Ese es el enfoque narrativo-mimético que propone la Escuela. No exige del alumno que se haga matemático, geógrafo o filósofo: sólo que haga como si lo fuera. No se le pide que entre en la obra: sólo que se acerque a ella. Por lo tanto, la promesa hecha y el compromiso demandado, también en este caso, están claramente limitados: más allá de eso, corresponderá al alumno actuar. Desde luego, este podrá, más allá de un mimetismo convencional y escolarmente salvador, negarse a entrar en la obra, cuyas razones de ser ignorará por muchos años –“Nunca entendí por qué ax²+bx+c = 0”, puede ser que diga un día riéndose–, tranquilizando a su entorno a través de un idóneo comportamiento de “autómata”. Quisiera insistir en el interés e incluso en la prudente sabiduría de semejante “contrato”, que instituye así una tierra de nadie protectora entre la instancia enseñante y la instancia enseñada: la inercia de la forma escolar clásica, al igual que su versión moderna donde triunfa la tendencia a mimetizarlo todo y donde la narración casi ha desaparecido, constituye, creo yo, el núcleo de la resistencia al enfoque adidáctico de las obras.
Es cierto que, a la larga, el abordaje narrativo-mimético aumenta las posibilidades de un encuentro adidáctico espontáneo, que no garantiza por definición, y que, en última instancia, es un asunto que dura toda la vida. También por eso el modelo narrativo-mimético parece satisfacer a los profesionales a la hora de formar a futuros profesionales que supuestamente tienen toda la vida por delante: el enfoque narrativo-mimético se uniría asintóticamente al enfoque adidáctico. Allí se halla, sin lugar a duda, otro bastión –¡y no menor!– de la resistencia. “Aprendamos a utilizar los ángulos” es más o menos lo que dicen esos partidarios de la mimesis. “¡Tenemos toda la vida por delante para entender para qué sirven!”
El acceso narrativo a las obras sólo asegura una instrucción ficticia. El enfoque narrativo-mimético asegura, si se me permite, una instrucción fingida, potencial, que podría tornarse efectiva si... si, en particular, damos tiempo al tiempo. Esa es sin duda la limitación más fuerte de la técnica narrativo-mimética cuando se está frente a la cuestión de la escolaridad obligatoria y, a decir verdad, de toda escolaridad –ya que sólo unas pocas corporaciones disponen de un tiempo de instrucción indefinidamente prolongado... Asimismo, repitamos que, en su reciente evolución de hace algunas décadas, esta técnica clásica, prudente y perezosa a la vez, ha perdido parte de su vigor al perder mucho de su dimensión narrativa, librando así a alumnos y profesores a un mimetismo sin punto de referencia, privado de toda marca claramente establecida.
Llegado a este punto, supongo que se quiera tomar en serio el problema de la instrucción pública, que se quiera hacer el intento de cuestionarse, pues, sobre las formas y los contenidos de un pacto nacional de instrucción que deba implementarse tanto dentro de la Escuela como fuera de ella, y que no sea el pacto fetichista detallado hasta aquí. Acerca de los contenidos, primero diré lo siguiente: el pacto que se ha de establecer debe enunciar la lista de las preguntas primeras Qi, escogidas entre las cuestiones consideradas como vivas, e incluso vitales, para las jóvenes generaciones, sobre las cuales estas deberán instruirse, cuyo encuentro no puede serles vedado y que entonces deberán estudiar, a fin de construir las respuestas Ri, revisables, pero previstas en el pacto nacional de instrucción, por ser juzgadas como las más susceptibles de hacernos la vida buena. Una cosa esencial, pues, en la perspectiva de semejante refundación del pacto de instrucción, es que un saber Sn –sea este matemático– sólo verá motivado su estudio en la medida en que aporte, de manera inmediata o diferida, pero real, una contribución significativa al estudio de al menos una de las preguntas Qi y a la construcción de al menos una de las respuestas Ri. Entonces, ya no habrá más privilegio de naturaleza ni exceso de rentabilidad para ningún saber, para ninguna obra.
Contra la bipartición de los “doctos” y de los “laicos”, a la que parece conformarse muy bien la instrucción dual –efectiva para los iniciados, monumental-lúdica para los no iniciados, o sea, el resto del mundo–, el pacto nacional de instrucción debe apuntar, idealmente, a una instrucción efectiva para todos. Eso supone, desde ya, multiplicar los encuentros adidácticos: volvemos a ese tema otra vez. Para situar mejor el punto, olvidemos por un momento la Escuela, ubiquémonos “en la sociedad”. El hombre, por ser un neoteno, es un animal didáctico: para él, toda situación del mundo puede tornarse una situación didáctica. Toda situación instrumental –no didáctica– puede ser vivida por él como didáctica, e incluso como... adidáctica. Además, a toda situación que pueda representar algo de inaugural en la biografía de la cría de hombre le conviene ser vivida como didáctica, sobre todo, porque el fracaso instrumental puede adquirir entonces el rango de condición para el progreso en el aprendizaje del mundo natural o social.
Por lo demás, toda sociedad se las ingenia para hacer vivir a sus miembros como didácticas al menos algunas de las situaciones que estos tendrán que atravesar, por más “obligadas” que sean. (Hace muchos años, un poco más de un siglo, el mérito del capitán Philippe Lyautey consistió en haber planeado, en su improbable didacticidad, el servicio militar del cual el país acababa de dotarse: pero hoy podemos olvidarnos de ese asunto.) Así pues, el grado y la autenticidad de la instrucción que recibo depende, desde ya, de las dosis de adidacticidad que puedo asumir en mi acceso a las situaciones que la sociedad me propone o me impone vivir. No hay ningún milagro en relación con esto: la instrucción “espontánea”, la instrucción “de la vida”, no es ni más ni menos auténtica que aquella que nos ofrece la Escuela. O, dicho de otro modo, el arte, me refiero a la Escuela, no es menos auténtico, no es menos efectivo que la naturaleza, me refiero a la sociedad y su “escuela de la calle”. La sociedad es tan cosa de arte como lo es la Escuela.
¿Por qué cuestionarse en estos términos acerca de la “escuela fuera de la Escuela”? Porque es prácticamente imposible hacer vivir en la Escuela lo que no se planea hacer vivir más adelante en el conjunto de la sociedad, en parte por medio de la acción de esa propia Escuela. Porque no se podría pedir a la Escuela que ejerza en mayor medida, con mayor consciencia y voluntad, el abordaje adidáctico de los saberes y las obras, si no hay allí un principio de producción de la sociedad reconocido y valorado como tal. No ignoro que esta perspectiva irritará, incluso aquí, a aquellos y aquellas para quienes la producción de la sociedad constituye, según el modelo genérico de bipartición ya mencionado, un ámbito reservado, donde el especialista en didáctica, al igual que el profesor, no tendrían parte como tales, porque esta incumbiría exclusivamente a los partidos políticos, los sindicatos y los gobiernos. No creo que ese vestigio de la cultura cortesana (que hacía del entorno del Príncipe la cima de la organización social, de la cual nosotros, especialistas en didáctica, estaríamos por naturaleza excluidos), que ese reflejo curial pueda obstaculizar durante mucho tiempo las leyes de la ecología didáctica, cuyo alcance no podría limitarse por decreto.
La perspectiva aquí esbozada, siguiendo los pasos de la teoría de las situaciones didácticas, postula una exigencia de instrucción efectiva para todos, a través del enfoque adidáctico de los saberes y las obras. Hoy en día, esta exigencia aparece, si no como absolutamente inédita, al menos como radical, al permanecer tan ampliamente dominada en la historia de nuestras sociedades –las cuales, ya lo hemos dicho, no consienten que se le haga lugar sino en beneficio de unas escasas élites. Quisiera enunciar, pues, para terminar, lo que creo que son algunas de las condiciones de posibilidad para semejante ambición transformadora de cara al desarrollo de nuestras sociedades.
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