par de décadas por traicionar la confianza de un agente.
Así que, resuelto a hacerle la vida un infierno a cualquiera que decidiera respirar el mismo aire que tú, estacionaste tu fiel coche en la jefatura de policía. La mañana, fría como una lápida y con el cielo arropado de nubes, te recibió con una incesante llovizna que no dejaba de arruinarte el calzado.
Habría sido mejor que te ciñeras un buen par de botas, pero como tu padre siempre detestó la imagen estereotipada de detective, te daba igual que el agua te pudriera los zapatos con tal de conservarla.
Las gruesas columnas blancas de la entrada te recibieron con más alegría que los hombres uniformados que se refugiaban bajo ellas, y cuando te abriste paso por el edificio como si fueras el mismísimo huracán irrumpiendo en la comisaría, las cosas no fueron distintas. Todo mundo se mantuvo con la cabeza inclinada hacia sus papeles, encogiéndose a medida que pasabas a su lado.
Aguantaste el deseo de poner los ojos en blanco, no porque anhelaras que alguien te diera los jodidos buenos días, sino porque te irritaba que todo mundo tuviese la suficiente boca para decir pestes a tus espaldas, pero muy pocos cojones para escupirte de frente.
Con el tiempo aprendí que, aunque no eras la adoración de tus compañeros de distrito y tenías el humor de un caimán, la gruesa carpeta archivada en la gaveta principal del superintendente era motivo suficiente para mantener a todos a raya; doscientos noventa casos resueltos en tus doce años de carrera —una barbaridad, siendo que cada detective del departamento lidiaba a lo mucho con siete u ocho crímenes por año—, y una sucesión de alcaldes fanáticos tanto de tu trabajo como de tu cuestionable personalidad eran los ingredientes necesarios para mantenerte en el puesto.
Así que, sin más, llegaste hasta tu lugar de trabajo, un pequeño cubículo que, si bien tenían años sin aprobar presupuesto para cambiar el destartalado escritorio, al menos estaba al lado de un ventanal que tenía una maravillosa vista al callejón de los contenedores de basura.
Bueno, tal vez el capitán sí se desquitaba de tu mal humor, pensaste.
Arrojaste tu impermeable húmedo en el perchero y te remangaste tu gabardina nueva, sin importar que las gotas de lluvia salpicaran la carpeta azul acomodada sobre tu escritorio. Era el expediente del siguiente caso por resolver y, curiosamente, el único, siendo que por lo general tenías cuatro o más esperándote cada que terminabas uno.
Te resultó extraño. No sabías si te habías acostumbrado tanto a la violencia de Nueva Orleans que una semana tranquila de trabajo te parecía un desperdicio, lo cual era preocupante, no sólo porque hablaba mucho de tu salud mental, sino porque, conforme pasaban los años, ese oficio emocionante que te mantenía aferrado a la vida parecía comenzar a volverse… rutinario.
Enredándome en los brazos del perchero, te observé dejarte caer en la silla deshilachada y encender con pereza la computadora portátil. Al alargar la mano para tomar el expediente nuevo y empezar a capturar datos, un tirón en los puntos de tu bíceps te hizo proferir una palabrota.
—Vaya, ¿quién dejó entrar el huracán?
Ni siquiera levantaste la barbilla cuando un joven alto, delgado y de uniforme impecable colocó sobre tu escritorio una taza de café no solicitado. Y cuando miraste con fastidio los dibujos de rosquillas en la pulida cerámica, el chico se encogió de hombros.
—Sin azúcar y extraamargo, para que combine con su personalidad, jefe.
—Es demasiado temprano para mandarte a la mierda, Broussard.
Tu asistente sonrió con gentileza. Desde que conseguiste el puesto de detective dejaste en claro que trabajabas mucho mejor solo, pero el capitán de tu división siempre encontraba la manera de endilgarte a alguien que aspirara al puesto de compañero, de preferencia, una persona con poca experiencia y carácter blandengue que lo único que provocaría en ti serían deseos de patearle el trasero.
Hasta ahora, siempre habías logrado hacer que todos los reclutas renunciaran a las pocas semanas, pero para tu desgracia, Malen Broussard tenía la mala costumbre de ser el único novato que hasta ahora prefería poner la taza de café sobre el escritorio en vez de vaciártela encima. Ese chico de veintipocos años, de uniforme prestado y que desde hacía más de siete meses llegaba puntual todos los días al trabajo en autobús había resultado ser inteligente, organizado y, peor aún, tremendamente paciente, lo suficiente como para soportar tus ladridos sin salir azotando la puerta, así que hasta ahora no habías logrado sacudírtelo de encima.
Siendo honestos, tampoco buscabas nuevas maneras de hacerlo. O al menos, no tanto como antes. Su presencia era casi tolerable y el café que hacía no estaba mal, además…
—Imaginé que querría ver esto a primera hora, jefe, antes de comenzar con el nuevo caso.
Malen colocó delante de ti una carpeta amarilla a reventar de papeles. Y al leer la etiqueta del borde aguantaste el deseo de maldecir, porque justamente ibas a pedirle eso: el informe forense del laboratorio clandestino.
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