Serguéi Dovlátov - Los nuestros

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El hombre tiene al enemigo en casa, sanciona el autor emergente Dovlátov. Se arriesga así a penetrar en el misterio de sus orígenes, encadenando las crónicas de cuatro generaciones surcadas por una especie de verdad insistente y anómala. El autor gobierna a sus inolvidables personajes como ­cambiantes­ máscaras libertarias. La titanomaquia de los abuelos, judíos de Oriente y armenios del Cáucaso, cede ante la decadencia de hijos y nietos. Pero los vínculos de sangre no se rompen y atrapan al lector, que se siente en esta obra maestra, muy precisamente, como en casa. Dovlátov no solo es el escritor más popular del último cuarto de siglo en Rusia, también es el autor de algunas de las mejores páginas que ha dado el siglo XX. The GuardianTu voz es profundamente auténtica y universal. Tenemos suerte de tenerte con nosotros. Tienes grandes dones que ofrecer a este loco país. Kurt VonnegutSus relatos y novelas están teñidos de un escepticismo irónico en el que emerge la absurdidad humorística de la vida, y de un estoico acatamiento de esa fuerza ajena llamada destino. Marta Rebón,
El País

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Los hijos se casaron. Al lado del abuelo parecían escuálidos y poca cosa. Ambas nueras miraban con buenos ojos al abuelo.

En Leningrado se colocó de algo parecido a un administrador de inmuebles. Por las tardes arreglaba relojes y fogones eléctricos. Seguía siendo extraordinariamente fuerte.

Una vez, en el callejón Scherbakov, un chófer lo insultó. Al parecer lo llamó «cerdo judío».

El abuelo agarró el camión de tonelada y media. Lo detuvo. Apartó de un empujón al chófer, que había saltado de la cabina. Levantó el camión por el parachoques y lo atravesó en el callejón.

Los faros del camión quedaron empotrados en el edificio de los baños. Y la parte posterior, en las rejas del jardín Scherbakov.

El chófer, al darse cuenta de lo sucedido, se echó a llorar. A ratos lloraba y a ratos amenazaba.

—¡Te voy a dar con el gato! —decía.

—Atrévete… —le replicaba el abuelo.

El vehículo estuvo dos días en el callejón. Después, una grúa vino a rescatarlo.

—¿Por qué no le diste simplemente en los morros? —le preguntó mi padre.

El abuelo se quedó pensativo. Luego dijo:

—Tuve miedo de que me gustara…

Ya he dicho que su hijo menor, Leopold, recaló en Bélgica. Una vez vino a vernos un hombre de su parte. Se llamaba Monia. Monia le trajo al abuelo un esmoquin y una enorme jirafa inflable. Como comprendimos más tarde, la jirafa servía de percha para sombreros.

Monia echaba pestes del capitalismo, se maravillaba de la industria soviética; luego se marchó.

Al poco arrestaron al abuelo, acusado de ser un espía belga. Le cayeron diez años. Diez años sin derecho a correspondencia. Eso significa que lo ejecutaron. Tampoco habría sobrevivido. Los hombres corpulentos soportan mal el hambre. Y peor aún la humillación y el insulto…

Veinte años más tarde, mi padre tramitó su rehabilitación. Rehabilitaron al abuelo por inexistencia de delito.

Y entonces uno se pregunta: si no hubo delito, ¿qué hubo? ¿Por qué segaron aquella vida disparatada y divertida?…

Aunque no nos conocimos, pienso en él a menudo.

Por ejemplo, alguno de mis amigos comenta asombrado:

—¿Cómo puedes beber el ron en tazón?

Y al instante me acuerdo del abuelo.

O cuando mi mujer me dice:

—Hoy estamos invitados en casa de los Dombrovski. Come algo antes de salir.

Y de nuevo recuerdo a aquel hombre.

También me acordé de él en la celda de la cárcel…

Tengo varias fotos del abuelo. Mis nietos nos confundirán al hojear el álbum familiar…

Capítulo 2

Mi abuelo materno se distinguía por tener un temperamento más que severo. Hasta en el Cáucaso lo tenían por persona irascible. Su mujer y sus hijos temblaban ante su sola mirada.

Cuando algo lo sacaba de quicio, fruncía el ceño y exclamaba en voz baja:

—¡TU UTAMÁ!

La misteriosa expresión literalmente paralizaba a quienes se hallaban a su lado. Les infundía un pavor místico.

—¡TU UTAMÁ! —exclamaba el abuelo.

Y en la casa se instalaba un silencio sepulcral.

Mi madre nunca llegó a descifrar el sentido de aquella expresión. También yo tardé muchos años en comprenderla. Solo cuando fui a la universidad, inesperadamente, caí en la cuenta. Pero ya no se lo expliqué a mi madre. ¿Para qué?…

Creo que el mal carácter de mi abuelo se debía a su peculiar educación. Su padre, campesino, solía atizarle con un leño. Una vez lo dejó en un pozo abandonado. Lo tuvo en el pozo un par de horas. Luego hizo bajar un pedazo de queso y media botella de vino. Y solo una hora más tarde lo sacó, empapado y borracho…

Tal vez por eso el abuelo creció tan severo e irritable.

Era un hombre alto, elegante y orgulloso. Trabajaba de empleado en la sastrería de Epstein. Con los años, se convirtió en copropietario de la tienda.

Repito, era guapo. Frente a su casa vivía la numerosa prole de los príncipes Chikvaídze. Cuando el abuelo atravesaba la calle, las jovencitas Eteri, Nana y Galatea Chikvaídze se asomaban a la ventana.

Toda la familia se le sometía sin rechistar.

Él, en cambio, no se sometía a nadie. Incluidas las fuerzas celestiales. Uno de los duelos de mi abuelo con Dios acabó en tablas.

En Tiflis se esperaba un terremoto. Ya entonces existían centros meteorológicos. Por añadidura, se daban todas las señales que designan las creencias populares. Los sacerdotes iban por las casas e informaban a la población.

Los habitantes de Tiflis abandonaron sus casas, llevándose los objetos de valor. Muchos dejaron incluso la ciudad. Los que se quedaron encendieron hogueras en las plazas.

En los barrios ricos operaban tranquilamente los ladrones. Se llevaban la leña, los muebles, la vajilla.

Solo una de las casas de Tiflis permanecía iluminada. Mejor dicho, una sola de las habitaciones de la casa. Justamente el despacho de mi abuelo.

No quiso abandonar su hogar. Los parientes intentaron convencerlo, sin éxito.

—Vas a morir, Stepán —le decían.

El abuelo fruncía disgustado el ceño y pronunciaba sombrío y triunfal:

—¡K-A-A-KEM!…

(Que significa, con perdón, «me cago en vosotros»).

La abuela condujo a los niños a un descampado. Se llevaron de casa todo lo necesario, incluidos el perro y el loro.

El terremoto dio comienzo al llegar la mañana. El primer temblor destruyó la torre del agua. En diez minutos se vinieron abajo centenares de edificios. Nubes de polvo enrojecido por el sol flotaban sobre la ciudad. Finalmente, los temblores cesaron. La abuela corrió hacia la casa, en la Ólguinskaya.

La calle estaba repleta de ruinas humeantes. Por todas partes sollozaban las mujeres y ladraban los perros. Por el pálido cielo de la mañana volaban alarmados los grajillos. La casa había desaparecido. En su lugar la abuela vio, envuelto en polvo, un montón de ladrillos y maderas.

Y entre las ruinas, sentado en su hondo sillón, mi abuelo. El hombre dormitaba. Tenía el periódico sobre las rodillas. A sus pies, una botella de vino.

—¡Stepán! —exclamó la abuela—. ¡El Señor nos ha castigado por nuestros pecados! ¡Ha destruido nuestra casa!…

El abuelo abrió los ojos, miró el reloj y dando una palmada ordenó:

—¡A desayunar!

—¡El Señor nos ha dejado sin casa! —salmodiaba mi abuela.

—Venga ya… —replicaba mi abuelo.

Después contó a los niños.

—¿Qué vamos a hacer, Stepán? ¿Quién nos dará cobijo?…

El abuelo se enfadó:

—El Señor nos ha privado de hogar —dijo—. Y tú nos dejas sin comer…

Luego continuó:

—Beglar Fomich nos acogerá. He sido padrino de dos de sus hijos. El mayor es un bandido, pero Beglar Fomich es un buen hombre. Lástima de esa costumbre que tiene de aguar el vino…

—Dios es misericordioso… —pronunció en voz queda la abuela.

El abuelo frunció el ceño. Juntó las cejas. Luego, con aire sentencioso, pronunciando cada sílaba, soltó:

—No es verdad… El misericordioso es Beglar. Solo me pena esa costumbre de aguar el vino napareuli…

—¡El Señor te volverá a castigar, Stepán! —exclamó asustada la abuela.

—¡K-A-A-KEM! —respondió el abuelo.

Con la vejez su carácter se agrió definitivamente. No se separaba de su pesado bastón. Los parientes ­dejaron de invitarlo a sus casas; los humillaba a todos sin excepción. Insultaba hasta a quienes eran mayores que él, algo raro en Oriente. Ante su mirada, a las mujeres se les caían los platos de las manos.

Los últimos años de su vida, el abuelo ya no se levantaba. Permanecía hundido en su sillón junto a la ventana. Si alguien pasaba a su lado, soltaba:

—¡Largo, ladrón!

Y estrujaba el pomo de bronce de su bastón.

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