Ricardo Sigala Gómez - La Jirafa

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En 2004 nace La Jirafa. Los miembros del taller literario de la Casa de la Cultura contaban ya con un espacio para publicar sus trabajos: una columna semanal en El Diario de Zapotlán, generada por Milton Peralta. Después se publicaría dos veces a la semana y terminaría convirtiéndose en una sección sabatina, de una, dos y hasta tres páginas dedicadas a la cultura. Es cierto que había espacios para los jóvenes del taller en El ágora del Diario de Colima, Crisol, Orfeo e incluso Luvina, sin embargo era necesario un escaparate permanente y que además tuviera presencia inmediata en la ciudad, una revista o una editorial estaban lejos del presupuesto y La Jirafa resultaba la mejor opción.
Las consecuencias de La Jirafa se manifestaron rápidamente. Varios alumnos del taller ganaron el certámen de poesía Juegos Florales de Zapotlán y otros tantos fueron contratados por periódicos locales, hubo quien obtuvo estímulos a la creación a nivel estatal. Para 2006 en coordinación con el Archivo Histórico de Zapotlán salió a la luz la colección Estación Sur, media docena de bien cuidadas plaquetas, cuyo objetivo era publicar la ópera prima de los autores en ciernes.

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* * *

Eva sintió clavarse en sus pechos la mirada lasciva bajando despacio hasta el pubis desnudo. Insolente y retadora, devolvió la mirada. Él era un hombre alto, de complexión estándar, nada que ver con los cuerpos de figura atlética, esos que enloquecen a algunas mujeres, era sólo un tipo común que, desnudo también, blandía en sus manos —unas manos pequeñas para la constitución del cuerpo, observó Eva— un miembro de regulares dimensiones que apuntaba hacia ella. Se miraron, midiéndose sin prisa, escrutándose los cuerpos. Ella estaba tranquila y respiraba pausada; todo lo contrario ocurría con él, la ansiedad asomaba de los ojos y en las muecas silenciosas, invitándola sin recato a un encuentro lúbrico. Eva aceptó el reto y moviendo insinuante las caderas, se plantó frente a él, hiriendo a la nariz un aliento agrio, rústico, pero no importó; pasando con malicia la lengua por los labios, se arrodilló frente a él.

* * *

Una mata de pelo estaba untada en una costra de sangre parda. Más abajo, en el cuello, la línea perfecta del tajo empezaba a obscurecerse y perdía el color cárdeno y hermoso de una herida recién hecha. Estaba desnuda, el forense dijo que no había huellas evidentes de violencia en el cuerpo. Tendría entre veinte y veinticinco años, si tenía menos la muerta no lo reclamaría, por aquello de la manía femenina de quitarse años a la menor provocación. Era un cadáver hermoso, de esos que da gusto recoger, rumió el policía que hizo las primeras valoraciones, pensando en el cuerpo tosco y descuidado de su mujer, ilusionándose por un momento con la idea de que la muerta fuera su esposa y no esa beldad que mataron quién sabe por qué oscuras razones.

* * *

A pesar de la desnudez, no tenía frío, le divertían las miradas de los transeúntes que la observaban codiciosamente y sin recato. Me encanta este sueño, se dijo feliz y siguió caminando sin prisa, limpiándose con el dorso de la mano restos de materia viscosa y blancuzca, retando provocativamente a que la miraran y la desearan.

* * *

Después de las fotografías de rigor, el cuerpo fue almacenado en una de las gavetas del frigorífico, se cumpliría el plazo estipulado por la ley, si nadie lo reclamaba se iría a la fosa común o sería destazado en alguna clase de medicina de cualquier universidad privada, para las universidades públicas eran los pordioseros, ella no, ella era un cadáver hermoso que sería vendido en una buena suma y lo demás sería historia.

* * *

Desnuda como estaba, llegó hasta su casa. Qué extraño, soñar que llegaba a su casa y más extraño aún encontrar un periódico cuidadosamente doblado sobre la mesa de centro. Lo hojeó descuidadamente y se entristeció al leer la nota, apenas unas cuantas líneas aludían a los restos mortales femeninos encontrados en un lote baldío. Llamó su atención la belleza del rostro, le recordaba a alguien, pero no precisaba a quién. Dejó el periódico y fue a dormir, fue la última imagen de su sueño.

Eva despertó contenta, bostezó largamente y estiró los brazos. Antes de meterse a la ducha quiso leer el periódico. Lo abrió sin prisas y encontró una nota que le cambió la expresión risueña. Leyó, preguntándose desolada quién sería la infeliz que encontraron muerta de un tajo en la yugular, tirada en un baldío...

a

La última parábola

Octavio Hernández

No sólo he imaginado esos sueños;

también he imaginado esa casa.

Jorge Luis Borges

Acaso así son los sueños.

Octavio Hernández

Aquel hombre de mirada desorbitada y triste sabía de los sueños de los hombres, dijo que en un principio el sueño precedió al verbo y que ningún sueño es nuevo.

Me habló sobre la invención de la lengua y la mentira, me dijo de un hombre que nació del polvo molido de todas las muertes y de la inexplicable física primitiva, el cual predicaba que la inmortalidad se encontraba en el alma; aquel sujeto sombrío y parsimonioso hablaba con gran agudeza y elocuencia.

Después lo miré dibujando en el aire la silueta perfecta de un hombre atado al hilo de una oscura mujer. Ella lo recogía, lo envolvía para que no temiera al futuro, ese futuro que en sus manos de arena sólo corroboraba el gran invento de la muerte, mientras susurraba: «Gregorio al final del sueño cae como cascada de un violento violín».

El sonido al despertar era como el de un tren que, al estrellarse con la mañana, desecha el último sueño, «sólo se escuchaba el último grito que deshoja el espejo de la jaula de Alejandra». El corría dejando a la deriva los hexágonos del silencio que abarcaba su desesperada voz, era el verbo que anulaba toda posibilidad de creer en algo que se ha dicho.

Alguna vez lo vi cargando la representación del mundo, en ese instante me sentí tan indefenso (aquí la realidad nos volvió intangibles y clandestinos), era como vislumbrar la verdad que le está vedada a los hombres.

Entre sus posesiones había un artefacto que proyectaba y abastecía de sueños a los hombres que carecían de tan dichosa actividad. Lo escuché claramente hablando en extrañas y confusas lenguas, presagiando oscuros e inciertos tiempos, en su rostro había un atardecer pálido e infinito, como si esperara el desenlace de su vida presagiada.

En cierta ocasión lo encontré detrás del espejo proyectando su sombra contra la pared, una sombra nueva, afirmando que la oscuridad existe. A su costado se encontraban algunos pergaminos en donde se veían ecuaciones matemáticas de un intelecto admirable, fijé la mirada en uno que hablaba del origen del universo, la teoría era espeluznante y ridículamente aceptable, entre otras cosas había ciertas afirmaciones sobre la evolución del hombre en simio, y en uno de ellos resaltaba la imagen de un paquidermo que podía adivinar el futuro —me llegó una risa de marfil—; en ese momento se disipó la duda: su cuerpo era un enjambre más, el grito sordo de una vieja canción desteñida por los años y su equivalencia «la del olvido».

Entonces surgió el verbo, flotaba en el aire como desde aquel momento tan concurrido por el silencio y el hambre de no saber a ciencia cierta si el barro es carne o si la conciencia es el epicentro de nuestra ceguera. En el aire existía un cierto olvido, su silueta me dio la espalda, su llanto era lo insondable que habita en la nada, su eco era el origen de la ignorancia, sólo quedó el último torrente de su muerte y de su sueño, el último esbozo de su risa y de su nada, el último hemisferio del sueño que navega entre los hombres con su mar clandestino y su fantasma hecho niebla. Quedó abatido y en silencio, inmóvil, y una vez más perdió el aliento y se deshizo.

Aquella tarde languidecí en el sueño. Al llegar la media noche, su silencio no era más que una rosa para un cerdo: dormía, soñaba el sueño de otro hombre. La metamorfosis era inevitable, su sombra se difuminó y nació el infierno mientras decía: «perdónalos porque no saben lo que sueñan».

a

La hora del té

Emma Yanet Carranza Suárez

La vida de Maite no era como la de cualquier joven de su edad, vivía bajo el cuidado de Daniel, un anciano que solía permanecer casi todo el día en el viejo y enorme sillón que había en la sala de la antigua casa. La casa era pequeña y obscura, las cortinas siempre cerradas obstruían cualquier rayo de luz, los contados muebles permanecían siempre donde mismo.

Maite acostumbraba mirar todos los días por la ventana del baño, afuera estaba la vida, y se limitaba a un estrecho y sucio callejón. Se encerraba horas para mirar por la pequeña ventana, suspiraba y entretejía los dedos bajo la barbilla, cerraba los ojos imaginando un mundo mágico, como el de sus libros, que se esfumaba cuando oía a lo lejos crujir la madera bajo el bastón de Daniel, que cruzaba la sala. Bajaba de la escalerita, abría la llave de la regadera y se metía a prisa.

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