Alver Metalli - Los dioses inútiles

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Un padre que se lanza a la aventura en el Nuevo Mundo recién descubierto para conquistar gloria y fortuna; un hijo que lo sigue, rebelde e inquieto como todos los hijos. Unidos por un gran afecto, los separan sin embargo sus diferentes temperamentos y deseos. Esta novela es el resultado de un minucioso trabajo de búsqueda y recuperación de datos y circunstancias. El autor llevó a cabo investigaciones en Santo Domingo, Cuba y México, donde durante tres años recorrió la ruta de Cortés y su expedición.

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Cuando volvimos al campamento vacié la bolsa de Santiago para pasar sus cosas a la mía. La llevaba consigo adonde fuéramos y la vigilaba como si contuviera vaya a saber qué tesoros. Adentro había algunos objetos, de esos que se proponía intercambiar con los indios de la región; además, puntas de cobre para las flechas, la escudilla de madera para el rancho, la bota de cuero que se había comprado en Sevilla antes de embarcar, algunas ropas, cuerda para la ballesta, botones, de los que había hecho con los huesos del tiburón, el cinturón que le había regalado doña Dolores, algunos folios de papel de carta prensados entre dos tablillas atadas con una tira de cuero. Las hojas están escritas con letra apretada; la prolija caligrafía es inconfundible. Ya me había olvidado de este hábito suyo de escribir. Era algo que se había propuesto hacer, yo lo sabía; en La Española lo veía inclinarse sobre el papel cada vez que volvía de sus visitas a los frailes de la isla; pero desde que nos habíamos embarcado en San Cristóbal de La Habana no lo había visto tomar la pluma. Puede ser que lo haya hecho en la nave de Portocarrero, durante la navegación entre Cabo San Antonio y Cozumel. Allí se repiten continuamente algunos nombres: Bernardo, Antonio, Tomás… Pedro sobre todo. Debe ser el nombre de esos frailes con los que andaba.

La búsqueda resultó infructuosa hoy también. Argüello está seguro de que Santiago no está aquí; experto en perseguir indios hasta el fin del mundo, dice que si hubiera cualquier cosa, viva o muerta, la habría encontrado. No le creo, él también puede equivocarse. El cuerpo de Santiago debe estar en alguna parte… No puedo dejarlo a merced de los animales. Debo encontrarlo, verlo por última vez, darle sepultura como corresponde a un cristiano. Pediré más tiempo a Cortés. Hoy no tengo ánimo para escribir…

No hay nada que hacer. Hace cinco días que estamos buscando. Los indios se han llevado a sus muertos. Ellos por lo menos podrán llorarlos. Cortés no quiere esperar más; está decidido a ponerse en marcha. Han comenzado los preparativos; mañana o pasado mañana reanudaremos el camino. Yo con el desaliento en el corazón. No tengo paz por haberlo arrastrado a esta empresa. El padre Olmedo dice que es más sabio resignarse y esperar que el tiempo suavice las cosas. Entiendo su consejo. Pero yo no quiero que terminen volviéndose borrosas. Quiero que se conserven bien claras. No quiero olvidar nada de estos días, de estos meses, de cómo ha vivido y ha muerto Santiago. Y si el olvido es una ley que la piedad de Dios ha grabado en la naturaleza humana, que mi escritura pueda desafiarla. Seguiré haciéndolo. Cuando y como pueda. Se debe saber de mi hijo, y cómo ha muerto, y cuándo y cómo ha hecho frente a lo que se nos presentaba, y dónde. Y quiénes eran sus compañeros, quiénes los adversarios, quién el comandante a cuyo servicio nos hemos aventurado en estas tierras.

“En ésta perdemos honor, vida y haberes, o Dios nos devolverá todo cien veces…”

Lo conocí un día de fiesta en Cuba, donde había ido desde La Española porque se decía que allí, en la isla donde era gobernador Diego Velázquez, estaban alistando una flota para las nuevas tierras. Fernán Cortés vivía entonces en la ciudad de San Yago, en una hacienda sobre la costa del poniente a cinco millas de la ensenada del Milagro, en el interior; pero hubiera sido inútil buscarlo en sus posesiones, porque pasaba la mayor parte del tiempo en el puerto, entre el almacén de los hermanos Sánchez y la taberna La Media Luna. En el puerto esperaba las naves, en la taberna interrogaba a los capitanes con un buen tinto de Castilla de por medio. Por tanto era allí donde había decidido ir, y al puerto me estaba dirigiendo con Santiago, mi hijo, cuando me crucé con Velázquez –y Cortés a su lado– rodeado de una bulliciosa compañía.

La jornada era tórrida, húmeda, demasiado húmeda para que reinara el buen humor. Sólo a Cervantes el loco , el bufón de Velázquez, no parecía afectarlo, y hacía payasadas sin gracia delante del gobernador y sus acompañantes, que se dirigían a la iglesia de la ciudad para cumplir el precepto al cual está obligado todo buen cristiano el día en que Dios Padre descansó de las fatigas de la creación. Cervantes hacía piruetas y canturreaba una curiosa retahíla de versos sin sentido.

Honor, honor a mi señor.

Honor a Diego, el gobernador,

que de estas tierras es el más noble tutor.

Nadie hay en el mundo que sea superior,

no hay quien lo iguale en fama y valor.

Honor, honor a mi señor…

¡Oh Diego, oh Diego, temerario señor!

¡Oh Diego, oh Diego qué enorme error!

En tu futuro veo rabia y deshonor…

Mientras el bufón recitaba sus ridículos versos y Diego Velázquez hacía rebotar la panza a cada paso sin prestar atención al juglar, otro gentilhombre, a su izquierda, seguía con no poco esfuerzo el paso del gobernador. Era el secretario privado, De Duero, pequeño como un gnomo y de tan buen discernimiento como un clérigo. Al lado del secretario caminaba Amador Lares, contable iletrado pero tan prudente y astuto que Velázquez quiso tenerlo a su servicio, porque contratándolo como aliado no debía temer que un día se convirtiera en su adversario. Pero ya entonces el conocimiento de los hombres no era una virtud de Velázquez, y no fue ésta la única vez que se equivocó.

Fernán Cortés, más joven de edad de lo que demostraban su aspecto y el talante melancólico, caminaba a la derecha de Velázquez siguiéndole el paso con agilidad. Era de estatura discreta, un poco más alto de lo común; tenía el cuerpo bien proporcionado en sus partes, ancho de espaldas, bastante musculoso y robusto de pecho. Era delgado pero no flaco, un poco arqueado pero no encorvado, de movimientos agraciados sin ser afeminado, ágil se hubiera dicho, mirándolo apoyar el peso del cuerpo sobre la punta de los pies. Tenía fama de ser buen jinete y de saber usar con destreza las armas, tanto a pie como a caballo, probablemente porque desde niño se dedicaba a la caza de liebres con su lebrel. La expresión del rostro no era alegre pero la mirada de Cortés era serena y al mismo tiempo seria. Tenía la barba negra como el cabello, rizada, un poco rala, y una cicatriz no muy bien disimulada. Dicen que de muchacho era bastante fogoso en materia de mujeres, que hizo uso del cuchillo para tenerlas o para defenderlas. Tuvo siempre la mejor, si por valentía o por suerte no sabría decirlo, pero la una –ya se sabe– no contradice a la otra, y las dos se acoplan furtivas como amantes en la noche. No todos sus adversarios pudieron lamentarse de haberlo enfrentado. No estaba presente en esa época y no sé si son ciertas las voces que corren, pero no me sorprendería que haya sido tal como cuentan quienes le quieren bien y quienes le quieren mal, los primeros para elogiar su destreza, los otros para criticar las malas inclinaciones que debían gobernarlo.

Lo cierto es que cuando Santiago y yo lo conocimos tenía aquella cicatriz en el labio. Una cicatriz pequeña que debió haber cerrado mal si después de tantos años seguía siendo evidente, como un estigma que Cortés hubiera preferido no tener. Sólo se la podía ver mirando con atención cierto lugar del rostro, porque Cortés trataba de ocultarla con la barba. Pero aun así, con el pelo rizado de un dedo de largo, la cicatriz asomaba por el extremo del labio lo suficiente para revelar, a quien entiende de estas cosas, que el filo de un cuchillo y no otra cosa la había provocado. Santiago, que sentía una gran curiosidad por Cortés, quiso saber dónde, por obra de quién y cuándo se la había hecho; sólo pude repetirle la historia que se contaba en voz baja en las tabernas del Nuevo Mundo. Que en la isla de La Española había cortejado a una dama de Castilla ya prometida a un capitán hasta que logró poseerla; éste –un robusto andaluz– a la vuelta de un viaje y habiendo obtenido confirmación de sus sospechas, pasó del barco a la taberna para resolver la cuestión en forma expeditiva.

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