Se acerca a nosotros en silencio. Despacio, pasa de largo por Adam y su madre sin decir una sola palabra hasta cernirse frente a mí. Sus ojos bien abiertos me atraviesan como heladas estacas y el espíritu de una sonrisa parece dibujarse en su rostro.
—Por Dios, Adam —dice, sin apartar la vista de mí—. Sabía que tu gusto estaba empeorando, pero ¿qué diablos es esto ?
Me quedo boquiabierto mientras el tipo me señala de arriba abajo con un movimiento de su mano.
— ¿Perdone? —pregunto en voz baja, porque no sé si sentirme indignado o sorprendido ante la brusquedad del sujeto.
—¡Vaya! Tampoco parece muy listo, no en vano le han robado más de dos mil putos dólares en una tarde.
Cabrón.
La lógica me grita que no conviene enterrarle los nudillos en la cara a un policía, pero justo cuando estoy a punto de mandar al diablo el sentido común, el sujeto empieza a reír como si se le fuese la vida en ello.
—¡Pero si estoy bromeando, hombre! —la pinza de su mano se cierna sobre una de las mías, atrapándola con fuerza y agitándola de arriba abajo—. Me da gusto conocerte, muchacho. ¡Yo soy Malcolm Dallas, y estoy aquí para servirte!
La cocina, medio oculta tras un pasillo largo al fondo de la casa, está tan saturada de libros, frascos y pinturas que parece que nunca hubiésemos abandonado la sala. Inclusive el mismo tapiz rojo y extraño cubre todo el lugar, chamuscado por grasa y aceite quemados.
Aunque, al ver la estufa enterrada en más libros, algo me dice que toda esa suciedad no se debe precisamente a cocinar .
La enorme torre-chimenea ocupa un buen tramo de la pared, pero no parece tener una entrada para la leña. El calor es un poco menos estresante aquí gracias a la puerta corrediza de cristal que conduce a la terraza, y aun así…
—Me alegra que te haya gustado tu nueva mesa, nena —dice Dallas, y acaricia la coronilla de un cuervo disecado sobre el comedor abarrotado de libretas—. Valió cada centavo.
La señora Jocelyn asiente con la cabeza, impasible, mientras que Adam ha permanecido tieso como un cadáver desde que llegó el policía.
Los tres están sentados frente a mí, con el jefe en medio de los Blake; las voces de mi interior zumban despacio, alertas, mientras el hombre me mira con los ojos bien abiertos y garabatea en su pequeña libreta de bolsillo. No me ha quitado la mirada de encima durante todo lo que va de la noche, así que ahora mismo estoy con los nervios de punta.
Más allá de su desagradable personalidad, la presencia de este sujeto, a pesar de ser muy humana, casi insípida, me despierta mucha inquietud. Es como si tuviese ante mí una especie de depredador peligroso, sonriente y al acecho. Y esa mirada que me lanza no es de simple curiosidad, porque ésas las conozco bien. No, es como si me escrutara de una forma muy profunda, como si supiese que debajo de esta piel se esconde algo más que un desaliñado forastero.
—Empecemos, ¿te parece? —pregunta con una sonrisa, pero ni siquiera me da oportunidad de asentir—. ¿Cómo dices que te llamas, niño?
—Ezra.
—¿Ezra qué?
—Ezra Mason —intento responder con la mayor seguridad posible, usando el apellido que tomé prestado de un viajero inglés con quien compartí hostal en Colorado.
—¿En verdad? —pregunta, y la forma en la que ha levantado las comisuras de sus labios me da a entender que no se ha tragado la mentira—. ¿De dónde eres?
—Indiana, señor —intento que mis respuestas sean breves, porque una mentira mal sustentada podría acarrear problemas.
—¿Y qué haces tan lejos de allá? ¿No estudias o algo parecido?
Para este punto, Dallas ha posado los codos sobre la madera y ha dejado la libreta en la mesa, cosa que me provoca un desagradable calor en la espalda. Es obvio que esto no se trata del robo de dinero.
—Estoy de año sabático, voy de paso. Me gusta viajar —me encojo de hombros para verme lo más tranquilo posible, a pesar de que he empezado a sudar de forma copiosa.
—¿Y por qué pareces una niñita? Eres maricón, ¿verdad?
Vaya. Así que Malcolm Dallas es de ese tipo .
—Si se refiere a que luzco como se me da la gana sin miedo a que un tipo de hombría dudosa venga a amenazarme, entonces sí, señor Dallas, soy maricón.
El tipo entrecierra la mirada como si le hubiese escupido en la cara. Dallas no es el primer imbécil con el que he tenido que enfrentarme, así que ya estoy bastante curtido en el arte de, por lo menos, joderlos donde más les duele.
—Vaya. Sí que tienes una gran boca —dice con los dientes apretados—. ¿Entiendes que ahora mismo podría rompértela con la culata de mi pistola?
Un lado oscuro dentro de mí, que nada tiene que ver con mis voces, desea que este hombre lo haga. Que me ataque para así tener un buen motivo para reventar su cráneo contra la mesa.
Tuerzo una de las comisuras de mis labios y me inclino un poco hacia delante.
—Inténtelo.
Las venas en su cuello se le hinchan. Adam parece desesperado por decir algo, pero, en cambio, sólo tiembla como un conejo asustado sobre su silla.
De pronto, la voz insípida de la señora Blake corta la tensión como un cuchillo.
—Jefe Dallas, compórtese —ella apaga su cigarro sobre la tapa de un libro, sin molestarse en mirar al policía—. Actúa como un animal.
—¡Sólo juego con el chico, preciosa! —exclama—. Pero está bien. Lo dejaré en paz sólo porque tú me lo pides.
Puedo ver cómo él acaricia, sin ninguna discreción, el muslo de la señora Blake bajo la mesa; me sentiría enfermo de no ser porque ella no parece incómoda con ello.
De hecho, ella no parece sentir en absoluto.
—Ya basta, Dallas —dice Adam sin atreverse a levantar la mirada—. No deberías meterte con cada persona que traemos a la casa.
—Calma, hijo —replica el jefe de policía— . Sabes bien que hoy un loco se las arregló para explotar un vehículo cerca de aquí, debo estar alerta. Yo sólo quiero proteger a tu madre. Y a ti , por supuesto. Y mira, hasta te traje algo bonito.
Dallas saca un papel doblado del bolsillo de su camisa. Estira tanto la sonrisa como el brazo para dárselo a Adam, quien ni siquiera parece tener ánimos para hacer otra cosa que guardárselo en el pantalón. Después, el desagradable tipo rodea los hombros del chico con una especie de afecto paternal.
El gesto me resulta perturbador.
—¿Alguien hizo estallar un coche hoy? —pregunto—. ¿No habrá sido el mismo vagabundo que robó mi dinero?
La sonrisa de Dallas se torna rígida.
—Sí, podría ser. Los forasteros tienden a causar muchos problemas, ¿verdad?
Esta vez, ni siquiera me tomo la molestia de contestar a su provocación.
—No hace falta que me cuides —murmura Adam de pronto. El chico, incómodo, se acaricia el reloj de la muñeca, pero sin el valor de quitarse el brazo de Dallas de encima.
—¡Pero si eso ya lo sé! —exclama el policía con una carcajada—. Eres un chico fuerte y atractivo, todo un buen semental. ¿No fuiste de cacería hoy a la ciudad? ¡Hace meses que no traes una lindura al pueblo!
El chico termina por palidecer ante sus grotescas palabras, y más ante mi estupefacta mirada. No es tanto por saber que ése es el motivo por el cual iba tan bien vestido hoy, sino porque el cuadro que está frente a mí se ha vuelto insoportable: un hombre tan repugnante como Malcolm Dallas encajando sus sucias garras en los Blake, como si fuese una especie de jabalí dejando su marca.
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