El micro salía a las diez de la noche y ya eran menos cuarto. Hacía una hora que estábamos en la comisaría. Si los cálculos no me fallaban, no llegábamos ni en tren bala. “Tac, tac, tac”, retumbaba esa vieja Olivetti. Con un espacio de tiempo exasperante entre tipeo y tipeo, debido a que la oficial se encontraba mecanografiando, utilizando solamente sus dos dedos índices. La preocupación iba en aumento, hasta que se escuchó un contundente y placentero “tac” final. Agarró la hojita, la selló, y danke. Salimos disparados. Ya eran las diez de la noche. Casi que si el micro estaba iba a ser un milagro. La perfección germana había fallado en la estimación temporal y yo me sentía de alguna manera desilusionado por no haber dado una solución acorde a mi localía. Llegamos a la terminal y la chica se bajó, para escuchar lo obvio. Pero, ¡atención!, le dijeron que el vehículo había salido con cinco minutos de retraso, así que probablemente podría estar cerca. Me tiró una bolsa llena de presión. Era la única persona que podía hacer que la mochilera alemana regresara a su tierra natal a tiempo y recupere el dinero de su computadora robada. Acomodé el cuello, encendí la marcha y salí en busca de aquel bus.
Llegamos a la ruta, muy oscura por cierto, con el reflejo de la luz vimos uno de esos carteles de fondo verde y letras blancas, que indican las distancias a las diversas localidades. Marcaba que virando a la derecha se iba en dirección a Buenos Aires. Hacia allí me dirigí. En las sierras, cual corredor de rally, le metí con todo hasta ver un micro delante. Supuse que era ese. Comencé a hacerle luces de forma delirante. De haber sido un pasajero me hubiera asustado un poco. Es más, si yo hubiese sido el chofer no hubiera frenado. Pero el tipo se tiró a la banquina y paró. Ella salió como chifle del auto, sin tiempo para una despedida acorde. En forma atolondrada ofreció gestos que expresaban emoción y gratitud. Finalmente se subió al ómnibus y emprendí mi vuelta hacia La Cumbre, con la satisfacción de la misión cumplida. ¡Me había recibido de recepcionista de hostel!
Regresé a mi ciudad con todas las pilas. Con Popi ya casi convencido, mi próxima tarea era la de encontrar una propiedad que cumpliera con los requisitos que entendíamos debía tener un hostel. Obviamente basado en mi investigación de mercado casera. Una herramienta que había aprendido en la facultad y que fue clave para tomar la decisión de embarcarnos en este proyecto. ¿Por qué? Porque soy un convencido de que las decisiones tienen que estar fundamentadas con información. Mientras más datos podamos recabar, más cerca estamos de hacer lo correcto. Y en ese entonces, la percepción generalizada que había respecto a la apertura de un hostel en la ciudad era muy negativa.
“¿Un hostel en La Plata querés abrir? ¿Estás loco? Si no es una ciudad turística. No viene nadie acá”. Me decían eso una y otra vez. Por momentos, se volvía muy frustrante. Como suelo decir, peor aún cuando viene de alguien que te quiere, y espera que te vaya bien de verdad, y aun así, te llena de cuestionamientos. Giles y envidiosos hay en todos lados, y te van a contrariar, porque no quieren que les vaya bien a otras personas que no sean ellos. Pero cuando hay gente cercana que te cuestiona con las mejores intenciones, no duele, te hace repensar si estás actuando como corresponde. La información relevada, el tiempo de laburo y la dedicación que le había puesto desde mi casa torcieron la balanza y me llevaron a una instancia de convencimiento.
Hoy está de moda el home office. En esa época no ir un día a una oficina era digno de sentencia popular. Todavía conservo en mis retinas gente que fanfarroneando ser “del palo del turismo” que se jactaba de que la cosa no iba a funcionar. Allá ellos y su palo, decidí basarme en mi trabajo profesional y por qué no también en mis convicciones. Para atravesar un proceso de este tipo, está bueno rodearse de gente que te estimule y te aliente a hacer las cosas. No me refiero a esas personas que te dan la razón en todo. Eso tampoco sirve. Pero sentir el apoyo de quienes confían en vos, más allá de sus interpretaciones, es importante. Yo por suerte tuve un sostén incondicional en mi madre y en mi hermana, que me acompañaron desde el inicio, y les debo todo para que esto haya sucedido. Y obviamente a Popi, quien en ese entonces desde la distancia aportaba a la causa y definía su regreso.
La decisión estaba tomada y la búsqueda del inmueble estaba en proceso. Creo que fue una de las etapas más difíciles, por decirlo de alguna manera. Porque si bien en paralelo trabajábamos sobre el proceso de ideación, página web, ambientación y otros, no sabíamos dónde iba a desarrollarse todo eso. Había un ideal y un presupuesto. Nada tangible.
Eran mañanas de buscar en los clasificados del periódico local y en publicaciones de internet, para salir por las tardes a recorrer a pie la ciudad y buscar carteles de alquiler. Había un radio en el que sí o sí teníamos que instalarnos, y era allí donde se acotaba la búsqueda. Visité varias casas. Algunas muy interesantes, pero con valores altísimos. Otras irreparables o que no otorgaban la funcionalidad necesaria para lo que pretendíamos. Pasé todo el verano haciendo esto y no encontraba nada. Amigos míos se preocupaban de mi situación. “¿Qué estás haciendo ahora? ¿A qué hora te levantás?”. Claro, les parecía extraño que hubiera renunciado a mi trabajo. Y como para ahorrar me había vuelto a vivir con mamá , les inquietaba que pasara mis tardes tomando chocolatada mirando dibujitos. Y no era eso. No encontraba la propiedad adecuada, y lo único que podía exhibir era una idea.
Frente a la casa de mi madre, en la cual viví durante mi infancia, en mi etapa de estudiante y donde me había instalado nuevamente en esta etapa de ahorro e inversión, había una casa en la que funcionaba una pensión. Hacía unos meses, se había incendiado producto de la desidia e informalidad de quien en ese entonces la administraba. Por suerte no hubo víctimas. Luego de eso, quien gestionaba la residencia se encomendó a emparchar los daños. Mi vieja se acercó para saber si tenía intenciones de continuidad, a lo que el hombre respondió que sí. Igualmente le pedí permiso para conocerla desde adentro. Un poco masoquista lo mío. La recorrí de punta a punta, y mientras más la veía, más me fastidiaba el pensar que era el lugar ideal, y este tipo no se iba a ir.
Era una casa de las denominadas “chorizo”, debido a un frente no muy extenso, pero con un corredor que llegaba casi a media manzana, acompañado por un bloque separado en varios ambientes. Yo ya me lo imaginaba: desde el ingreso principal se tenía acceso a dicho pasaje, primero te encontrabas con la recepción y sala de usos múltiples, donde estaría la TV y podíamos organizar los eventos. Siguiendo el camino, había un patiecito con las primeras dos habitaciones y el ingreso a la cocina, que luego de atravesarla nos daba acceso al corredor semicubierto, en el que del lado derecho comenzaban a aparecer todas las habitaciones en fila, para llegar hasta el final de la propiedad en donde se encontraría nuestro altar: la parrilla. Había sido construida en 1913, con lo que su centenario estaba pronto a cumplirse. ¡Era i-de-al!
Intenté no ilusionarme en primera instancia con esa locación y continué con mi búsqueda, como lo venía haciendo usualmente. Pero Ana, mi madre, no se rindió. Y le hizo un seguimiento milimétrico. En colaboración con José, el vecino de enfrente que tiene un local de regalos llamado Formas y Estilos, me iban actualizando de todas las novedades. “Nos parece que se va a ir, eh…”. Todas especulaciones, con muy buena onda.
Cuando ya la búsqueda se tornaba frustrante y parecía que estaba atravesando el día de la marmota, tanto era así que ya estaba replanteando mi futuro laboral, mi madre llegó con la buena noticia de que el inquilino de la casa de enfrente se iba y, bonus track, había conseguido el número de teléfono de los propietarios. ¡No lo podía creer! Pasé de la debacle total a la emoción ilimitada, todo en un microsegundo.
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