No eran preguntas fáciles, no para mí, amanuense de aldea, que nunca me había planteado estos problemas. En España, cuando vivía en mi tierra con doña Dolores y Santiago, ciertos hombres doctos de Castilla disertaban entre ellos sobre las poblaciones del Nuevo Mundo. Algunos creían que los indios no merecían gran respeto porque les gusta andar desnudos, no honran la virtud, son distraídos e ingratos con quienes demuestran ser sus amigos; ni siquiera soportan grandes fatigas, no son previsores y proveen día por día a sus necesidades sin tener en cuenta el futuro. Santiago, que sabía de estas discusiones, no era de la misma opinión; refería de otros hombres doctos –también de Salamanca– que hablaban de los indios como seres racionales, rápidos para aprender y obedientes a las enseñanzas de quien se hubiera propuesto conducirlos a mejores costumbres con maneras suaves.
Sí, recuerdo todo de aquel día: el grupo de Velázquez y sus acompañantes, Cervantes el loco que hacía piruetas, la cólera de Andrés de Duero, las miradas de Elena Juárez a Cortés, la excitación de Santiago… ¡Y tengo buenos motivos para recordarlo! Ahora sé que ese día de febrero del año mil quinientos diecinueve de Nuestro Señor Jesucristo se decidió la suerte de mi hijo.
Catalina Juárez se acercó a Cortés sin una sonrisa; rozó su mentón, apoyando un instante la mejilla sobre la de su marido.
–Se diría que estaréis lejos mucho tiempo –dijo la mujer con tono severo. Sus palabras se mezclaron con los chillidos de las golondrinas de mar, mientras las gaviotas daban vueltas alrededor de la verga de una carabela como moscas sobre un pedazo de carne en descomposición.
–Estebanillo se ocupará de todo –le respondió Cortés con voz ausente.
–Como siempre. Ese negro ardería en el fuego por vos –comentó Catalina con inmutable seriedad.
–Estáis de mal humor… tenéis motivo pero no derecho –observó Cortés.
–Los motivos no pueden hacerle compañía a una mujer; en cuanto al derecho… –Catalina se interrumpió y tuve la impresión de que no dejó salir todo lo que había subido a su garganta desde el corazón amargado. Cortés le rodeó la cintura con ternura.
–Debisteis elegir otro hombre, Catalina. Esta isla es demasiado pequeña para vivir mucho tiempo, nunca os lo he ocultado y por lo tanto no os he engañado.
–Me habéis desposado ya con intención de abandonarla, no creáis que no lo sé…
–No, no es para abandonarla, sino para volver con honores y fortuna –le dijo Cortés sin demasiada convicción.
–… y ahora lo habéis logrado, Velázquez acaba de decirlo, partiréis hacia las nuevas tierras… –objetó Catalina desprendiéndose del abrazo del marido.
Cortés no agregó nada y Catalina permaneció silenciosa.
Se oyó a lo lejos el toque de la campana, para avisar que la misa estaba por comenzar. Velázquez, Cortés y los demás no apuraron el paso; por el contrario se detuvieron, lo que Cervantes el loco aprovechó para aliviar el intestino agachándose al borde del camino como un perro. El grupo no dejó pasar la oportunidad y reanudó la marcha a buen paso dejando a sus espaldas al bufón con los pantalones bajos y las manos apoyadas en la tierra, en precario equilibrio. Fue entonces cuando Elena Juárez, la cesareña –así la llamaban, aunque no sabría decir la razón–, se separó de Velázquez y sustituyó a su hermana Catalina en el brazo de Cortés. Bernardo el infante, cuando lo conocí, me dijo que no era tan indiferente como parecía a primera vista, sino que velaba por Catalina y otras dos hermanas menores como una leona por sus cachorros.
–Al fin lo habéis conseguido –dijo Elena a Cortés sin cambiar la expresión del rostro, triste y agraciada como la Virgen de los Remedios–. Quiero creer que realmente sabéis lo que estáis haciendo –le advirtió.
El capitán estrechó el brazo de la cesareña bajo el suyo poniendo de manifiesto la intimidad que los unía.
–Sí, lo sé muy bien, he esperado diez años este momento.
–Grijalva y Hernández de Córdoba volvieron maltrechos; otros muchos ni siquiera volvieron. Sabréis también esto, entonces.
–No tuvieron suerte.
–¿Qué os hace pensar que vos la tendréis?
–Vos, por ejemplo, que estáis aquí en el momento en que os necesito. Os hubiera buscado…
–¿Me hubierais buscado? ¿Como lo hacíais antes?
–No hay que menospreciar la pasión…
–Con las pasiones no se gobiernan los deberes. Ya no es el tiempo ni el lugar para dar rienda suelta a los sentimientos; no olvidéis que tenéis una esposa, propiedades, siervos y títulos.
–Lo tengo en cuenta, y a veces también pienso que no he nacido para vivir con una esposa.
–Yo, en cambio, no conozco ninguna mejor que Catalina. Dios no permita que le ocurra lo que me ha ocurrido a mí, y que os evite también a vos lo que os ocurriría si no la tratáis como corresponde. Estáis avisado.
–¿Me amenazáis?
–¿La oscuridad de la cárcel y los cepos no fueron suficientes para vos? ¡Cuánto se necesita para convencer a un hombre de que haga lo que le conviene!
–Conviene lo que Dios quiere.
–Hermosas palabras, sabéis hacer las cosas, don Fernán, como siempre. Pero si deseabais ser monje, debisteis permanecer en el monasterio donde os habíais refugiado.
–Quién sabe si no vuelvo, tarde o temprano, pero en tierra firme, no en una isla angosta, rodeada por el mar. Habéis oído a los hombres de Grijalva…
–Vos no habéis nacido para ser fraile, como yo no he nacido para ser monja; ésta es nuestra desgracia.
–…Cuando volvieron, hablaban de cimas altísimas siempre nevadas; y si hay montañas altas y grandes ríos, no puede ser una isla lo que habían encontrado, sino tierra, tierra firme, unida a un continente.
–¿Se puede saber lo que deseáis de mí?
–Una merced muy grande…
Cortés miró a Elena a los ojos. Todavía era bella a los treinta años, sólo un poco ajada por la lascivia del corpulento gobernador. Se aseguró de que nadie los mirara y rozó furtivamente la mano de ella.
–No pidáis de nuevo estas cosas, no a mí. Si no es por la autoridad de Velázquez, respetadme al menos como mujer que ya os ha dado prueba de que desea conservar su lugar aunque el corazón la empuje hacia vuestro pecho. –Dicho esto, Elena retrajo la mano y se distanció levemente de Cortés.
–No os alejéis, no temáis; sé respetar los deseos de una señora –le susurró don Fernán.
–Siempre que encontréis quien os oponga resistencia –replicó ella.
–Precisamente de él, de Velázquez, quería hablaros. El gobernador declara en público que ya me ha dado el mando de la flota, pero yo sé que quiere retractarse; ha vuelto a hablar de Vasco Porcallo con relación a la armada. Os escucha, tiene confianza en vos. Convencedlo de que esto es lo mejor, de que no tendrá que arrepentirse de haberme elegido…
–Realmente es importante para vos, ¿verdad? Sois ambicioso, siempre lo habéis sido. Y estáis convencido de que ésta es vuestra oportunidad.
–Vos tampoco tendréis que arrepentiros; si no deseáis mi corazón, aceptad por lo menos una parte de las riquezas que Dios me reserve en este viaje.
–¿Cómo podéis decir que conocéis lo que yo deseo?
El comandante dudó. Después dijo: –Si no deseáis ser mi compañera, sed por lo menos mi socia; os prometo que saldréis ganando. Habrá riquezas para todos; para vos, para doña María vuestra madre, para vuestro hermano Juan, que tiene por delante los mejores años.
–Pensáis realmente en todo… y en todos.
–No, no en todos. El obispo de Burgos está bien acomodado en España y en estas tierras que la Corona le ha confiado. Está en buenas relaciones con Velázquez, ya lo sabéis; y el gobernador hace cualquier cosa para complacerlo, obteniendo a cambio favores e inmunidad. Nadie puede eludir a Velázquez; a sus espaldas está Juan Rodrigo Fonseca.
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