Crónicas de (cuando) las aldeas
fueron perdiendo la inocencia
Crónicas de (cuando) las aldeas
fueron perdiendo la inocencia
Cástor Bóveda
ÍNDICE
A modo de preludio
El cartero
De la magia y otros avatares
Tango de invierno
Amores de cine
Tiempo de candor
Dulce despedida
Cástor Bóveda, apuntes y esbozos biográficos
Bibliografía y premios
A modo de preludio
Los relatos que emergen de las siguientes páginas tienen en común tres elementos referenciales: uno, que están ambientadas en imaginarias aldeas, como entorno del microcosmos de los personajes; dos, que aún siendo inventadas tienen como fuentes pequeñas anécdotas dimanantes de una familia —como la gran mayoría de las familias— que ha vivido la vida misma desde un minúsculo realismo con tintes surrealistas.
Los que enterramos las raíces en décadas pretéritas asumimos la aldea como una referencia geográfica y metafórica de la vida misma.
También el viaje, sea hacia Ítaca o hacia la minúscula aldehuela de nuestra infancia, es un recorrido boomerang: aldea, pueblo, ciudad, capital de comarca, gran capital y regreso al caserío. Especularmente: infancia, niñez, adolescencia, juventud, madurez, vejez, decrepitud con pañales de adulto incluidos, babeo infantiloide, etc.
Aromando estos trayectos, la panoplia familiar arroja y empapa con sus efluvios todos estos procesos. Tan misteriosos como irreales, donde el que sean sucedidos o imaginarios es lo de menos. Somos no únicamente lo que comemos, bebemos y respiramos, sino lo que se nos ha adherido a la dermis del contexto familiar pasado y presente. Evoco aquí algunos pequeños destellos.
Como el abuelo del abuelo del abuelo que buscaba gemelos en su progenie para denominarles como dos admirados personajes mitológicos de su encandilante Olimpo griego: los hijos de Leda y Zeus, gemelos aunque curiosamente uno inmortal y el otro mortal.
No obstante sucedió que la esposa (real) del ancestro tras varios intentos fallidos únicamente vino a dar a luz un muchacho. La pretensión de ponerle «Pólux Cástor» al heredero fue rechazada de plano por el clérigo bautizador de aquellas épocas quien tras investigar y consultar clérigos cercanos aceptó disponer únicamente el nombre del gemelo mortal por encontrarlo más ajustado a la terrenalidad del humano recién nacido que a las ínfulas intelectualoides del ancestro.
Así pues, en honor a la futilidad, ese nombre fue saltando y salpicando inexorablemente a algún miembro de cada una de las siguientes generaciones, llegando a mi propio padre y a mí mismo, claro está.
Pero no solamente se transfundió el apelativo sino los ramalazos de mágica locura que aportaban toques artísticos a otros personajes de la constelación aldeana de la que he resultado fiduciario. De ahí brotan las historias, los cuentos, las realidades fantaseadas.
Un tío abuelo, escritor célebre y registrado en los anales por una excelsa obra local, que tras la guerra civil se hizo opus internacional, por el exilio obligado, tuvo la costumbre de llevar siempre una nuez en el bolsillo del pantalón. Historiadores de sus trabajos y biógrafos asociaron este «tic» con una incongruente superstición asumiendo que el agnóstico erudito creía en una cábala que asociaba el fruto seco con la buena suerte. Tenía la costumbre sana de colocarla encima de la mesa y apretarla entre los dedos, cuando discutía dialécticamente con algún interlocutor beligerante.
Eduardo sufrió un ataque al corazón en un taxi que le llevaba de regreso a su hotel tras una conferencia multitudinaria como todas las suyas en tiempos de su dorada senectud. Y falleció manteniendo la nuez entre sus dedos en el lobby del hotel, aguardando la ambulancia.
Fue uno de los primos quien me contó, mientras el ataúd era depositado en la fosa pertinente, que la famosa nuez del bolsillo no constituía un ejercicio de superstición sino que era un objetivo que manoseaba en situaciones tensas. Había cogido la costumbre de despotricar en silencio contra la representación de un cerebro que en si era la nuez en vez de despotricar contra la falta de inteligencia (cerebro) de otros seres humanos que le zaherían en múltiples ocasiones. Más descerebrados cuando más elevados y molestos estaban al confrontarse con el erudito escritor. Así deduje que el apretar el fruto seco al subirse a la barca de Caronte, era como alejarse de la terrenalidad mostrando el dedo central enhiesto, a modo de despedida.
Eso era magia filosófica, familiarmente asumida y enriquecedora de historias.
Nuestra familia era así, dimanante de historias. Una tía, vecina de la capital de provincia, en aquellos años una aldea con algo más de habitantes, enfermera que fue de mucho reconocimiento en el área de los rayos X —decía que ella era la que mas conocía del interior de sus vecinos, claro— permaneció soltera hasta pasada la cincuentena. Finalmente ya madura, se casó con un patán con especial habilidad para disimular su amplia ignorancia.
No es que el cateto nos cayese mal por su desconocimiento e incultura, porque muchas ramas familiares podían ostentar tales etiquetas siendo merecedores del cariñoso aprecio por nuestra parte, dado su corazón de oro y bondad, resultando una hermosura de seres humanos.
Este patán enseguida se destacó por dos anécdotas ajenas al vivir del cuento a costa de los ingresos de la enfermera. Su viuda madre, aldeana de pura cepa, solía venir a la «capital» desde su aldea, un día a la semana para vender sus verduras y resultas de la matanza casera, en el mercado campesino.
Para eso la señora se desplazaba a pie, protegiéndose del fango de los caminos de la época con sus «zocas» de madera, claqueteando los más de quince quilómetros que separaban su minifundio de la ciudad, cargando al espinazo sus productos.
El palurdo, que impugnaba su origen pueblerino rechazando a su madre y cuasi negándola, jamás se ofreció a recogerla en el pueblo y acercarla con su carga al mercado. Un par de veces tuvo el gesto de permitirle subirse a su coche, finalizada la feria, casi a escondidas, para regresar a la mujer a la aldea.
Pero a la tercera dejó de ofrecer tal apoyo. Resulta que en la casa de sus orígenes, la madre tenía algunos animales: una vaca, el consabido gorrino para la matanza anual, numerosas gallinas y un borrico, en las cuadras habilitadas debajo de la vivienda como era habitual.
El burrito, negro y encantador cual Platero galaico, sentía la aversión del hijo desnaturalizado hacia su madre y hacia su origen, y en cuanto veía al patán llegar a la morada, levantaba a mordiscos la cancela y se dedicaba a perseguirlo tirándole tarascones a mansalva hasta que el «descastado intruso» tenía que salir corriendo por el acoso del inteligente animal. Por eso dejó de llevar a la madre que tenía que regresar al igual que a la venida, a pie.
La actitud del animalico es asimismo magia de la naturaleza, que muchos agradecíamos en nuestro fuero interno aprendiendo de ello. Así era esta familia precursora de historias aldeanas.
Un hermano de mi padre, el tío Tomás, fue en vida un reconocido pintor encumbrado por el realismo en sus imágenes, retratando personajes de alto nivel y colgando sus óleos en varios museos, edificios públicos e inmuebles de alcurnia. Este artista era un buenazo e inocente individuo apreciado por todos, con la sana costumbre de tomarse una cunquiña de albariño en las tardes habilitadas para la partida de cartas con la flor y nata de la sociedad capitalina en principio de siglo xx.
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