Dado lo anterior, ocurre algo similar en la tercera parte del cuento, aquella que refiere la historia de un violinista en la Roma del siglo XX. Este violinista goza de aquello que pierde el Paganini modelo de la segunda parte: no se lo conoce, de forma que se presenta en un concurso de violinistas, cobijado por su anonimato. Como resulta natural, el talento deslumbrante del violinista le otorga la victoria. Es tanta su maestría, que al final de su ejecución “los miembros de la Comisión, perdiendo su ecuanimidad de calificadores, prorrumpieron en aplausos” (Gómez Valderrama, p. 319), y, sin embargo, a este Paganini no se le concede el premio –ser el nuevo violinista de la orquesta sinfónica del teatro Verdi–, pues no posee papeles de identificación.
Y es aquella señal, precisamente, la que lo mueve a la muerte. En tal situación, resulta natural el que, en cualquier momento, comiencen de nuevo las acusaciones sobre pactos demoniacos y hechicería en el amor. Una de sus amantes es quien relata, justamente, cómo Paganini desaparece de su vida cierto día, y luego se entera de su muerte a través de un periódico local: “Niccolò Paganini, violinista, fue hallado muerto en una pieza de hotel. El médico forense informó que la causa de la muerte fue hambre” (p. 320). Así pues, desaparecen los dos dobles del Paganini modelo, pues, de alguna forma u otra, se ven condenados a las acusaciones demoniacas y hechiceras. No obstante, la función del doble hasta aquí descrita en los otros cuentos –el disfrute de aquello que no posee el modelo—sí se cumple, en la medida en que, al menos en principio, los dos Paganinis “siniestros” disfrutan del anonimato.
La vía última, la otra vida
Hasta aquí, hemos descubierto en este ensayo cómo la presencia del doble en los cuentos de Gómez Valderrama se sustenta en la insatisfacción de los personajes. Los personajes modelo, espejos de los dobles “siniestros”, carecen de algo o padecen una situación que los agobia. Y en este sentido, la existencia del doble –o de los dobles, en el caso de «Las músicas del diablo»– se justifica en la medida en que, aunque en todos los demás rasgos sean idénticos a sus respectivos modelos, distan de ellos allí donde gozan de los privilegios que no poseen, o suplen sus más sentidas carencias. Tal es el caso de Rodríguez Bermejo, el navegante de la carabela de la Conquista, que, a diferencia del gaviero Rodrigo de Triana, confinado en plena concentración y desvelo al avistamiento de tierra, se regocija en la intimidad de un cuarto y, a través de su imaginación, se complace mientras piensa en las prostitutas que ha dejado en tierra.
Lo mismo ocurre con el Robinson Crusoe hijo, de «El maestro de la soledad», quien, a diferencia de su padre, goza de la juventud y de la resistencia física que lo lleva, tras 28 años, al encuentro con los marineros que lo rescatan. Su padre, a quien Crusoe hijo imita de tal manera que se lo confunde con aquel, goza de toda suerte de privilegios, salvo de uno: el de la juventud necesaria para resistir en tales condiciones. O lo acontecido con el primer Miguel de Cervantes de «En algún lugar de las Indias», quien requiere que su doble, Alonso Quijano, el escritor, construya una ficción en la que un personaje, de nombre Miguel de Cervantes, viaje a las Indias en pos de aventuras, justo aquello de lo que carece el primer Cervantes.
Y finalmente, ocurre lo mismo con el Niccolò Paganini de «Las músicas del diablo», a quien agobian acusaciones de actos demoniacos, así como el hecho de que a las mujeres que lo asedian solo las mueva su talento musical extraordinario, y en ocasiones el misterio que lo envuelve, hasta tal punto que Paganini rechaza en esta primera vida aquello de lo que en apariencia goza: su vida bohemia. Y es tal situación la que justifica la existencia de los dos dobles: el del pasado y el del futuro, el de un condado francés en el siglo XII y el de Roma en el XX. Dobles que disfrutan, al menos en principio, del anonimato que el doble modelo anhela con ardor.
Con todo, la función del doble en los cuentos de Pedro Gómez Valderrama es siempre la misma: la posibilidad de esa “otra vida” diferente a la que se tiene, donde, si bien el doble modelo no experimenta de manera directa tales cambios, sí los encara en la medida en que los encaran sus dobles “siniestros”. El doble, en fin, en los cuentos de Pedro Gómez Valderrama constituye la forma en que se manifiesta la extrema insatisfacción de sus personajes, y la posibilidad del enfrentamiento cara a cara con el otro: aquel que se atreve, aquel que realiza los actos vedados para el modelo, aquel que vive la vida que no satisface al personaje original.
Referencias
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1Además, en revistas nacionales como Mito, de la que Gómez Valderrama es cofundador, junto con Jorge Gaitán Durán (1924-1962) y Hernando Valencia Goelkel (1928-2004), y en la que publican, entre otros, Álvaro Mutis (1923-2013), Gabriel García Márquez (1927-2014) y Álvaro Cepeda Samudio (1926-1972), en el ámbito nacional; y Jorge Luis Borges (1899-1986), Julio Cortázar (1914-1984) y Carlos Fuentes (1928-2012), en el latinoamericano.
2Recordemos que Montoya es rechazado por editoriales como Alfaguara o Tusquets, con justificaciones de tipo comercial, hasta el momento en que obtiene el Premio Rómulo Gallegos (2015) con su novela Tríptico de la infamia (2014), y a partir de entonces se convierte en un escritor de “prestigio”, asediado aun por las mismas editoriales que lo habían rechazado. Lo curioso del caso, y es por ello por lo que traigo a cuento esta anécdota, es el hecho de que Tríptico de la infamia encuentra sus correlatos, sus influencias, en algunos de los cuentos de Pedro Gómez Valderrama –«El hombre y su demonio», por ejemplo, en el que Gómez Valderrama reescribe la historia de El Bosco–. Y, de hecho, Montoya no niega en ningún punto la influencia de Gómez; por el contrario, la enuncia con orgullo; y, sin embargo, la obra de Gómez Valderrama continúa confinada a unos pocos lectores.
3Me refiero a los textos «Variaciones en torno a Pedro Gómez Valderrama» (2006), de Pablo Montoya, publicado por primera vez en la Revista de la Universidad de Antioquia, y a Dos maestros del mito: Álvaro Mutis y Pedro Gómez Valderrama (2012), de Alonso Aristizábal.
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