Graciela Queirolo - Camino al ejercicio profesional

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Este libro revisa la historia de algunas profesiones para los casos argentino y chileno. Se analiza cómo algunas profesiones, en rigor, se definían como la extensión formal de tareas de cuidado que histórica y naturalmente se les atribuían a las mujeres como propias, por ejemplo, las de enfermeras, parteras o asistentes sociales, y cómo las médicas se apropiaron de esas concepciones para trazar sus carreras políticas. Asimismo se describen profesiones que exploran nuevos caminos como los emprendidos por maestras, escritoras y editoras, vendedoras o secretarias del comercio urbano establecido. Finalmente, se auscultan las trayectorias laborales de los trabajadores ferroviarios y de los choferes y los encargados de casas, todos ellos empeñados en poner en valor sus particulares ocupaciones.

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En efecto, en 1924, el sistema de atención domiciliaria de partos se extendió a toda la ciudad. Para acceder a esta posibilidad, se pretendía que la mujer embarazada concurriera previamente a consultorios externos para evaluar su condición y asegurar que la evolución del embarazo fuera normal y pudiera incorporarse a la asistencia ambulatoria, para luego parir en su hogar. Es decir, el sistema combinaba un servicio de profilaxis del embarazo con otro de atención de partos. Los casos de este tipo eran asistidos de manera domiciliaria mientras se mantuvieran sin complicaciones. Ese parto era atendido por una partera a la que la Asistencia Pública reconocía, a la que le pagaba per cápita y con tarifa diferenciada según se tratara de una primípara o de una multípara y del tipo de parto, distócico o no (Pérez, 1928, p. 6). Es decir, el cálculo para abonar honorarios de las profesionales se efectuaba según el tiempo y la complejidad del caso. En caso de distocia, la partera debía acelerar el traslado al hospital o procurar la rápida presencia del médico obstetra de turno en la sección.

Inicialmente, las parteras agremiadas en la Asociación Obstétrica Argentina fueron activas promotoras del servicio de asistencia a domicilio centralizado por la municipalidad. Los obstetras que lo promovían, en general directores de maternidades de la ciudad, eran cercanos a la AON, tenían diálogo frecuente con esa organización y lo habían difundido entre miembros para que alentaran a sus socias a ocupar los puestos que la Asistencia Pública ofrecía. Las parteras consideraban que el esquema era necesario y no abandonaron la posibilidad de integrarse al sistema, difundiendo la iniciativa entre sus socias y acompañando a sus colegas obstetras en la promoción del proyecto.

La atención domiciliaria tuvo una gran recepción; ayudó a complementar la asistencia que los hospitales porteños no podían proveer y a ocuparse de las urgencias o de las mujeres que se mantenían renuentes a atenderse en un hospital. Si bien el conjunto de las maternidades municipales estaba en aumento, el número de partos atendidos de manera sostenida no cubría la totalidad de los nacimientos. En el momento en que se dictó la norma de servicio domiciliario de partos, las maternidades porteñas tenían en su conjunto 548 camas para asistir 7.480 partos anuales, aproximadamente 62 por mes en cada institución. El número de partos atendidos con el servicio domiciliario creció en los años inmediatamente posteriores a su creación, y alcanzó su máxima expansión en 1929, para luego comenzar a descender (Ibíd., p. 7).

Para algunos obstetras, este modo de parto domiciliario inaugurado por la Asistencia Pública debía ser complementario y marginal dentro de las opciones de atención, pero para otros era el horizonte al que la obstetricia debía aspirar. Quienes se inclinaban por la segunda opción, los partos normales podían y debían tender a ser asistidos en el domicilio, para dejar los casos complicados en la esfera de la institución. Esto beneficiaba las finanzas públicas pues, según algunos médicos, los partos atendidos por parteras en domicilio eran decididamente más económicos, casi 50 % menos onerosos que los efectuados en los hospitales (Ibíd., p. 6). Esto tenía que ver con la baja remuneración que las parteras recibían en relación con los médicos y con la noción más bien conservadora que indicaba que el parto normal era un proceso fisiológico que había que saber monitorear y acompañar. Sin embargo, el horizonte era universalizar el hospital o el sanatorio como el lugar donde parir, línea en la que se inscribirían los obstetras que dirigieron las maternidades más desarrolladas técnicamente y con mayor número de camas, como Alberto Peralta Ramos y, en menor medida, Josué Berutti. Finalmente, la tendencia fue en el último sentido y el desarrollo del equipamiento urbano respondió al criterio generalizado del parto hospitalizado, pero no impidió que hubiera un período de convivencia entre diferentes modos de atender los partos.

Las salas de maternidad terminaron por imponerse en el criterio de atención. El desarrollo de ellas en los hospitales porteños fue de especial relevancia para que se incorporaran a la cotidianidad de la obstetricia técnicas de incumbencia médica y para expandir esas atribuciones. Las salas de hospital eran el lugar para desarrollar e incorporar métodos y modalidades como los dispositivos mecánicos para facilitar el parto, camas especiales, algunos cabestrillos que facilitaban el esfuerzo de las mujeres en la etapa expulsiva y técnicas ya conocidas, pero poco frecuentadas para acelerar el parto artificial. Los hospitales eran los lugares donde se ponían a prueba muchas de las nuevas técnicas y los espacios preferidos por los maestros de obstetricia para incorporarlas y difundirlas. La institución lograría instalarse como un lugar seguro y con capacidad de dar respuesta a diferentes situaciones que se podían producir alrededor del parto, como un espacio con recursos técnicos y humanos suficientes y calificados para resolver de manera eficiente cualquier situación del parto. Esta noción colaboró a fijar la idea que circulaba entre algunos obstetras acerca de que el parto exclusivamente fisiológico no era necesariamente el más frecuente, pues el parto normal o “rigurosamente fisiológico” se consideraba casi imposible, por lo que la mano del médico era inevitable y la institucionalización, forzosa (Berutti, 1933, p. 417).

A pesar de que en muchos sentidos el discurso médico acerca de la higiene y la medicalización del parto había sido exitoso dentro del gremio de las parteras, eso no resultó una razón suficiente para que mantuvieran un lugar más acomodado y gravitante en la atención de los nacimientos. Las parteras, en particular las enroladas en la Asociación Obstétrica Nacional que habían abrazado las indicaciones de la medicina moderna y que lograron establecer una suerte de sociedad con los médicos, principales voceros de las novedades científicas y cada vez más reconocidos por sus pacientes, solían demostrar su incómoda posición. Por un lado, afirmaban que seguían disputando el parto con falsas parteras o falsas diplomadas, un fenómeno que se extendió hasta muy avanzada la década del 40; por otro, compartían con sus colegas obstetras una parte importante de sus clientes. A esto se agregaban el crecimiento de las salas de maternidad y maternidades en la ciudad y la positiva recepción de las mujeres a parir en el hospital.

El gremio de las parteras visualizó la situación y no tardó en advertir que la competencia era cada vez más desigual y que sus posibilidades laborales se achicaban. Buscaron modos compensatorios que pudieran garantizar el trabajo de sus pares y demandaron que el Estado se retirara de ciertas áreas de atención. Entre las primeras estrategias, el gremio intentó definir una regla capaz de garantizarles o reservarles a sus colegas la exclusividad de una parte de la atención de los partos que les permitiera continuar su trabajo “por la libre”, es decir, a quienes ejercían el oficio de modo privado en el mercado del parto. Desde mediados de los años 20 y en varias oportunidades con posterioridad, solicitaron a las autoridades porteñas, a la Asistencia Pública y a las autoridades de la Facultad de Medicina, que impidieran a las colegas contratadas por las maternidades atender partos privados. De este modo, intentaban eliminar una parte de la competencia dentro del propio rubro, entre parteras. La requisitoria de la AON fue rechazada por el municipio porteño y durante toda la década del 20 el gremio de parteras insistió sobre este asunto sin éxito. Los argumentos en contra afirmaban que las contratadas por el municipio tenían exiguos salarios y no podía prohibírseles trabajar fuera del hospital (Asociación Obstétrica Nacional (AON), 1922, ff. 131 a 135).

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