La distancia entre el guaraní colonial, incluyendo el guaraní paraguayo moderno, y el guaraní indígena actual no es solo dialectal en el nivel fonológico y morfosintáctico, sino semántico y cultural. […] La literatura indígena en guaraní se distingue claramente de la literatura paraguaya en guaraní; es un fenómeno perceptible incluso al traducir los textos de una y otra literatura en castellano. El arte de la palabra es el arte de vivir; la propia concepción del fundamento de la palabra y el modo como la serie de palabras llega a formar el himno para a su vez hacer participar a los otros en ese fundamento y en ese himno, nos suena hoy a esotérico. (Melià, 1992, págs. 243-244)
No es menor, para el caso, señalar que el lenguaje, para las comunidades guaraníes, tiene un vínculo estrecho con sus creencias religiosas; lo cual se manifiesta en el concepto de palabra-alma. La palabra guaraní transporta el mito en su misma poesía, en su misma disposición estética. Porã, para los guaraníes, implica tanto la belleza como la verdad sagrada; las ñe’e porã son, entonces, las bellas palabras, más precisamente, las palabras adornadas, y las palabras sagradas y verdaderas. Hélène Clastres explica:
[…] así como el adorno es, para los hombres que lo llevan, lo que revela su condición verdadera, del mismo modo es necesario el adorno del lenguaje si se quiere hablar bien. Aquí la metáfora no es un modo de decir que enmascararía el sentido de las cosas; es la única manera de decir aquello que, en verdad, las cosas son.
Don de los dioses, las bellas palabras no designan ni comunican: ellas no pueden más que celebrar a su propia divinidad. Esto es al menos lo que da a entender el “mito” mbyá. Ñamandu, el Padre Verdadero, el Primero, concibió el fundamento del lenguaje humano de una parcela de su divinidad. (1990, págs. 101-102)
Es por eso que el Ayvu rapyta, el volumen publicado por León Cadogan en 1959, implicó un acontecimiento único desde la colonización y un cambio de paradigma, no solo en cuanto a la concepción de la cultura guaraní, sino a la concepción de lo literario. El volumen publicó y demostró la existencia de los textos sagrados, hasta entonces secretos, de los mbya-guaraní del Guairá. El alto nivel de abstracción poética, la existencia de un vocabulario secreto y el reconocimiento de su valor como literatura, más allá de su significado mítico, marcaron los límites de las concepciones tradicionales y occidentales del valor literario. Como explica Melià en la cita anterior, se trata de cantos de producción colectiva y comunitaria, llevados a la escritura luego de una mediación etnográfica, de hecho fueron dictados a Cadogan por miembros prominentes de la comunidad y él debió recurrir a notas lexicológicas para hacerlos aprehensibles al paraguayo contemporáneo.
A partir de esta publicación, la literatura guaraní comenzó a ser una referencia ineludible para los escritores paraguayos. Los poetas tangara alimentarían una estética novedosa a partir de ella, pero además, en su prólogo a Las culturas condenadas, otra compilación de cantos indígenas, pero más contemporánea y que abarca a distintas etnias que habitan suelo paraguayo, Roa Bastos radicaliza sus posiciones sobre la literatura paraguaya en castellano y postula una suerte de superioridad poética de la literatura guaraní. Justamente esta postulación sería uno de los puntos de partida para las polémicas del post-stronismo.
En resumen, el mapa de la literatura paraguaya comprende fenómenos complejos que no se insertarían fácilmente bajo una misma etiqueta. En un trabajo que indaga la elaboración de cancioneros del Norte argentino, Diego Bentivegna (2014, págs. 46-47) sostiene que la delimitación de la poesía popular implica cuestiones de gran envergadura a nivel glotopolítico, como la relación entre una lengua hegemónica y las distintas lenguas indígenas, entre la cultura letrada y la no letrada; así como la labor de los intelectuales, lingüistas y escritores implica posicionamientos políticos, en tanto organizadores de la cultura. Si extrapolamos esas cuestiones al caso paraguayo, en el que la lengua indígena no se reduce a un anclaje folklórico sobre una región determinada, sino que es un fenómeno de extensión nacional, una lengua que cuenta con producciones literarias de distintos niveles, tanto popular como de vanguardia, y que flanquea y delimita la misma producción canónica en lengua castellana, observamos, entonces, la imposibilidad de definir una lengua nacional para una literatura nacional. La utilización de determinada lengua literaria implica, por parte de los escritores, determinados posicionamientos intelectuales y literarios, y operaciones críticas sobre el complejo mapa de la tradición. La incógnita del Paraguay no sería tanto un problema de vacío, sino, por el contrario, de la insuficiencia de los esquemas explicativos heredados.
La supuesta inmensidad vacía que aparenta un campo poco estudiado puede confundir los posibles caminos, imponer encrucijadas espectrales al investigador o un avance falsamente abierto. La figura de escritor de Augusto Roa Bastos condensa varias de las problemáticas que atravesó la literatura paraguaya durante el siglo XX, por lo que –como afirma Jean Andreu en su ensayo “Lecturas paraguayas”– ofrece en sí misma una posible opción metodológica para acercarse a esta literatura. Pero además, antes que centrarme en un hito histórico, elijo un episodio marginal: las polémicas intelectuales que se dieron alrededor de Roa Bastos apenas caída la dictadura de Alfredo Stroessner. Especialmente, la que Roa protagonizó junto a Carlos Villagra Marsal entre octubre y noviembre de 1989. Aunque, cabe aclarar, el historial polémico encuentra un antecedente en 1982, cuando Juan Bautista Rivarola Matto sale al cruce de supuestas declaraciones de Roa, y continúa durante los primeros años de la transición e involucra a otros escritores, concretamente a Guido Rodríguez-Alcalá. Como lo que me interesa de la polémica es su capacidad de generar posicionamientos en la esfera de la opinión pública, en el marco del campo intelectual, privilegio los textos que circularon justamente de manera pública. Claro que esto no obedece simplemente a un interés arbitrario y personal, sino que lo que da relevancia a la polémica es su relación dialéctica con los procesos sociales y culturales, a los que da forma de enfrentamiento de voces, en el discurso, por lo que, en consecuencia, la polémica contribuye a reconfigurar los grupos de oposición que actúan en el campo intelectual. Por eso, metodológicamente, baso mi corpus en discursos publicados y no en las declaraciones de pasillo o testimonios de la esfera íntima, que, aunque puedan haber sido determinantes, no forman parte de la polémica; pues, como explica Christian Plantin: “la polémica puede desarrollarse sobre la base de un asunto de carácter privado […] pero es necesario que ese conflicto tome un cariz público que ponga en discusión los grandes principios y los grupos de partidarios que se adhieren a ellos (identificados con esos principios)” (2003, pág. 387)7. La polémica es, en definitiva, una intervención sobre la esfera pública e incluso, como afirma Angenot (2008, pág. 13), pretende influir sobre el público antes que sobre el adversario.
A su vez, el público participa de la polémica y no solo como receptor, sino como esfera que delinea, restringe o permite los marcos de lo decible. La eficacia polémica de una enunciación aislada no podría ser mensurada sino por sus posibles repercusiones en el plano social. En este sentido, es importante destacar que la mayoría de los textos que aquí analizo aparecieron en diarios de tirada masiva; Roa y Villagra escriben en Última hora y Hoy, respectivamente. Pero también la novelística de los polemistas sirvió para vehiculizar, a través de la ficción, los conflictos del campo. Esto último fue lo que sucedió con la polémica entre Roa Bastos y Guido Rodríguez-Alcalá, quienes utilizaron sus novelas, Vigilia del Almirante (1992) y Contravida (1994), del primero, y El rector (1991) del segundo, para polemizar a través de personajes en clave.
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