Un ruido en los matorrales la hizo tomar una decisión, abrió apresurada la puerta y se encontró con una gran cantidad de gente que parecía atenta a algo o a alguien, ella se escabulló entre la multitud y una mujer que cargaba a un infante la hizo sonreír aliviada, la pesadilla había terminado, pensó, pero se acercó para mirar al bebé y se dio cuenta de que se trataba de un muñeco sucio y viejo. Comenzó a irse lentamente, dando pasos hacia atrás, mas chocó con un hombre que la delató, todos la miraron, una mujer gorda exhaló demandante: «que la juzgue la reina». La fueron aventando hasta que quedó frente a todos, temblaba esporádicamente y gemía «¡Daniel! ¡Daniel!». La mujer con el muñeco la señalaba: «¡bruja! ¿qué le hiciste a Daniel?», «¿yo?», confundida miraba a la multitud enardecida que hacía llegar un costal ensangrentado. La mujer que se decía reina tenía un gesto malévolo, Maite miraba a todos atemorizada ¿Dónde se había metido? ¿Qué sucedía? Su mente giraba sin sentido, el grito espantoso la sacó de su órbita, «¡que le corten la cabeza!». Maite gritó y se sacudió los brazos que la aprisionaban, su mente voló lejos, muy lejos, no podía escuchar a nadie, «¡pobre Alicia! Ahora sé cómo se sentía, vivir en un mundo de locos, cómo pude desear alguna vez salir de mi casa, aquí afuera todo es horrible, bien decía Daniel que ahí estaba segura, pobre, nunca quise oírlo, ¡qué horrible cumpleaños!», decía mientras lloraba desconsolada y la gente se abalanzaba contra ella. «Quisiera despertar y volver a esas cuatro paredes custodiándome, maldita sea la hora en que salí por esa puerta, ¡maldita sea la hora del té!». Lloriqueaba a gritos entrecortados, cerró sus ojos con fuerza, pensó en aquel viejo libro que leía una y otra vez para Daniel, cómo le gustaba Alicia en el país de las maravillas, cómo lo odiaba ahora, «el mundo se ha vuelto loco ¡loco! Todos…»
«¿Maite? Querida, abre los ojos, todo está bien.» Abrió los ojos al escuchar esa voz desconocida que la llamaba tiernamente por su nombre: »Maite...»
Era una mujer delgada, vestida de blanco, su cabello rubio y largo caía sobre sus hombros. En el lugar había luz, las ventanas daban a un jardín. Entre el silencio, había una musiquita de fondo: Mozart. La mujer secaba el llanto de Maite: «todo está bien, levántate, hace días que no duermes, ven…»
La acompañó hasta un pasillo angosto, Maite miró confundida los letreros con flechas rojas. Abrieron una estrecha puerta y se sentó al borde de una cama. «Todo estará bien, Maite», le decía la mujer que le quitaba las pantuflas y la acomodaba en la blanca cama. «¿Y Daniel?», preguntó desorientada, «De eso quieren hablar contigo, bonita, unos hombres estarán aquí, promete que te portarás bien», le acarició el rostro. «No siento las piernas», dijo un poco asustada. «Alicia», dijo un hombre alto y delgado en la puerta «¿está lista?» «Ya están aquí» ¿Alicia? Pensó Maite, miró las letras rojas que en el pecho decían: «Alicia Barajas». Dos hombres entraron tras del doctor, respiraba lento, con pesadez, veía sus rostros y sus labios al moverse le explicaban algo, las imágenes que le mostraban en un gran portafolio eran las de un cuerpo mutilado, no escuchaba nada, sólo la música…
¿Quién daña por dañar? Mi regalo de cumpleaños me retrasó para la hora del té…
«¿Daniel?», dijo Maite mientras bajaba las improvisadas escaleras del baño…
En la cabeza de Maite las complicadas imágenes le traían recuerdos borrosos, se extravió cuando salió de la realidad, se perdió, justo cuando el reloj dictó las doce.
Me quedé en silencio a mitad de las escaleras, escuchaba su respiración acercarse a mí, sentí el sudor correr en mi frente, mi pecho palpitaba, sentía un leve temblor en mis rodillas que parecía esparcirse en mi cuerpo desde las puntas de mis pies hasta mis dientes, fue entonces cuando todo quedó en pausa…
El viento se detuvo, tan espeso que no podía respirarlo, tan frío que sentí mi piel gélida. El sonido de aquel grillo escondido en algún recóndito lugar de la casa parecía volverse un estruendo en mi cabeza, su mano estrujó mi brazo fuerte y firme.
Mi corazón se detuvo, mis ojos salieron de sus órbitas, en mi garganta un nudo se hacía. Mi cuerpo inmóvil no producía ninguna reacción, los segundos antes de reaccionar me parecieron eternos, un sonido hueco salió de mi boca seca, sus dedos me sujetaron con mayor fuerza, con tanta que se anclaban rasgándome la piel, comencé a sentir un calor cuyos dedos me dejaban llagas en la piel… cerré los ojos esperando que sus manos desaparecieran. Nunca me gustaron los gatos, no tenía a nadie para que me indicara un mejor camino, hablé casi susurrando.
1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23…
«Veinticuatro.» Pronunció la voz ajena.
Todo el aire que había en mis pulmones se esfumó, me sentí frágil e indefensa, me vi en el fulgor de sus pupilas, eran tan distintas que me perdí un instante en su color, su belleza única y magnífica hacía que mi piel se erizara de miedo, el gesto en su rostro me decía que disfrutaba el horror que había en el mío…
Al otro instante ya no supe de mí…
Tic, tac, tic, tac. Era tarde, era la hora del té.
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