Debo encontrar el libro de Laurele lo más pronto posible para poder largarme de aquí. Ya buscaré la forma de conseguir algo de dinero, me volveré un adivino, faquir o mendigo, ¿qué más me da? Pero necesito alejarme de estas personas, de Adam, antes de que…
Mi mano se detiene cuando empiezo a percibir un intenso olor a alcohol y putrefacción a mis espaldas. Doy media vuelta y veo a Barón Samedi encima de uno de los estantes con un grueso habano interrumpiendo su sonrisa.
—¿Qué carajos te pasa? —gruño al Loa de la Muerte. Él levanta la mano y me muestra el libro de Laurele atrapado entre sus asquerosos dedos, por lo que pongo los ojos en blanco—. Dámelo .
Samedi ladea la cabeza y lo arroja a mis pies. Con un bufido me agacho para recogerlo y sacudirle el polvo. Le lanzo una mirada amenazante, pero el muy bastardo aún sonríe como un demente.
Lo juro. Un día de éstos, cuando consiga la forma de arrancarle las almas de los bebés de Louisa y de Hoffman, voy a matar a este cabrón sin importarme las malditas consecuencias.
Le doy la espalda al Loa y voy por mi morral para largarme de aquí de una vez por todas.
Ni siquiera considero ya la idea de despedirme de Adam.
Pero antes de que dé otro paso, algo pesado y grueso me roza el brazo a gran velocidad. Estupefacto, veo cómo un enorme libro vuela contra una de las mesas.
Mi vida pasa frente a mis narices cuando éste derriba la caja de madera de Jocelyn.
—¡HIJO DE PUTA!
Me olvido del libro de Laurele y corro hacia la mesa para agacharme con el corazón desbocado. Para mi suerte, encuentro las botellas intactas gracias a la gruesa alfombra.
Giro furioso hacia Barón Samedi, pero el cabrón ha desaparecido, dejándome con el gran anhelo de arrancarle un par de dientes.
Maldigo en voz baja y me arrodillo para recoger el desastre con la esperanza de que Adam no se haya despertado con mi grito. Sostengo la botella con el líquido rojo, el que acaba de mezclar la señora Blake, y descubro que en su interior nada una pequeña esfera dorada.
Estoy a punto de acercarla a mi rostro para examinarla cuando un resplandor verdoso me hace mirar hacia el libro que me arrojó el Loa de la Muerte
—¿Pero qué…?
Dejo caer el frasco de nuevo en el tapete.
El libro desprende un fuerte olor a quemado, y su gruesa cubierta, aunque desgastada, es de un intenso color esmeralda. Pero lo más llamativo es que la tapa frontal ostenta un único símbolo que parece haber sido grabado con fuego. Un símbolo que, como una truculenta jugada del destino, termina de atarme a este lugar, a esta casa que, aun sin planos medios, aun sin hechicería… pareciera estar irremediablemente maldita.
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