Serguéi Dovlátov - Los nuestros

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El hombre tiene al enemigo en casa, sanciona el autor emergente Dovlátov. Se arriesga así a penetrar en el misterio de sus orígenes, encadenando las crónicas de cuatro generaciones surcadas por una especie de verdad insistente y anómala. El autor gobierna a sus inolvidables personajes como ­cambiantes­ máscaras libertarias. La titanomaquia de los abuelos, judíos de Oriente y armenios del Cáucaso, cede ante la decadencia de hijos y nietos. Pero los vínculos de sangre no se rompen y atrapan al lector, que se siente en esta obra maestra, muy precisamente, como en casa. Dovlátov no solo es el escritor más popular del último cuarto de siglo en Rusia, también es el autor de algunas de las mejores páginas que ha dado el siglo XX. The GuardianTu voz es profundamente auténtica y universal. Tenemos suerte de tenerte con nosotros. Tienes grandes dones que ofrecer a este loco país. Kurt VonnegutSus relatos y novelas están teñidos de un escepticismo irónico en el que emerge la absurdidad humorística de la vida, y de un estoico acatamiento de esa fuerza ajena llamada destino. Marta Rebón,
El País

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Mi padre guarda dos libros escritos por su hermano mayor. Uno se titula: M-u-u. Del segundo no recuerdo el título. Tenía algo que ver con una complicada fórmula algebraica.

Los versos eran bastante extraños. Uno de sus poemas líricos acababa con estas palabras:

Me estremecía todo yo y deseaba

abrirme la frente contra el muro y caer…

De una reseña del libro que ha sobrevivido recuerdo esta grosería: «¡Manda a rezar a un cretino y se partirá la frente!…».

Mijaíl era una persona extraordinariamente reservada. Los parientes no sospechaban siquiera a qué se dedicaba. En cierta ocasión, ya adultos, Donat y Mijaíl se encontraron tras el escenario del teatro de verano de Briansk. Como pronto se aclaró, los dos participaban en el mismo programa de variedades. Donat, como cupletista; Mijaíl intervenía con una lectura literaria.

Los hermanos mayores se interesaban por la literatura y por el arte. El menor, Leopold, siguió desde pequeño otro camino, mucho más interesante y ventajoso.

Se hizo estafador.

A los catorce años especulaba con tabaco en la zona del puerto. Compraba puros a los marineros extranjeros para vendérselos al restaurante nocturno de los hermanos Urin. Luego se pasó a las medias de seda y los cosméticos. Si hacía falta, acompañaba a los extranjeros al prostíbulo de la calle Kosaya. Al tiempo que se dedicaba al boxeo en el club atlético Ícaro. Y los domingos tocaba el trombón en el parque de la ciudad.

A los dieciocho años Leopold llevó a cabo su primer negocio verdadero. Sucedió así.

En una de las tiendas del centro se presentó un joven mustio y de aspecto humilde. En sus manos, envuelto en un periódico arrugado, llevaba un violín. El joven se dirigió al dueño de la tienda, Tanakis.

—Afuera llueve a cántaros. Me temo que mi violín se va a mojar. ¿Podría dejarlo aquí por el momento?

—¿Por qué no? —contestó, con indiferencia, Tanakis.

Al cabo de una hora entró en la tienda un elegante caballero extranjero de bigotes enormes y sospechosamente pelirrojos. Se pasó un largo rato examinando las mercancías de los estantes. Luego alargó la mano, apartó el periódico arrugado y exclamó:

—¡No puede ser! ¡No puedo creerlo! ¡Estoy soñando! ¡Despiérteme! ¡Qué hallazgo: un auténtico Stradivarius! ¡Se lo compro!

—No está en venta —respondió Tanakis.

—¡Estoy dispuesto a pagar lo que sea!

—Lo lamento mucho…

—¡Quince mil en metálico!

—Lo lamento muchísimo, monsieur…

—¡Veinte mil! —gritó el extranjero.

El rostro de Tanakis se cubrió de un intenso rubor:

—Hablaré con su propietario.

—Recibirá usted una buena comisión. ¡Todo un Stradivarius!… ¡Oh, no me despierte, no me despierte!

Al poco, el pálido joven regresó.

—He venido a por el violín.

—¿Por qué no me lo vende? —le dijo Tanakis.

—No puedo —contestó, entristecido, el joven—. Por desgracia, no puedo. Es un regalo de mi abuelo. La única cosa de valor que tengo.

—Le daré dos mil en metálico.

El muchacho casi se echa a llorar.

—En efecto, me hallo en una situación delicada. Y ese dinero me vendría de perillas. Me iría a tomar las aguas, como me ha recomendado el doctor Schvartz. Y, no obstante, no puedo… Es un recuerdo….

—Tres —dijo el propietario de la tienda.

—¡Lo lamento, de veras! Pero no puedo.

—¡Cinco mil! —rugió Tanakis.

El hombre sabía echar cuentas. «Le daré cinco mil a este mocoso. El extranjero me pagará veinte mil, más la comisión… Total…».

—Abuelo, perdóname… —gemía el muchacho—; perdóname, no te enojes conmigo. ¡Las circunstancias me obligan a dar este paso!…

Tanakis se puso a contar el dinero.

El chico besó el violín. Y luego, a punto a romper en sollozos, se marchó.

Tanakis se frotaba contento las manos… A la vuelta de la esquina el muchacho se detuvo. Contó uno por uno los billetes. Luego sacó del bolsillo unos enormes bigotes pelirrojos. Los tiró al arroyo y se alejó del lugar.

Al cabo de unos meses Leopold huyó de casa. Llegó a China en la bodega de un barco. Durante el viaje, le mordió una rata.

De China se dirigió a Europa. Y se instaló, por la razón que fuese, en Bélgica.

El severo abuelo Isaak no leía sus postales.

—Maljamoves —decía el abuelo—, pere, odom2.

Y se diría que se olvidó de la existencia de Leopold. La abuela lloraba a escondidas y rezaba.

—La Bélgica esa, que debe de estar llena de gentiles… —repetía.

Pasaron los años. Descendió el Telón de Acero. Deja-ron de llegar noticias de Leopold.

Tiempo después se presentó un tal Monia. Vivió en casa de los abuelos una semana. Les contó que Leopold se dedicaba a los negocios.

Monia se sentía maravillado ante el ímpetu colosal de los planes quinquenales. Cantaba: «¡Nuestro tren vuela hacia futuro!…». No obstante, era una persona muy mal educada. Gritaba a pleno pulmón desde el cuarto de baño:

—Papir! Papir!

Y la abuela le introducía un periódico por una rendija.

Luego, el tal Monia se marchó. Al poco tiempo fusilaron al abuelo por espía belga.

Y el hijo menor cayó en el olvido durante veinte largos años.

En el año sesenta y uno mi padre entró casualmente en la oficina central de telégrafos. Entabló conversación con una empleada. Se enteró de que tenían allí las direcciones y teléfonos de todas las capitales europeas. Abrió el listín telefónico de Bruselas. Al instante dio con su raro apellido.

—¿Puedo encargar una conferencia?

—Por supuesto —fue la respuesta.

A los tres minutos lo pusieron con Bruselas. Una voz conocida pronunció un claro:

—Allo!

—¡Leopold! —gritó mi padre.

—Un momento, Dódik —dijo Leopold—, que apago el televisor.

Los hermanos empezaron a cartearse.

Leopold escribía que tenía una esposa, Helen, un hijo, Romano, y una hija, Monique. Y un perro de aguas al que llamaban Ígor. Que regentaba «su propio negocio». Que se dedicaba a las máquinas de escribir y al papel. Que el papel era cada vez más caro, lo cual le venía de perillas. Aunque la inflación casi lo había arruinado.

Leopold explicaba su pobreza de la siguiente manera:

«Mis casas necesitan una reparación. Mi parque de automóviles no se ha renovado en cuatro años…».

Las cartas de mi padre sonaban muchísimo más optimistas:

«Soy escritor y director teatral. Vivo en un pequeño y cómodo piso (se refería a su cuartucho, partido por la mitad con una chapa de madera). Mi mujer se ha ido unos días a los países bálticos en coche (en realidad, la esposa de mi padre había viajado a Riga en el autobús del sindicato, a por medias). Y en cuanto a la inflación, no tengo ni la menor idea de qué pueda ser eso…».

Mi padre cubrió a Leopold de souvenirs. Le envió una flotilla entera de cucharas y platos de madera. Una copia en alpaca del samovar que perteneció a Lev Tolstói. Varias figurillas hechas con piedras de los Urales. Una edición de lujo de una obra de Shevchenko del tamaño de una lápida funeraria. Así como un artículo denominado «arquita recubierta de bronce».

Leopold correspondió con un pañuelo para los mocos, blanco como la nieve y envuelto en un bonito papel de regalo.

Luego le mandó a mi padre una camiseta con la inscripción: «Eddie Shapiro — ruedas y neumáticos».

Mi padre no se dio por vencido. Llamó a un alto cargo del comité municipal que conocía. Y consiguió bajo mano un souvenir único en su especie. Un pan de azúcar que pesaría alrededor de ocho kilos. Lo más parecido a un proyectil de seis pulgadas de calibre. Envuelto en papel satinado azul. Y con una inscripción en grafía antigua: «Casa comercial del mercader de primera guilda Elpidifor Fomín».

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