Serguéi Dovlátov - Los nuestros

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El hombre tiene al enemigo en casa, sanciona el autor emergente Dovlátov. Se arriesga así a penetrar en el misterio de sus orígenes, encadenando las crónicas de cuatro generaciones surcadas por una especie de verdad insistente y anómala. El autor gobierna a sus inolvidables personajes como ­cambiantes­ máscaras libertarias. La titanomaquia de los abuelos, judíos de Oriente y armenios del Cáucaso, cede ante la decadencia de hijos y nietos. Pero los vínculos de sangre no se rompen y atrapan al lector, que se siente en esta obra maestra, muy precisamente, como en casa. Dovlátov no solo es el escritor más popular del último cuarto de siglo en Rusia, también es el autor de algunas de las mejores páginas que ha dado el siglo XX. The GuardianTu voz es profundamente auténtica y universal. Tenemos suerte de tenerte con nosotros. Tienes grandes dones que ofrecer a este loco país. Kurt VonnegutSus relatos y novelas están teñidos de un escepticismo irónico en el que emerge la absurdidad humorística de la vida, y de un estoico acatamiento de esa fuerza ajena llamada destino. Marta Rebón,
El País

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Pero el tío Román tenía también una esposa. Galina Pávlovna era «trabajadora sanitaria», como ella misma solía presentarse. Mi tío la quería y la respetaba. Su mujer compartía su credo filosófico: «¡En cuerpo sano, misma mente!».

Un día llamaron al timbre de la puerta. El tío estaba en el trabajo. Y Galina había pasado un momento por casa solo para comer. Así que sonó el timbre.

—¿Quién es? —preguntó Galina.

Una voz de hombre contestó:

—Dele un poco de agua a mi esposa embarazada.

Se abrió la puerta y entró en el recibidor un tipo corpulento. Sacó una lima afilada y, sin mediar palabra, se la clavó a la mujer en el vientre.

La tía corrió hacia el teléfono y antes de perder el conocimiento gritó:

—¡Román! ¡Auxilio! ¡Me matan!

El tío llegó en un camión a los treinta minutos. Entretanto se habían llevado a Galina en una ambulancia. Los vecinos atraparon al bandido. Mientras lo sujetaban de los brazos, el hombre reía. No se logró aclarar cuáles fueron sus motivos. Tal vez se tratara de un maníaco…

Mi tío se pasó toda la tarde llorando. Cuando Galina salió del hospital, se hizo con un perro pastor.

Se llamaba Golda. El nombre mostraba a las claras el carácter ocurrente de mi tío, al tiempo que, de modo casi imperceptible, delataba cierta tendencia antisemita.

A muchos armenios (sobre todo a los armenios georgianos) no les gustan los judíos. Aunque sería mucho más lógico que no apreciaran a los rusos, a los georgianos o a los turcos. Los judíos tampoco sienten un especial afecto por los armenios. Al parecer, los pueblos desterrados no tienden a sentir afecto por otros parias. Les gusta más sentir afecto por sus amos. O, en el peor de los casos, sentirlo por sí mismos…

El ejemplar de pastor se llamaba Golda. Al principio, Golda era un precioso cachorro de peluche. Luego creció. La llevaron a una exposición. Obtuvo incluso una medalla de segundo orden.

Más tarde, sin motivo aparente, atacó a Galina; la cosió a mordiscos.

Mi tío quiso pegarle un tiro al animal, pero su mujer lo calmó. Poco después, entregaron a Golda a la perrera.

Mi tío Román seguía haciendo su gimnasia matutina, se mantenía erguido y esbelto. Podía subir a un tranvía en marcha y bajarle los humos a cualquier gamberro. Sin embargo, no llegó a cruzarse con ningún gamberro. Y en la ciudad había muy pocos tranvías…

Entonces, un día, supe que mi tío estaba en una clínica psiquiátrica. Galina Pávlovna la llamó «clínica nerviosa», pero se trataba de un psiquiátrico.

Me dirigí al parque Udelni. Edificios idénticos de color marrón, rodeados de arbustos ralos y algunos árboles.

Por los caminitos paseaban los enfermos vestidos con batas grises. Las batas eran o demasiado grandes o muy pequeñas. Parecía como si obligaran ex profeso a los pacientes altos a llevar las tallas menudas, y a los más escuálidos y de menor estatura, las enormes.

Por lo general, los enfermos paseaban a solas. Algunos gesticulaban con ademanes rápidos y distraídos. No me infundían miedo, solo lástima.

Finalmente, llamaron a mi tío. Para mi sorpresa, parecía animado. Hasta se le veía algo moreno. Me dijo que le daban bien de comer. Y lo principal, le dejaban pasar mucho tiempo al aire libre.

Después mi tío se aproximó a mí. Miró precavido a su alrededor y susurró:

—Escúchame con atención. Los «cuatro ojos» están tramando una aventura colosal…

—¿Quién? —le pregunté sin entender.

El tío no me contestó. Y prosiguió con alegre entusiasmo:

—¡Una más temible que la noche de San Bartolomé!

Yo no sabía qué decir. No estaba preparado para aquella situación. No sabía cómo comportarme. Si replicarle o mostrarme de acuerdo.

Junto a nosotros pasó un muchacho con un garrafón de agua. Junto al grifo, se leía la inscripción ennegrecida: «agua». Mi tío empezó a silbar, tratando de despistarlo. El muchacho desapareció tras los árboles.

—¡Correrá mucha sangre! —prosiguió, meneando la cabeza.

De puro terror, empecé a desempeñar mi extraño papel en la escena.

—Puede que no sea nada —dije.

—No esperes piedad —me replicó en voz baja—. A unos los exterminarán y a los demás los harán firmar. Pero se me ha ocurrido una idea. Escucha con atención.

El tío se inclinó de nuevo hacia mí y, tras un guiño cómplice, prosiguió:

—Cualquier plan, hasta el más perfecto, puede fallar. Y la cadena se rompe, por regla general, por donde menos te lo esperas. El menor movimiento en falso y estás listo, todas las cartas liadas… O sea que, como suele decirse, se alteran las reglas del juego… El truco radica en que la nuestra ha de ser una maniobra completamente imprevista… Y yo he dado con ella… Escucha con atención.

Mi tío dejó de sonreír y habló como un oficial, en términos lacónicos y duros:

—El primer plan es el bueno. El otro es por si acaso, por si el primero falla… No escribas —me interrumpió.

—De acuerdo —dije.

—Y recuerda bien. Lo primero es fumar cigarrillos sin filtro, solo sin filtro. Y lo segundo es ponerte dos calzoncillos a la vez.

Mi tío soltó una carcajada con expresión triunfante y se frotó las manos.

—¿Lo has comprendido? —me preguntó.

—Sí —dije.

—El plan sigue en secreto. Ni una palabra, ni a los más allegados. Si no, todo estará perdido. Espera mis órdenes. Ahora debo irme. Que te vaya bien. Gracias por la fruta. Aunque la fruta no es más que una pura ficción…

Y se marchó enfundado en su absurda bata, con paso ligero y deportivo.

Pasado un mes, mi tío se curó. Nos veíamos en las fiestas familiares. El tío sonreía con expresión tímida.Me contaba que cada día corría alrededor de la Academia Forestal. Que se encontraba bien de salud y más animado que nunca.

En aquellas ocasiones preparaban hortalizas ralladas especialmente para él. A su lado se sentaba Galina Pávlovna. En los brazos de su esposa asomaban unas cicatrices oscuras: los mordiscos de la perra.

Me imaginé a mi tío corriendo, temprano por la mañana, a lo largo de la verja de la Academia Forestal.

¡Oh, Dios mío! ¡¿Hacia dónde?!…

Capítulo 4

La vida del tío Leopold siempre me pareció envuelta en una exótica nebulosa. Había en él algo de los héroes de Mayne Reid y Fenimore Cooper. Durante largos años, su suerte excitaba mi imaginación. Ahora ya se me ha pasado.

Pero no nos precipitemos.

Mi abuelo judío había tenido tres hijos. (Espero que esta nota épica no turbe al lector). Los hijos se llamaban Leopold, Donat y Mijaíl.

Al menor, Leopold, le pusieron como a propósito un nombre extranjero. Como si ya tuvieran presente su biografía cosmopolita.

Donat es nombre de oscuro origen báltico-lituano. (Lo que cuadra con la incierta situación vital de mi padre. A los setenta y dos años emigró de Rusia).

El agraciado con el nombre más ortodoxo, Mijaíl, murió de tuberculosis durante el cerco de Leningrado.

Estarán de acuerdo conmigo en que el nombre determina en gran medida el carácter y hasta la biografía de una persona.

Anatoli es, casi siempre, un sinvergüenza y un camorrista.

Borís, un colérico con tendencia a engordar.

Galina, una metomentodo, chillona y vulgar.

Zoia, madre soltera.

Alekséi, un bonachón sin mucho carácter.

Grigori es un nombre que me sugiere cierto nivel de bienestar material.

Mijaíl, la sorda premonición de una muerte trágica y temprana. (Piensen en Lérmontov, Koltsov, Bulgákov…).

Y así sucesivamente.

Mijaíl crecía, hosco y reservado. Escribía versos. Organizó un grupo futurista en el Lejano Oriente. El propio Maiakovski le escribió una carta, tan moderadamente insultante como amistosa.

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