Alver Metalli - Los dioses inútiles
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Así empezó nuestra primera batalla en aquellas tierras, allí ha cambiado mi destino, así ha comenzado mi tormento de padre. Dicen que el paso del tiempo suaviza todas las cosas y cicatriza las heridas más profundas, que con el transcurso de los años los recuerdos, aun los más dolorosos, se diluyen y luego se borran de la memoria, reemplazados por otros más benévolos y recientes. Pero yo no quiero olvidar; quiero recordar cada una de las cosas que pasaron. Todo, todo lo que ocurrió: las flechas de los indios que subían hasta el cielo, tan numerosas como las agujas de un puercoespín; las piedras que llegaban en oleadas silbando y rebotando contra los escudos con estrépito; los fusileros que respondían con descargas de arcabuces, los ballesteros que arrojaban dardos; Santiago, con una rodilla en tierra y la otra sosteniendo el brazo que empuñaba la ballesta, la cargaba, apuntaba y tiraba con la rapidez de un veterano de muchas guerras. Era su primera batalla.
Los indios caían, derribados por el plomo y por los dardos de los ballesteros, pero seguían avanzando hacia nosotros gritando y aullando. El cañón tronaba, el falconete segaba cuantos tenía delante. Los fusileros ni siquiera apuntaban y las bombardas y culebrinas también abrían fuego contra la horda enloquecida sin preocuparse demasiado en qué dirección lo hacían, derribando una gran cantidad de atacantes. Las balas del cañón abrían brechas en las filas de los adversarios arrojándolos por el aire con sus penachos. A cada explosión los indios se detenían un instante desconcertados, después seguían avanzando, incitados por sus jefes. Los que estaban en las primeras filas se comportaban de manera extraña: después de cada tiro de cañón, y antes del siguiente, arrojaban hacia arriba puñados de hierba y arena todos juntos, para que no pudiéramos ver –según creo– los guerreros que caían, y apenas se disipaba el humo de la explosión éstos desaparecían, sepultados por la marea de los vivos que seguía avanzando.
A los primeros que llegaron hasta nosotros los atravesamos con las lanzas, y a los que lograron pasar los derribamos a sablazos. El formidable Argüello frenó a uno con el escudo y lo clavó en tierra con la lanza; Bernardo cortó de un tajo la cabeza de un guerrero que rodó por tierra con el tocado de plumas puesto. Busqué con la vista a Santiago en la posición que ocupaban los ballesteros, pero no lo vi. En el choque con nuestras espadas, las suyas se hacían pedazos con facilidad. Un portugués, un soldado de los nuestros, se dobló hacia adelante dando un grito, con una flecha clavada en la oreja. Gemía y se contorsionaba hasta que Pedro López acudió a ayudarlo y le arrancó el dardo de la carne. Una piedra alcanzó a otro soldado en pleno rostro y cayó en tierra sangrando. Las flechas de los indios, las pocas que daban en el blanco, se quebraban contra las armaduras. Seguimos atacando hasta que retrocedieron, perseguidos por el plomo de los fusileros y por las flechas de los ballesteros que hendían el aire y se clavaban en sus espaldas. Pero los fugitivos no se dispersaron. Ante el reclamo de los jefes se detuvieron y enfrentaron de nuevo las lanzas que los apuntaban y los proyectiles de los fusileros.
La batalla se prolongaba siempre igual, entre retiradas y nuevos asaltos y con grandes pérdidas para los nativos, cuando de improviso escuchamos gritos; los escucharon también los indios que se volvieron dándonos la espalda. Cortés y los jinetes llegaban al galope por detrás de ellos con gran estrépito y gritos y ruido de cascabeles, alzándose sobre las sillas, con las lanzas en ristre apuntando hacia adelante. Los indios gritaban como si hubieran visto al demonio, las formaciones de su ejército se abrían frente a los caballos como las aguas del Mar Rojo al paso de Moisés. Rompían filas, huían en todas direcciones, con tal de que fuera lejos de los caballos, desordenadamente, como hormigas enloquecidas por las llamas.
A una orden de Ordás nos desplegamos, ocupando más terreno. El campo de batalla estaba sembrado de cuerpos y objetos: muertos, agonizantes, miembros amputados, tocados de plumas, armas. Los cuervos se posaban en tierra y se acercaban a los cadáveres. Los indios heridos gemían de dolor; otros, mutilados pero conscientes, se arrastraban tratando de alejarse. Cortés y la caballería volvieron de la persecución poco después; infantes, ballesteros y fusileros ya habíamos roto filas y caminábamos hacia los márgenes del bosque, donde se encontraba el campamento, espantando a los cuervos que estaban consumiendo su banquete de ojos y vísceras. A lo largo del trayecto miré alrededor buscando a Santiago y no lo vi. Pensé que habría llegado al campamento y aceleré el paso, impaciente por escuchar sus experiencias de la batalla. Se encontraba éste a una legua del lugar del enfrentamiento, a poca distancia del estuario del río donde estaban ancladas las naves. Lo habíamos armado como pudimos, a las apuradas, sin limpiar siquiera el suelo de malezas. Cuando desembarcamos, antes de ser atacados por los indios, sólo habíamos tenido tiempo de amontonar provisiones y algunos pertrechos en un pinar sobre la playa. Después, la horda vociferante nos había atacado. Pensé que tal vez Santiago se hubiera dirigido allí, al pinar, y me estuviera esperando a la sombra de las plantas junto con Rescatada, un lebrel del cual se había vuelto inseparable, cansado y orgulloso de la batalla que acabábamos de librar. El aire se purificaba a medida que me alejaba del campo de batalla, las esencias de la vainilla se imponían sobre el olor de la muerte y de la pólvora; frente a mí, el pinar era una cinta verde contra el fondo rosa del cielo. Cuando llegué más cerca miré bajo los árboles, distraídamente, pensando que vería a Santiago o al lebrel que señalaba su presencia. Doña Francisca de Ordás y María de Estrada tendían un telón oscuro entre las plantas preparando un reparo para la noche; las dos muchachas “Bermuda” –así las llamaban, pero no sé decir por qué– amontonaban ramitas secas cerca de una gran olla para encender fuego; doña Isabel Rodríguez, Catalina López y María de Vera repartían recipientes con agua entre los soldados para que se recuperaran de las fatigas de la batalla. Beatriz de Paredes, la mulata, lavaba las heridas de su marido, Pedro D’Escoto.
Santiago no estaba con ellos.
Me interné en el pinar hasta donde los árboles ya raleaban y el olor de la resina cubría el de la vainilla. Algunos soldados dormían a la sombra de las plantas sin preocuparse por las hormigas y los insectos que los atacaban, más numerosos que los indios en el campo de batalla. Los grillos saltaban de un lado para otro, como un manantial de agua entre las piedras. Recordé las langostas de Bernardo; no tuvo tiempo de contar cómo habían hecho para distinguir las langostas de las flechas y me propuse preguntárselo. Pensé que encontraría a Santiago tendido sobre el colchón de agujas de pino, vencido por el cansancio y el sueño, pero no estaba. Me acerqué a los soldados, a los que estaban más ocultos en medio de la vegetación, guiado por sus ruidosos ronquidos. Me incliné sobre rostros deformados por el cansancio, sobre máscaras de sudor y de polvo, sobre pieles rugosas y barbas enredadas. Santiago no estaba allí. Pasé de un corrillo a otro, espiando bajo improvisadas techumbres de hojas a los soldados que conversaban, sin verlo. Una nube de mosquitos me seguía a todas partes. Aquí y allá los soldados se untaban las heridas con la grasa de un indio muerto, otros las quemaban con tizones encendidos, otros las vendaban con hojas de tabaco que habían traído de Cuba.
Aceleré el paso, dirigiéndome hacia el punto del pinar donde habíamos amontonado nuestras cosas. Estaban todas en su lugar: las bolsas con nuestra ropa, las hamacas, las cazuelas para la comida, las baratijas para el trueque y algunas pocas cosas más. Santiago no estaba ni había rastros de su paso. Miré alrededor atontado, sin saber qué pensar, atormentado por los mosquitos y por una indefinible inquietud. En los límites del pinar, bien a la vista, algunos indios estaban sentados sobre la tierra, atados unos con otros y aterrorizados. Cortés había ordenado tomar prisioneros para usarlos como mensajeros entre nosotros y los adversarios, y así lo habíamos hecho, atrapando una veintena, sanos algunos, heridos otros. Los capitanes estaban orgullosos de aquella batalla; lo estaban también mis compañeros, pero yo no me sentía tranquilo ni orgulloso.
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