1 ...6 7 8 10 11 12 ...16 En la visión de las parteras agremiadas, las colegas contratadas por las maternidades gozaban de beneficios extras: tenían un salario fijo y estable y contaban con casa y comida, pues eran internas del hospital y residían allí gran parte de la semana. Este sistema se superponía con otra práctica muy usual en los hospitales porteños, que consistía en contratar personal que se definía como “agregado” para completar las necesidades de la institución, pues no siempre alcanzaba con una o dos parteras internas, para cumplir con la regular demanda de una maternidad de la ciudad. Según el censo municipal de 1926, los hospitales porteños en su conjunto empleaban de manera asalariada a 23 parteras, pero mantenían contratadas a 16 parteras más, a las que se les pagaba por cada parto atendido. Estas eran “agregadas” a los hospitales o parteras que asistían a mujeres fuera de la institución, en el domicilio3 (Argentina, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1928, pp. 99-110). En los años posteriores, esta situación se agravó y la contratación de parteras agregadas se extendió de diversas maneras, para cumplir con la atención en domicilio, como complemento en las salas de maternidad y afectadas a otras funciones del servicio social de los hospitales. Por otro lado, las instituciones podían apelar a las alumnas de obstetricia de la Facultad de Medicina como practicantes y ayudantes en las salas; esto aliviaba el trabajo y las finanzas del hospital.
Nuevos perfiles y nuevas estrategias
El esquema de atención del parto que se impuso entre los años 20 y los 40 modificó la actuación de las parteras en términos materiales y simbólicos y con esto, las estrategias que disponía el gremio para sostener la actividad. A principios del período, el menú de opciones había tenido entre sus fórmulas exigir a las autoridades algún mecanismo regulatorio que alcanzara a las beneficiadas por contratos con las maternidades o que limitara la cobertura del Estado sobre los casos que los y las miembros del gremio pudieran cubrir “por la libre”. Subsistía una idea entre las parteras, inviable, acerca de la posibilidad de ser las únicas legítimas hacedoras de los partos normales y celebrados en “público”, es decir, la atención realizada a la clientela particular que las contrataba. Una vez institucionalizados los nacimientos, las parteras organizadas a través de la AON no buscaron en los hospitales y maternidades mejores posiciones y espacios dentro de la obstetricia, sino que, por el contrario, mantuvieron la expectativa acerca de mantenerse en su posición de parteras libres como de profesionales liberales de modo similar al de los colegas médicos.
Las parteras, que con frecuencia habían sido el nexo entre la madre y el médico, se encontraban ahora en la situación contraria: dependían en mucho de la recomendación de los profesionales para ingresar a la escena del parto. En la década del 40, tenían de un lado los hospitales y maternidades, y del otro, la recomendación de sus antiguos socios:
Es ya costumbre que se ha arraigado mucho, y muy observada en miles y miles de casos, que muchos profesionales aconsejen al público de la clase media y buena internarse en los hospitales, recomendando muchísimas personas que estarían dispuestas a tener en su hogar una competente partera; pero tras el consejo del facultativo de confianza, desisten de esa idea y se internan en un sanatorio o en una maternidad, privándose así de la asistencia domiciliaria y de la consiguiente intervención de ellos mismos en caso necesario, privándonos de muchos partos. Es necesario que el médico sea nuestro amigo, nuestro protector y nos ayude a conquistar la confianza del público y no a alejarnos, como lo están haciendo (de Cenícola, 1939, p. 15).
Insistir en replantear la relación con sus antiguos socios era una estrategia que permite más de una lectura. Por un lado, era producto residual de un vínculo tradicional que médicos y parteras habían sostenido por varias décadas y que tuvo momentos de beneficio mutuo. Por otro lado, resultaba de las posibilidades concretas y efectivas de las parteras, que tenían a los médicos como los interlocutores más cercanos. En la ciudad de Buenos Aires el escenario de la atención de la salud se había ampliado: existían instituciones de diferente tipo de nivel y gestión y algunas formas de prestación de la salud de tipo privado o empresarial. Los interlocutores para el gremio de parteras tendían a ampliarse y se ampliarían aún más en los años siguientes, y la capacidad de reacción de los organismos de representación no siempre era rápida. Además, en el diálogo con el Estado los resultados no habían sido favorables; a pesar de la continuidad de los reclamos, las parteras mantenían cierto nivel de inestabilidad laboral, no tenían puestos asegurados en los espacios estatales de atención y la relación contractual con las instituciones no era clara ni uniforme.
Otras razones de orden específico alentaron a las parteras a insistir en recuperar los espacios que tradicionalmente habían ocupado. En primer lugar, las parteras seguían observando un nicho disponible en la ciudad que les permitía especular con recuperar su lugar como las parteras de las clases medias y acomodadas, que preferían parir en la privacidad del hogar. En ese sector resistente al hospital pretendieron instalarse con la mayor exclusividad posible, apelando a su tradicional rol de haber sido las primeras agentes de confianza de la mujer encinta, aunque ahora con la intermediación del médico obstetra. En segundo lugar, las parteras agremiadas continuaban considerándose, por sobre todo, profesionales liberales capaces de ofrecer su trabajo de manera libre.
Sin embargo, en la década del 40, el perfil de la partera independiente ya no podía ser el horizonte de la mayoría de ellas, y dentro del gremio se desarrolló una percepción crítica del cambio en varias dimensiones, que decantó en nuevas expresiones asociativas con un perfil gremial definido. Con más claridad que en los momentos previos a los reclamos por el mejoramiento de las condiciones de trabajo, se sumaron las reivindicaciones del oficio y de su jerarquización. Esto era factible sobre todo en la ciudad de Buenos Aires pues, como las propias parteras reconocían, allí el desarrollo de las maternidades había sido sostenido y se convertía en la fuente de trabajo principal para muchas de ellas. Por otra parte, era donde se verificaban de manera palpable los cambios en la organización del trabajo para atender el parto, ya que en las instituciones el rol de las parteras tal como había sido previsto por la obstetricia, subordinado a las directivas médicas, era una realidad cotidiana.
Las demandas específicas por las condiciones de trabajo que las parteras de las maternidades municipales sufrían, se multiplicaron. Los reclamos puntuales se centraron en el problema de las ad honorem y del exceso de horas de trabajo, y en las guardias demasiado extensas (Svetliza, 1940, pp. 19-20). El intendente porteño, el Concejo Deliberante e incluso el Congreso de la Nación fueron los interlocutores elegidos por las parteras. Existían regulaciones muy laxas respecto de los horarios de trabajo y de las guardias, que podían ser de más de 24 horas. Esto comprometía el trabajo externo al hospital que las trabajadoras pudieran ofrecer y, por primera vez, las parteras se compararon con otras mujeres a la hora de exigir mejores condiciones para su labor; se afirmaron mediante la invocación de los derechos que las obreras tenían: jornadas de trabajo limitadas, sábado inglés, feriados y fines de semana (Ibíd., p. 20).
Por otro lado, el perfil de las parteras se había diversificado y despuntaba una nueva generación, integrada por mujeres jóvenes recientemente graduadas que ocupaban lugares en los hospitales y maternidades, y que no estaban igualmente interesadas o no habían tenido las mismas posibilidades que sus antecesoras en la atención privada. Las parteras más tradicionales mantenían una mirada suspicaz sobre estas jóvenes que ocupaban lugares en los hospitales como agregadas o ad honorem. Finalmente, se generó una situación de enfrentamiento y las parteras de los hospitales pusieron en cuestión la capacidad de sus colegas, adjudicaron a los partos provenientes de “la ciudad”, es decir, a los iniciados y/o atendidos fuera del hospital, los principales índices de distocias (Casas, 1942, p. 2). Se trató de una cuestión que no alcanzó mayores dimensiones y fue resuelta rápidamente por la dirigencia del gremio, pero fue un signo notable de la diversificación de intereses entre las obstétricas. Nuevas maneras de ejercer la profesión tendían a imponerse y cualquier organización que pretendiera unificar la representación de las parteras debía tener en cuenta una variedad de situaciones que no estaban instaladas entre las tradicionales reivindicaciones del colectivo.
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