Pero creo que lo más extraño no es su simbología incomprensible, sino que el flanco izquierdo de su cuerpo no exhibe más que una silueta diluida, como si el artista no hubiese terminado la obra.
Me levanto y me acerco a la pared. A ambos lados del cuadro hay montadas varias estanterías llenas de Biblias y Nuevos Testamentos de todo tipo, desde católicos hasta apócrifos, repletos de marcadores y papeles que sobresalen de los lomos.
Y con todo y la rareza de aquello, el tapiz rojo detrás de las estanterías es lo que más me llama la atención, el cual parece cubrir todas las paredes de la casa. Levanto la mano y lo acaricio con mi dedo cubierto de cuero; hace rato creí que estaba decorado con un patrón de franjas oscuras, de diversos tamaños y grosores, pero ahora entiendo que en realidad son una especie de ranuras o líneas que parecen haber sido grabadas sobre el tapiz y el concreto con alguna punta afilada.
Diría que es una decoración rarísima, pero no lo es tanto si consideramos que sólo cruzar la galería del piso superior es todo un espectáculo, porque hacia donde se mire hay soles y lunas con caras humanas, ángeles regordetes que soplan sobre calderos, dragones metidos en probetas, manos con ojos que parecen seguirte adondequiera…
Si Jocelyn Blake, madre de Adam, tiene la intención de espantar a todo aquel que tenga la osadía de permanecer aquí, seguramente lo logra. Ni qué decir del calor infernal que parece persistir en toda la casa.
Doy un suspiro y voy de vuelta a la cama, para luego recostarme y mirar hacia el alto techo de la habitación. Cuatro hombres pintados en el concreto me contemplan, uno en cada esquina. Llevan túnicas, una aureola dorada alrededor de sus cabezas y todos sostienen un libro abierto.
No sé mucho de arte, pero me da la sensación de que son el tipo de pinturas que podrías encontrarte en una iglesia y, para ser sincero, me parecen tan escalofriantes como cualquier luna con ojos.
—¡Por Dios! ¿Te preocupa beber alcohol, pero no tienes problema en fumar como una chimenea? —exclama Adam mientras entra al cuarto intempestivamente y da manotazos a su alrededor—. ¡Puaj! De haber sabido que planeabas matarte de cáncer, no te habría conseguido esa cajetilla.
Me siento sobre la cama y contesto echándole humo en la cara. Él ríe y me llama cerdo mientras aplasto el cigarro en un cenicero que he puesto sobre la colcha.
—Oye, tumor andante, mi madre pregunta si ya estás listo.
—¿Yo? Si eres tú el que se ha estado haciendo el tonto, ¡hace media hora que terminé de ducharme!
—Sí, bueno, di que nos demoramos por tu culpa, ¿de acuerdo?
En vez de contestarle, me pongo en pie y vuelvo a mirar hacia el techo, hacia las pinturas de aquellos hombres en las esquinas.
—¿Te agrada la decoración? —pregunta con un dejo de sonrisa.
—Será algo espeluznante dormir con esos tipos mirándome allá arriba.
—Esos tipos son los cuatro evangelistas bíblicos —dice—, así que dudo que les entusiasme mucho verte sin ropa —antes de que pueda replicar con sarcasmo, señala hacia mi guante marrón.—. Oye… ¿nunca te quitas eso?
La pregunta me toma desprevenido, porque es la primera vez que paso el tiempo suficiente con una persona para que perciba el detalle.
—No —respondo a la par que me rasco la nuca para ocultarlo de su vista—. Esto es…
Cierro la boca al ver que la mirada de Adam se ha clavado en mi pecho. Instantes después, desciende despacio por mi abdomen.
Cruzo los brazos frente a mí antes de que logre llegar más abajo.
—¿Qué rayos miras?
Adam reacciona con un sobresalto ante mi gruñido.
—¡Perdona, hombre! —exclama con las mejillas rojas como manzanas—. Es que te juro que en la librería no dudé ni un segundo de que fueses mujer. Me cuesta creer que no lo seas, eres tan… peculiar.
—Oye, no soy un maldito fenó…
—En verdad —interrumpe—, me alegra mucho que hayas decidido quedarte.
Enmudezco. No sé qué me pone más nervioso: comprobar que Adam ha heredado la poca sutileza de su madre o la forma en la que ha desviado la mirada hacia la pared al decir la última frase.
Carajo. Justo cuando empezaba a simpatizarme.
—Bueno —dice con una sonrisa, como si nada cuestionable hubiese sucedido—. Bajemos de una vez. Ya son casi las ocho y el jefe de policía no tardará en llegar a tomar tu declaración.
Al escuchar “jefe de policía” dejo el incómodo asunto en segundo plano. A estas alturas las autoridades de Nueva Orleans no deberían estar buscándome, al menos no para arrestarme pero, aun así, con la pésima suerte que tengo con los policías —pregúntenle al buen Hoffman—, preferiría no estar cerca de alguno de ellos.
Pero supongo que ahora mismo no tengo opción.
Resignado y con la única protección del nombre falso de mi lado, salimos de la habitación y nos dirigimos hacia la escalera.
En la segunda planta de la casa sólo hay cuatro habitaciones: la de invitados, situada a uno de los extremos del pasillo y tapizada con una alfombra roja; las habitaciones de Adam y de su madre, a lo largo del corredor; y, finalmente, una puerta al fondo que ha llamado mi atención por el grueso candado que la asegura.
Un relámpago retumba a lo lejos, por lo que bajamos deprisa por la escalera para encontrarnos con la señora Blake, sentada en el único sillón de la sala.
A pesar de que el calor es considerable, ella viste un atuendo negro hasta el cuello y exhibe la misma expresión neutral que parece ser su sello personal.
—Buenas noches, señora Blake —digo.
Ella vuelve la cabeza hacia nosotros casi de forma mecánica, como si hubiese estado absorta en algún pensamiento, e inclina la barbilla a modo de respuesta.
Adam está serio como una tumba, y el silencio se vuelve tan denso que, de no ser porque la veo frente a mí, juraría que la señora Blake ni siquiera está en la sala.
Es hasta incómodo lo poco que destaca su presencia.
—¿No te molesta estar aquí, Ezra? —la repentina pregunta de la mujer me hace respingar, y su tono de voz ha sido tan plano que incluso me ha costado percibir que me ha hecho una pregunta.
—Eh, no, para nada, señora Blake —miento—. Creo que su casa es muy… interesante .
—Me alegro. Casi todos los huéspedes que tenemos salen de aquí con el gesto torcido —dice—. Y, al parecer, la ropa que te hemos ofrecido también te ha ceñido a la medida, aunque tienes amplia la cadera y una cintura demasiado estrecha para ser de varón. ¿Tomas hormonas? ¿Piensas cambiar de sexo?
—No, señora —respondo con torpeza, incapaz de ocultar la profunda incomodidad que me ha causado su comentario—. Soy así por… genética.
—Ah, ya veo. Qué interesante rasgo corporal.
Una densa gota de sudor me recorre la espalda, porque ya no sé qué me incomoda más de la madre de Adam: las cosas que dice o la forma en la que las dice, tan metódica y formal, más como un estereotipo científico que otra cosa.
La aplastante tensión es disipada por unos pesados nudillos que golpean con fuerza la puerta principal de la casa. La señora Blake, a pesar de la urgencia del llamado, se toma su tiempo para levantarse e ir hacia la entrada. Y ni hablar de la lentitud con la que abre los tres gruesos pasadores de hierro que protegen la puerta.
Una alarma se enciende en mi interior al ver al hombre que entra en la casa, quien parece pisar con deliberada pesadez. Es alto, delgado y lleva la barba rasurada sobre su cuadrada mandíbula. El uniforme luce impecable, la pistola se engancha al cinturón, tiene los ojos azules y el cabello muy rubio cortado a la usanza militar; más que el jefe de policía de un pueblo perdido en el desierto montañoso de Utah, este hombre parece un soldado listo para ponerte una bala entre los ojos.
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