Ignoraste la cara de satisfacción del chico y omitiste el “gracias” que conceden las personas decentes cuando alguien hace su trabajo, aunque tu asistente no lo echara en falta. Él también había empezado a entenderte poco a poco, después de todo.
Abriste la carpeta y un análisis completo de la morgue se desplegó frente a ti. Había un paquete de fotografías engrapado dentro de los papeles y, por unos segundos, te preguntaste si realmente estabas de humor para ver eso con el estómago vacío.
La noche en la que abriste la puerta empapada en sangre y viste a aquel niño postrado en el repugnante intento de cama, la luz ultravioleta del laboratorio clandestino volvió todo aún más macabro, puesto que sendas manchas blancas, rastros de sangre y quién sabe qué otras inmundicias, plagaban las paredes, el suelo y las mantas que envolvían a aquella criatura.
El cuarto era poco menos que un chiquero, repleto de la misma basura que el resto de la casa. El sistema de ventilación que habías visto desde afuera estaba instalado a cal y canto en las ventanas, pero las aspas giraban tan despacio que habría sido igual si hubiesen rellenado los vanos con concreto.
Te acercaste, tambaleándote, para observar a la víctima. El pequeño no debía tener más de cuatro años de edad, y la forma en la que viró la cabecita para mirarte te provocó un escalofrío. Tenía una costra rosácea cubriendo toda su mejilla derecha y los ojos casi en blanco. Tampoco se movía demasiado, apenas lo suficiente para hacerte saber que estaba consciente de tu presencia.
Miraste sobre tu hombro, hacia el cadáver del traficante, y no supiste cómo proceder. Al menos, no de la manera profesional, y eso fue lo que más te inquietó.
Alargaste la mano hacia el pecho de la criatura a sabiendas de que estabas cometiendo un error al alterar la escena del crimen, pero no te importó porque sabías bien que a ese niño no le quedaba mucho tiempo.
Lo tocaste por encima de la tela y su cuerpo se sintió tan frío que casi te hizo retraer los dedos. No podías entender que un hombre como el que yacía muerto a tus espaldas, un desgraciado que ordenó ejecuciones, traficó con mulas y que había montado un lucrativo negocio de metanfetaminas que se embolsó la mitad de los drogadictos de Dixon, había estado dispuesto a matar a un detective con tal de que no se acercaran a su hijo.
Y hasta que un paramédico se acuclilló a tu lado para colocarte una mascarilla de oxígeno, te percatase no sólo de que el mareo te había hecho deslizarte por el borde de la cama hasta sentarte en el suelo, sino que el niño ya no se movía, con los ojos ahora cerrados; había muerto frente a ti sin que hubieras podido hacer algo al respecto.
Estaba bien. Nadie había dicho que tu trabajo fuera agradable y rara vez desembocaba en heroísmo. Por lo general, sólo terminabas atestiguando una tragedia, y esa impotencia era algo a lo que nadie podía acostumbrarse.
Ni siquiera un hombre como tú.
Te masajeaste los ojos ante el desagradable recuerdo y sacaste las fotografías del sobre, dispuesto a cerrar el caso y añadir el expediente número doscientos noventa y uno a tu carpeta.
¡Oh, Hoffman! En esos momentos me habría gustado enroscarme en tus hombros para darte un apretón, pero yo sabía muy bien que nada sería suficiente para prepararte para lo que estabas por descubrir.
Las imágenes granuladas y a color te hicieron arrugar la nariz.
El rigor mortis del cadáver del niño había desaparecido, y la hinchazón en el vientre ya empezaba a notarse. La autopsia revelaba que la intoxicación por los gases letales había reventado algunos vasos sanguíneos de la garganta, lo que explicaba la mancha seca en la mejilla. La elasticidad de la piel, el conducto anal húmedo, las larvas depositadas en las cavidades…
No cabía duda. El niño que te había mirado esa noche, sobre la cama, llevaba más de tres días muerto cuando lo encontraste.
—Caray —dijo de pronto tu asistente—, no entiendo cómo es que ese hombre dejó que su hijo muriera ahogado con la droga que él mismo fabricaba, ¿ qué diablos tenía en la cabeza ese monstruo?
Ante tu tenso silencio y la manera en la que dabas vueltas una y otra vez a las fotografías, Malen carraspeó.
—¿Pasa algo, jefe?
—Si te quedaras callado un maldito segundo, lo sabría —murmuraste.
Tu asistente tan sólo alzó ambas palmas, sin tomarse a mal tu desplante. Rodaste un poco la silla para mirar hacia la ventana, tronando tus dedos frente a tu pecho. ¿Acaso estabas delirando esa noche? ¿Los gases del laboratorio, de alguna manera, te habían hecho ver y sentir cosas que no estaban allí, creer que ese niño estaba vivo cuando en realidad sólo era un cuerpo muerto? Eso explicaría la peste a cadáver, pero…
No. El amoníaco causaba desorientación, no alucinaciones, y no había forma en la que alguna droga se hubiera podido meter en tu sistema en forma de gas, pero las pruebas eran irrefutables, los análisis químicos no se equivocaban, y aun así… había algo dentro de ti, una corazonada poderosa que te decía que algo no terminaba de encajar.
Y fue entonces cuando supe que había dado con la persona correcta para enfrentarse a las sombras que amenazaban con cernirse sobre Nueva Orleans.
Te levantaste bruscamente, desestimando el nuevo caso que solicitaba tu atención al tomar el informe forense bajo tu brazo. Con un bramido, hiciste que Malen corriera detrás de tus pasos.
En cuestión de segundos, el tímido chisporroteo de las nubes se convirtió en una potente lluvia mientras salías de la estación a toda velocidad.
CAPÍTULO 3
SÍMBOLO
A pesar de la lluvia, la cinta policial todavía se sostenía con firmeza de las columnas frontales de la casa, aunque con un par de trozos ya arrancados a lo largo del barandal. Con las manos en los bolsillos, chapoteaste por el jardín del frente, ese pedazo de tierra lleno de chatarra que no tuviste el gusto de conocer la noche del altercado, hasta llegar al porche con los hombros empapados.
—Maldito impermeable de mierda —susurraste por lo bajo, insultando a la pobre prenda que habías dejado olvidada en tu oficina.
Malen te observaba desde el asiento del copiloto de tu coche, frustrado porque no le hubieras permitido bajar con el pretexto de que lo necesitabas vigilando por cualquier cosa que pudiera presentarse.
Bueno, era una mentira a medias. Al no haber pedido las llaves de la casa a la jefatura, tendrías que entrar usando métodos menos ortodoxos, y necesitabas que alguien te cuidara las espaldas.
Rompiste la perilla de la puerta de una patada. La casa era tan oscura de día como de noche ya que los vidrios habían quedado empañados por el humo de los químicos y el cigarro. El intenso olor a productos de limpieza te hizo saber que el equipo todavía no había terminado con la escena, puesto que una buena cantidad de cubetas y cepillos estaban repartidos por la sala ahora vacía.
El alivio te recorrió, porque significaba que todavía podrías encontrar aquello que tu instinto te insistía en buscar, aun cuando no estuvieras muy seguro de lo que era.
Sacaste unos guantes de látex de tu bolsillo y subiste por la escalera llena de recipientes de cloro, bicarbonato y sosa cáustica, ahora con la suficiente calma para observar el deplorable estado del edificio. Lo que más te desagradó no fueron las tuberías asomándose por pedazos roídos del techo, ni las manchas asquerosas repartidas por toda la alfombra, sino el tapiz amarillento del pasillo, con una parte decorada con dibujos infantiles hechos con lo que parecían ser crayones rojos.
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