Serguéi Dovlátov - Los nuestros

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El hombre tiene al enemigo en casa, sanciona el autor emergente Dovlátov. Se arriesga así a penetrar en el misterio de sus orígenes, encadenando las crónicas de cuatro generaciones surcadas por una especie de verdad insistente y anómala. El autor gobierna a sus inolvidables personajes como ­cambiantes­ máscaras libertarias. La titanomaquia de los abuelos, judíos de Oriente y armenios del Cáucaso, cede ante la decadencia de hijos y nietos. Pero los vínculos de sangre no se rompen y atrapan al lector, que se siente en esta obra maestra, muy precisamente, como en casa. Dovlátov no solo es el escritor más popular del último cuarto de siglo en Rusia, también es el autor de algunas de las mejores páginas que ha dado el siglo XX. The GuardianTu voz es profundamente auténtica y universal. Tenemos suerte de tenerte con nosotros. Tienes grandes dones que ofrecer a este loco país. Kurt VonnegutSus relatos y novelas están teñidos de un escepticismo irónico en el que emerge la absurdidad humorística de la vida, y de un estoico acatamiento de esa fuerza ajena llamada destino. Marta Rebón,
El País

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Tuvo que compensar al alto cargo con una generosa borrachera de coñac. Y aquel souvenir nunca visto partió en dirección a Bruselas.

Al cabo de dos meses recibió un aviso de correos. Peso: diez kilos y medio. Derechos de aduana: sesenta y ocho rublos.

Mi padre se sintió extraordinariamente excitado. Fantaseaba mientras se dirigía a correos:

«¿Un magnetofón?… ¿Un abrigo de piel?… ¿Whisky, quizás?…».

—¿Cuánto puede pesar un abrigo de piel?

—Unos tres kilos —le decía yo.

—Entonces serán tres abrigos de piel…

El empleado de la oficina central de correos sacó un pesado cajón.

—Tomaremos un taxi —propuso mi padre.

Por fin llegamos a casa. Mi padre, que no paraba de reír, hecho un manojo de nervios, consiguió un cincel. La tapa de madera se separó con un chirrido.

—Será idiota… —gimió mi padre.

En el cajón había diez kilos de azúcar amarillento en polvo…

Al cabo de ocho años mi madre y yo nos vimos obligados a emigrar. Nos encontrábamos en Austria.

El dueño del hotel, Reinhard, fue muy amable con nosotros. Cada mañana nos servían té con bollos calientes y mermelada. Cada mañana el dueño me preguntaba sin falta:

—¿Quieres una copa de vodka?…

Aparte de eso, nos dio una radio y una tostadora eléctrica.

Por las noches charlábamos.

Me enteré de que Reinhard se había mudado a Occidente. Que era ingeniero constructor. Que el trabajo en el hotel le deprimía, pero le aportaba buenos dividendos…

—¿Estás casado? —le pregunté.

—Erika vive en Salzburgo.

—Hay quien opina que un matrimonio a punto de romperse es el más duradero…

—Yo ya he superado esa etapa. Pero sigo casado… ¿Te extraña?

—No —le dije.

—¿Has sido del Partido?

—No.

—¿Y de las juventudes?

—Sí. Eso era automático.

—Comprendo. ¿Te gusta Occidente?

—Después de la cárcel me gusta todo.

—A mi padre lo arrestaron en el cuarenta. Llamaba a Hitler «braun schwein».

—¿Era comunista?

—No. No era commi. Ni siquiera rojo. Era una persona instruida, simplemente. Sabía latín… ¿Tú sabes latín?

—No.

—Yo tampoco. Mis hijos tampoco lo sabrán. Y es una lástima… Yo creo que el latín y Rod Stewart son incompatibles.

—¿Y quién es ese Rod Stewart?

—Un esquizofrénico con una guitarra. ¿Quieres una copa de vodka?

—Venga.

—Traeré unos bocadillos.

—Sobran.

—Tienes razón…

Escribí a Leopold desde Viena. Mi tío llamó al hotel. Me dijo que llegaría en avión ese fin de semana. Más exactamente, el sábado. Se alojaría en el Coliseum. Me pidió que el sábado no almorzara.

—Te invitaré a un buen restorán —añadió.

Por la mañana temprano ya estaba yo en el vestíbulo del Coliseum. El hotel tenía un aspecto mucho más elegante que el nuestro. Por el salón paseaban unos perros exquisitos. El chico de la guardarropía parecía un actor de cine.

A las once en punto bajó mi tío. Lo reconocí enseguida. Leopold se parecía mucho a mi padre: alto, elegante y con unos hermosos dientes postizos. Junto a él se encontraba su esposa, una mujer madura de aspecto lozano.

Sabía que tenía que abrazar a aquel hombre, un ser que, de hecho, era para mí un desconocido.

Nos abrazamos. Besé la mano de Helen, la mano en la que llevaba el paraguas.

—¡Eres enorme! —gritó Leopold—. ¿Y tu madre?

—No se encontraba bien.

—¡Lástima! He visto fotos suyas. Te pareces mucho a tu madre.

Le alargué un paquete. Había caviar, matrioshkas de madera y un mantel de lino.

—¡Gracias! Se lo dejaremos al portier. Yo también tengo regalos para vosotros… Pero ahora vamos al restorán. ¿Te gustan los restoranes?

—No me he parado a pensarlo.

—Tienen una música agradable, mujeres bonitas…

Nos dirigimos al centro. Leopold hablaba sin parar.

Helen sonreía en silencio.

—¡Mira cuántos coches! ¿Habías visto alguna vez coches extranjeros?

—En Leningrado hay muchos turistas…

—Viena es una ciudad pequeña. Aunque también lo es Bruselas. En Norteamérica hay muchos más coches. ¡Y qué tiendas! ¿En Leningrado hay tiendas grandes?

—Haberlas, haylas… —le dije.

—¡Eres gigantesco! Seguramente gustas a las mujeres.

—Pronto lo sabremos.

—Comprendo. Tu mujer está en América. La visitamos en Roma. Llevaba una bolsa de plástico en lugar de bolso. Le regalé un buen bolso de sesenta dólares… Stop! Almorzaremos aquí. Me parece un buen restorán.

Entramos, nos quitamos los abrigos y nos sentamos junto a una ventana.

Empezó a sonar una musiquilla suave de lo más normal. No vi mujeres bonitas.

—Pide lo que quieras —me propuso Leopold—. ¿Tal vez un steak o algo de caza?

—Me da igual. Lo que usted quiera.

—Háblame de tú, por favor. Soy tu tío.

—Como quieras.

—¿Alguna delikatessen? ¿Te gustan las delikatessen?

—No lo sé.

—A mí me encantan las delikatessen. Pero tengo mal el hígado. Te pediré un paté de pescado y espárragos.

—Perfecto.

—¿Qué vas a beber?

—¿Vodka tal vez?

—Es demasiado temprano. Creo que vino blanco o té.

—Té —decidí.

—Y helado de pistacho.

—Perfecto.

—¿Tú qué vas a beber? —Leopold se dirigió a su mujer.

—Vodka —dijo Helen.

—¿Qué? —volvió a preguntar Leopold.

—¡Vodka, vodka, vodka! —repitió la mujer.

Se acercó el camarero. Un joven de pelo moreno, fornido, quizá yugoslavo o húngaro.

—Es mi sobrino de Rusia —dijo Leopold.

—Un momento —dijo el camarero.

Y desapareció. De repente, la música calló. Se escuchó un ligero crepitar. Y, acto seguido, escuché los fastidiosos acordes de Atardeceres de Moscú.

Reapareció el camarero. Su rostro resplandecía y refulgía.

—Muchas gracias —le dije.

—Recibirá una buena propina —me susurró Leopold.

El camarero apuntó la comanda.

—¡Sí, casi se me olvida!… —exclamó Leopold—. Cuéntame, ¿cómo murieron mis padres?

—Al abuelo lo arrestaron antes de la guerra. Y la abuela Raísa murió en el cuarenta y seis. La recuerdo vagamente.

—¿Lo arrestaron? ¿Por qué? ¿Estaba en contra de los comunistas?

—No lo creo.

—Entonces, ¿por qué lo arrestaron?

—Porque sí.

—Dios mío, qué país de salvajes —soltó con voz sorda Leopold—. Pero, explícamelo.

—Me temo que no podría. Hay decenas de libros sobre el tema.

Leopold se secó los ojos con un pañuelo.

—Yo no puedo leer libros. Trabajo demasiado… ¿Murió en la cárcel?

No tenía ganas de contarle que al abuelo lo fusilaron. Tampoco mencioné a Monia. ¿Para qué?…

—¡Qué país de salvajes! He estado en América, en Israel, he recorrido toda Europa… Pero a Rusia no pienso ir. Allí tienen el ajedrez, el ballet y el «cuervo negro»3. ¿Te gusta el ajedrez?

—No mucho.

—¿Y el ballet?

—Entiendo poco de eso.

—Es una bobada con fantasmas —dijo mi tío.

Luego preguntó:

—¿Tu padre quiere venirse aquí?

—Eso espero.

—¿Para hacer qué?

—Para envejecer, supongo. En Norteamérica le darán una pequeña pensión.

—Con ese dinero es complicado vivir como es debido.

—Nos las arreglaremos.

—Tu padre es un romántico. De niño leía mucho. Yo, en cambio, al revés, crecí completamente sano… Menos mal que te pareces a tu madre. He visto sus fotos. Os parecéis mucho.

—A veces hasta nos confunden —dije.

El camarero trajo el helado. Mi tío dijo en voz baja:

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