Graciela Queirolo - Camino al ejercicio profesional

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Este libro revisa la historia de algunas profesiones para los casos argentino y chileno. Se analiza cómo algunas profesiones, en rigor, se definían como la extensión formal de tareas de cuidado que histórica y naturalmente se les atribuían a las mujeres como propias, por ejemplo, las de enfermeras, parteras o asistentes sociales, y cómo las médicas se apropiaron de esas concepciones para trazar sus carreras políticas. Asimismo se describen profesiones que exploran nuevos caminos como los emprendidos por maestras, escritoras y editoras, vendedoras o secretarias del comercio urbano establecido. Finalmente, se auscultan las trayectorias laborales de los trabajadores ferroviarios y de los choferes y los encargados de casas, todos ellos empeñados en poner en valor sus particulares ocupaciones.

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En la década del 40 surgieron cuestiones nuevas. Al trabajo en los hospitales municipales se agregó el que clínicas y sanatorios de gestión privada o filantrópica podían ofrecer. Esto representaba un escenario diferente donde “una moda” se imponía y habilitaba a que enfermeras y ayudantes no diplomadas ni habilitadas participaran de los nacimientos como colaboradoras de los médicos. En algunos casos, esto no era del todo nuevo: las instituciones altamente jerarquizadas tenían esta práctica, pero conforme la presión por la atención de los partos en instituciones aumentó y la diversidad de la gestión creció, esto resultaba más frecuente. Esa situación se agravaba en tanto las autoridades del área de salud no fijaban honorarios ni aranceles, algo frecuente hasta mediados de la década de 1940 para varios gremios de la salud. Por otro lado, resultaba cada vez más evidente que ya no era el Estado porteño el único interlocutor con el cual terciar para obtener mejores condiciones de trabajo, y eso exigía nuevas estrategias, entre ellas sumarse a otras organizaciones profesionales que disputaban medidas similares, como las asociaciones de médicos que lideraban esos reclamos y negociaciones (Ibíd., p. 2).

Una percepción diferente del trabajo de partear con raigambre en las condiciones laborales desmejoradas, en nuevos escenarios y frente a modos de parir y de asistir los diferentes partos, logró amalgamarse dentro de las organizaciones representativas de las obstétricas, que finalmente consiguieron establecer una serie de objetivos y reivindicaciones capaces de contener al universo ampliado de la profesión. Al promediar la década del 40, las parteras presentaron a la Secretaría de Trabajo y Previsión un petitorio extendido de sus reivindicaciones, donde lograron unificar las demandas laborales y las relativas al reconocimiento del oficio. Los diez puntos presentados pueden agruparse en tres dimensiones: la primera se refería al reconocimiento de la partería como una actividad más dentro de las artes del curar con incumbencias propias y exclusivas; la segunda tenía por asunto principal la regulación de la relación entre parteras y otros oficios, y la tercera, el mejoramiento de las condiciones laborales.

El primer aspecto era muy preciso y recuperaba una demanda más o menos explícita entre las parteras profesionales desde al menos principios del siglo XX. Las parteras solicitaban ser reconocidas en las mismas condiciones que otras tareas universitarias, es decir, mantener la autonomía de su actividad con independencia de otras profesiones y de este modo alcanzar las mismas prerrogativas que otras ocupaciones liberales. Esto significaba atender partos y a embarazadas sin la necesidad de derivación ni recomendación intermedia; poder ejercer medidas terapéuticas y de diagnóstico, y llevar adelante el ciclo completo del embarazo y el parto. En esas condiciones, las obstétricas se reservaban para sí la totalidad de los partos normales y de aquellos que pudieran producirse en el sector público y de manera privada. Para las maternidades debía reservarse la atención de las mujeres más pobres.

En la segunda dimensión o aspecto, más que en otros momentos, las obstétricas explicitaban el problema no formalizado, pero evidente de la subordinación de su intervención a las recomendaciones del médico. Tanto en el ámbito de la clientela privada como en la atención institucional, la intervención médica se había vuelto un problema latente, y de ello podían depender su trabajo y su autoridad sobre los asuntos del parto. Entre los médicos estaba asentada la noción de que la atención de las embarazadas por parteras solo era necesaria en el último trimestre del embarazo y en las etapas que consideraban más trabajosas del parto. Las parteras no ignoraban la importancia que los obstetras y médicos tenían sobre las nociones de lo seguro y conveniente en la arena de la salud en general, y en la década del 40 no encontraron otra alternativa que separar las esferas de incumbencias. Compartir o trabajar asociadamente con otros profesionales ya no era una alternativa que pudieran considerar viable ni conveniente. Un poco más allá fueron sobre la relación con los colegas obstetras, y solicitaron que el Estado reglamentara y controlara la atención de las mujeres embarazadas cuando era realizada por un médico. Apelaron a una fórmula que la AON había esbozado hacía varias décadas: la atención a las embarazadas siempre debía implicar la presencia de la obstétrica, incluso cuando estuviera a cargo un médico. En esta dirección, las parteras esperaban que el Estado colaborara para regular la relación de su actividad y todas aquellas que pudieran tener incumbencia entre las embarazadas, los partos y las puérperas.

Finalmente, el tercer aspecto, vinculado a las condiciones laborales, era muy claro. Los planteos de las obstétricas se referían a conseguir estabilidad en los cargos rentados, un escalafón dentro de los hospitales que fijara los salarios y límites a las jornadas laborales. A esto agregaban el pedido de regulaciones específicas para la jubilación de las colegas y medidas que aseguraran que las instituciones abonaran una cápita por los partos transferidos. Solía suceder que las intervenciones de las parteras iniciadas fuera del hospital y luego transferidas por motivos urgentes luego no fueran reconocidas ni abonadas.

A la luz del resultado definitivo, los reclamos de las parteras parecen no haber tenido repercusión en las autoridades; sin embargo, en una primera etapa obtuvieron gravitación y una parte de ellos llegaron a figurar en el primer decreto integral de reglamentación de las profesiones y oficios médicos, de 1944, que derogaba la antigua ley de 1877 (La Obstétrica Argentina, 1944). Ese decreto reconocía el trabajo independiente de las parteras en sus propios locales y para “atender mujeres en estado de embarazo, parto y puerperio normales”; además, sostenía que las embarazadas podían ser atendidas solo por parteras si se encontraban en el último trimestre. Esto cumplía parcialmente con una parte de los reclamos del gremio respecto de las condiciones para ejercer el oficio. Pero era fundamental que en el texto de la norma se consignara que las parteras, como los médicos, dentistas y otras ocupaciones de la medicina y de las “ramas auxiliares”, se matricularan con los mismos requisitos, es decir, con la acreditación de la carrera universitaria pertinente.

Esto último fue, sin duda, algo que las parteras celebraron, pues las colocaba en una escala menos asimétrica que la que en ese momento tenían. Si bien la regulación que hasta entonces las asistía las consideraba habilitadas para trabajar en las mismas condiciones, ser graduadas universitarias, la práctica en los últimos años les había demostrado que la diplomación no les garantizaba iguales condiciones que a los obstetras frente a las responsabilidades del parto. Su legitimidad se había erosionado junto con sus perspectivas de trabajar en la mayoría de los partos.

El posicionamiento de las obstétricas se reforzó con otras medidas estipuladas en el decreto, que les permitían realizar algunas técnicas terapéuticas muy específicas que hasta entonces estaban en una suerte de limbo legal, como corregir la posición del feto en situaciones muy particulares; practicar cateterismos y punción de membranas (rasgar la bolsa cuando era pertinente para facilitar el parto); colaborar con la expulsión cuando la posición del feto era normal, y seccionar y ligar el cordón umbilical, entre otras prácticas usuales. De manera mucho más limitada a urgencias o a situaciones críticas, se accedió a que las parteras practicaran episiotomías, ya difundidas desde fines de la década del 30 y consideradas propias del parto normal; suturas, y versiones externas. Quedó absolutamente prohibido que las parteras procedieran a “desalojar el huevo del útero”, es decir, terminar abortos en curso, o procedieran a realizar “raspajes”, reducir miembros, realizar versiones internas con feto vivo e inducir el alumbramiento artificial de la placenta o de los anexos. Todas estas operaciones eran frecuentes en partos que no podían considerarse siempre distócicos, pero tampoco obedecían al desarrollo fisiológico estrictamente normal.

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