—Bueno, al menos, si te deshidratas, tu cactus te salvará de ésta —ella se encogió en el colchón, abochornada.
—Eso de que los cactus son una fuente de agua potable es mentira —gruñó—. A lo mucho, te beberás su baba y lo único que contraerás será una fuerte diarrea. Y créeme, en el desierto eso es lo último que deseas. Recolecta rocío por las noches, envuelve plantas desérticas con una bolsa o tela, cava cerca de donde veas algún círculo de arbustos y espera a que los agujeros se llenen de agua. Eso te ayudará a sobrevivir.
Sonreí sin miedo a demostrarle dulzura. Johanna a veces se escondía detrás de su inteligencia cuando no sabía bien cómo expresar lo que sentía.
—Vaya —murmuré—. Me pregunto cuándo vas a sacar el sombrero vaquero, ¿o lo escondes bajo ese nido al que llamas pelo?
—¡Mira quién lo dice, estropajo con patas!
Me soltó un puñetazo, y pronto nos vimos riéndonos como un par de idiotas. Momentos después nos calmamos, y yo comencé a hablar sobre aquel campo de refugiados al que alguna vez me vi obligado a llamar hogar.
Y en ese momento, fue el turno de Johanna para sostener mi mano.
Dos días enteros transcurrieron antes de llegar a Stonefall y, para entonces, ya no soy más que un manojo de hambre, cansancio y paranoia, así que ver aquel letrero gigante con el nombre del lugar me hace sentir como si hubiese llegado a las puertas del paraíso.
Un paraíso muy caluroso y polvoriento porque, aunque no me gusta estereotipar, la planta rodadora que anda por allá, a lo lejos, tampoco ayuda mucho a desmentirme.
El pueblo es atravesado por una carretera que funge como avenida principal, con negocios que van desde tiendas de souvenirs hasta artesanías amerindias y objetos western . Letreros antiguos de madera cuelgan en la entrada de cada local, y a pesar de que hay muchos árboles que ni a base de milagros crecerían en el desierto, aún conserva ese fuerte aire a viejo oeste que parece persistir en toda esta región de Utah.
Vuelvo a dar un segundo vistazo a la avenida y alcanzo a distinguir una librería, la aguja de una iglesia mormona *y, detrás de los negocios, las casas de los pueblerinos. Pero ¿dónde diablos hay una maldita…?
Al ver el letrero de una gasolinera en una esquina a lo lejos, casi me pongo a llorar de alegría, porque eso significa que junto debe haber una tienda de víveres.
Pero antes de adentrarme en las entrañas de esta tierra prometida, me tomo unos segundos para sentir todo lo que hay a mi alrededor con el fin de buscar una sola cosa: errantes.
La primera vez que detecté a un Atrapasueños durante mi travesía por el país fue en un pequeño pueblo en la frontera del estado de Nuevo México. Recuerdo que sentí un fuerte retortijón en el estómago; no sólo me hallaba frente a la fascinante idea de encontrar a más seres como mi familia y descubrir quiénes eran, a qué se dedicaban y qué ancestros tenían, sino que el primer instinto de un errante, independientemente de si perteneces o no a su tribu, es acogerte, por lo que una seguridad natural me invadió de inmediato al sentirlos allí, como cuando sabes que tienes parientes en una ciudad desconocida para ti.
Sin embargo, entonces bastó un simple murmullo de las voces que cargo dentro para convencerme de que aquélla era una pésima idea. No sólo existía la posibilidad de que mi familia conociese a esta tribu y que hubiera alertado a otras sobre mi desaparición, sino que era bastante probable que mi presencia ahí no trajese más que tragedias a unos hermanos errantes que nada tenían que ver con mis problemas.
Supe de inmediato que lo mejor que podía hacer en ese pueblo fronterizo, tanto por ellos como por mí, era evadirlos. Así que siempre que llego a alguna localidad poblada, me tomo el tiempo de descubrir si hay errantes antes de adentrarme en ella.
Además de que mis sentidos se han vuelto más sensibles que nunca, los seres de mi especie tienen una presencia importante, así que es fácil percibirlos cuando están cerca. Por mi parte, sé que mi olor no es muy distinguible para otros de mi raza por mi falta de ancestro —insisto, el monstruo de hueso no es un ancestro—, lo que ayuda a que sea indetectable en primera instancia, pero mi apariencia sí que puede delatarme.
Por suerte, ahora no parece haber ningún errante en los alrededores.
Me adentro en el pueblo, consciente de que, aunque la calle esté casi vacía, precisamente por ello es probable que llame la atención de todo aquel que se cruce en mi camino. Lo único en mí que parece seguir en un estado más o menos decente son mis botas de montaña, porque todas mis prendas están tan sucias y rotas que parecen haber sido sacadas directo del basural. También debo oler como a ardilla muerta y eso, sumado a los moretones todavía visibles en mi piel y la larga herida que tengo en el brazo, de seguro va a hacer que la gente de aquí me mire con aprensión. Y como lo último que quiero ahora son problemas, trataré de hallar la forma de abastecerme rápido y de salir de este pueblo sin apenas ser visto.
Mi entrada a la tienda de la gasolinera es anunciada por una campanilla, por lo que el hombre de la caja levanta la vista de inmediato.
—¡Qué tal, buenos…! —la sonrisa se le borra de inmediato al reparar en mi “agradable” aspecto, así que, sin perder tiempo, me echo a los brazos un mapa, tres sándwiches empaquetados, una bolsa grande de papas fritas, una enorme botella de agua bien helada y un desodorante; todo bajo la recelosa mirada del dependiente.
Pongo todo frente al hombre, quien muy apenas levanta la barbilla cuando comienza a pasar las cosas por la registradora para luego colocarlas dentro de una bolsa de papel. Es en ese maravilloso momento de tensión que miro hacia sus espaldas, hacia el exhibidor de cigarrillos. Muero por un par de cajetillas, pero como seguramente este hombre va a pedir ver mi identificación, cosa que por supuesto ya no poseo, opto por aguantar las ganas mientras fantaseo en fumarme una rama más tarde.
De pronto reparo en el calendario que cuelga de la pared. Al mirar la fecha del día parpadeo una y otra vez, confundido.
—Eh… disculpe —pregunto por fin—, ¿ese calendario está al día?
El hombre mira a sus espaldas un segundo para luego asentir con las cejas apretadas.
Agosto.
Me quedo lívido, sin poder respirar, porque allí dice que es domingo 4 de agosto, y estoy segurísimo de que todavía estábamos en julio en el momento en el que salté al río… hace apenas dos días.
—¡Oiga! He dicho catorce dólares. Si no tiene para pagar, mejor váyase de una vez —la perturbada voz del dependiente me sobresalta; estaba tan desconcertado que no me di cuenta de que me llamaba.
Saco unos cuantos billetes de mi morral y los arrojo al mostrador sin siquiera esperar cambio. Tomo la bolsa de papel entre mis brazos y salgo de la tienda a grandes zancadas.
En medio de la calle, bajo el ardiente sol de verano, extiendo el mapa y lo manipulo y giro durante casi cinco minutos hasta que por fin puedo encontrar la ubicación del pueblo.
Un escalofrío me recorre por la espalda, porque no sólo han pasado seis días completos sin apenas percibirlo, sino que Stonefall queda a más de doscientos kilómetros del motel de donde fui echado la otra noche.
No, ¡es imposible! Por más veloz que fuese la corriente de ese río, no pude haber viajado tanto en tan poco tiempo, ¿qué diablos está…?
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