John Grisham - El profesional

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El profesional. RICK DO CKERY es un mediocre jugador de fútbol americano, quien en el ocaso de su carrera sigue marcado por ser el culpable del peor fiasco en la historia de su equipo. Harto de las mofas de la prensa, cuando recibe la oferta de un equipo italiano no duda en poner rumbo a Parma; al principio le cuesta adaptarse, pero poco a poco le coge el gusto al estilo de vida italiana, y ser la estrella indiscutible de su equipo no está nada mal. Cuando topa con una inquieta estudiante estadounidense ya no tendrá motivo alguno para regresar a su país.

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John Grisham El profesional Título original Playing for Pizza 2009 Laura - фото 1

John Grisham

El profesional

Título original: Playing for Pizza.

© 2009, Laura Martín de Dios, por la traducción.

Este libro se lo dedico a mi viejo editor, Stephen Rubin,

un gran amante de todo lo italiano:

la ópera, la gastronomía, el vino, la moda, la lengua

y la cultura. Del fútbol americano, tal vez no.

1

Era una cama de hospital, eso parecía claro, aunque a veces la certeza iba y venía. Era estrecha, dura y tenía unos relucientes barrotes metálicos alzados a los lados a modo de rejas, para que no escapara. Las sábanas eran lisas y muy blancas. De hospital. La habitación estaba a oscuras, pero la luz del sol intentaba colarse a través de las lamas que cubrían la ventana.

Volvió a cerrar los ojos. Incluso hacer eso le dolía. Los abrió de nuevo y durante un largo y silencioso minuto consiguió apartar la vista de las lamas y concentrarse en su pequeño y borroso mundo. Estaba tumbado de espaldas e inmovilizado por unas sábanas remetidas con firmeza bajo el colchón. Se fijó en un tubito que colgaba a su izquierda. Llegaba hasta su mano y luego desaparecía por detrás. Oyó una voz lejana, en el pasillo. A continuación, cometió el error de intentar moverse, solo quería recolocar ligeramente la cabeza, pero fue peor el remedio que la enfermedad: un dolor punzante le atravesó el cráneo y el cuello y soltó un quejido.

– Rick, ¿estás despierto?

La voz, a la que de inmediato le siguió un rostro, le sonaba. Arnie estaba respirándole en la cara.

– ¿Arnie? -lo llamó, con voz ronca y débil. Tragó saliva.

– Sí, soy yo, Rick. Gracias a Dios que te has despertado.

Arnie, el agente, siempre al pie del cañón cuando se le necesitaba.

– ¿Dónde estoy, Arnie?

– Estás en el hospital, Rick.

– Eso ya lo sé, pero ¿por qué?

– ¿Cuánto hace que estás despierto?

Arnie encontró un interruptor y se encendió una luz junto a la cama.

– No lo sé. Unos minutos.

– ¿Cómo te sientes?

– Como si alguien me hubiera aplastado la cabeza.

– Por poco. Te pondrás bien, confía en mí.

Confía en mí, confía en mí. ¿Cuántas veces le había pedido Arnie que confiara en él? Lo cierto era que jamás había llegado a confiar en Arnie por completo y no había ninguna razón convincente para empezar a hacerlo en esos momentos. ¿Qué sabía Arnie sobre traumas craneales o cualquier otro golpe definitivo que pudieran haberle infligido?

Rick cerró los ojos y respiró hondo.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, con un hilo de voz.

Arnie vaciló y se pasó una mano por la calva. Consultó la hora, las cuatro de la tarde, así que su cliente había permanecido inconsciente cerca de veinticuatro horas. No lo suficiente, pensó apenado.

– ¿Qué es lo último que recuerdas? -preguntó Arnie, apoyando los codos con cuidado sobre las barras laterales e inclinándose hacia delante.

– Recuerdo a Bannister viniendo hacia mí -contestó Rick, tras un breve silencio.

Arnie se pasó la lengua por los labios antes de contestar.

– No, Rick. Esa fue la segunda conmoción cerebral, la de hace dos años, en Dallas, cuando estabas con los Cowboys.

Rick lanzó un gruñido al recordarlo. Tampoco era un buen recuerdo para Arnie: su cliente estaba agachado en cuclillas en la línea de banda mirando a cierta animadora cuando la jugada que estaba desarrollándose en el campo se desvió hacia él y Rick, que no llevaba puesto el casco, fue arrollado por una tonelada de cuerpos en pleno vuelo. Los de Dallas se deshicieron de él al cabo de dos semanas y encontraron a otro quarterback de tercer equipo.

– Rick, el año pasado estabas en Seattle y ahora estás en Cleveland, con los Browns, ¿lo recuerdas?

Rick lo recordó y el quejido fue aún más hondo.

– ¿Qué día es hoy? -preguntó, con los ojos abiertos.

– Lunes. El partido se jugó ayer. ¿No recuerdas nada? -Arnie se mordió la lengua para no añadir que, por el bien de Rick, eso sería lo mejor-. Iré a buscar a una enfermera. Estaban esperando a que te despertaras.

– Todavía no, Arnie. No te vayas. ¿Qué ocurrió?

– Lanzaste un pase y luego te placaron. Purcell cargó por el lado débil y te arrancó la cabeza. No lo viste venir.

– ¿Qué hacía yo en el campo?

Bueno, magnífica pregunta, la misma que había desatado la controversia en todos los programas de las emisoras deportivas de Cleveland y el Medio Oeste. ¿Qué hacía él en el campo? ¿Qué hacía él en el equipo? ¿De dónde cono había salido?

– Ya hablaremos luego de eso -dijo Arnie.

Rick estaba demasiado débil para protestar. Con gran reticencia, su dañado cerebro empezaba a funcionar lentamente tratando de sacudirse el coma de encima y despejarse. Los Browns. El estadio de los Browns, una gélida tarde de domingo, ante una asistencia de público que había batido récords. Las finales, no, más que eso: el título de la AFC.

El terreno estaba helado, duro como el cemento e igual de frío.

En la habitación había una enfermera.

– Creo que está empezando a reaccionar -le informó Arnie.

– Pues qué bien -contestó ella, con poco entusiasmo-. Iré a buscar al médico -añadió, aún menos entusiasmada.

Sin mover la cabeza, Rick la vio salir. Arnie hizo crujir los nudillos, preparándose para partir.

– Oye, Rick, tengo que irme.

– Claro, Arnie. Gracias.

– De nada. Escucha, no hay otra manera de decirte esto, así que seré sincero: los Browns han llamado esta mañana, Wacker, y, bueno… te han cortado.

Los cortes de final de temporada casi se habían convertido en un ritual anual.

– Lo siento -dijo Arnie, aunque solo porque se sintió obligado a hacerlo.

– Llama a los demás equipos -dijo Rick, y desde luego no era la primera vez.

– Es obvio que no va a hacer falta, ya están llamándome ellos.

– Eso es genial.

– No tanto. Están llamándome para avisarme de que no los llame. Me temo que se acabó lo que se daba, hijo.

Era evidente que se había acabado, pero Arnie no tenía valor para decírselo claramente. Tal vez al día siguiente. Ocho equipos en seis años. Solo los Argonauts de Toronto se habían arriesgado a ficharlo por una segunda temporada. Todos los equipos necesitaban un quarterback suplente para su quarterback de reserva, y Rick era el hombre indicado para eso. Sin embargo, los problemas empezaban cuando salía al campo.

– Tengo que irme pitando -dijo Arnie, volviéndole a echar otro vistazo a la hora-. Escucha, hazte un favor y no enciendas la tele. Son despiadados, sobre todo los del ESPN.

Le dio unas palmaditas en la rodilla y salió de la habitación a toda prisa. Junto a la puerta había dos fornidos guardias de seguridad que intentaban no dormirse sentados en unas sillas plegables.

Arnie se detuvo en el puesto de recepción de las enfermeras y habló con el médico, quien al final cruzó el pasillo, pasó junto a los guardias de seguridad y entró en la habitación de Rick. No hubo calidez alguna en el trato con el paciente: se limitó a realizar una rápida comprobación de lo básico sin darle demasiada conversación.

– Habrá que vigilar la evolución neurológica. Solo es una conmoción cerebral normal y corriente más, ¿no es la tercera?

– Creo que sí -contestó Rick.

– ¿Ha pensado en cambiar de trabajo? -preguntó el médico.

– No.

Pues igual le convendría, pensó el facultativo, y no solo por los posibles daños cerebrales. Tres intercepciones en once minutos deberían bastar para convencerte de que el fútbol americano no es lo tuyo. Dos enfermeras aparecieron sin decir nada y se encargaron de las pruebas y el papeleo. En ningún momento se dirigieron al paciente a pesar de tratarse de un atleta profesional soltero, bastante apuesto y en forma. Justo ahora, cuando él más las necesitaba, ellas no podrían haberle hecho menos caso.

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