La porción de océano que protegía la ensenada estaba en calma, tan serena como nunca la había visto hasta el momento. Poco a poco, surgiendo de la oscuridad como fantasmas, los hombres se congregaban en la explanada del puerto. Al toque de la campana de bronce los últimos durmientes abandonaban el lecho y los retrasados apuraban el paso. Desde las naves ancladas a poca distancia respondía el repique de las campanas pequeñas, más agudas y sonoras, que acostumbraban marcar el ritmo de la jornada a bordo de los bergantines. El cielo comenzaba a teñirse de rosa, las golondrinas de mar cortaban el aire quieto como las aguas de la bahía.
Soldados y marineros formaron un semicírculo. Fray Bartolomé de Olmedo se colocó frente a un altar adornado con telas blancas bordadas. Lo roció con agua bendita y giró hacia la multitud silenciosa para repetir el mismo gesto. Cortés, vestido de terciopelo, con espada y cadena de oro al cuello, estaba dentro del semicírculo, a la derecha del celebrante. Fray Olmedo se arrodilló, y cien hombres junto con él. El coro se había transformado en un frente compacto de notas, el Salve Regina colmaba la ensenada… Ad te suspiramos, gementes et flentes … Bartolomé de Olmedo acomodó los ornamentos sobre el sayo e impulsó el cuerpo robusto sobre un cajón colocado a su lado, elevándose lo suficiente como para que lo vieran desde cualquier punto de la explanada. Allí hizo un gesto con la mano; todos estábamos arrodillados y nos pusimos de pie. Su voz un poco ronca rompió el silencio.
–Escucharéis en unos momentos que San Lucas el apóstol relata que Cristo Nuestro Señor había preparado una gran cena invitando a la mesa a los hambrientos que buscan el pan que sacia… –La tenue claridad sobre el horizonte anunciaba el amanecer–. …Pero no todos los comensales se alimentaron con sencillez de corazón, con la gratitud que hubieran debido sentir hacia el huésped que los convocaba a la mesa y por el alimento que se ofrecía a su apetito… –Miré a Santiago del otro lado del semicírculo, con sueño pero bien derecho, como si el Hijo de Dios en persona fuera a bajar del cielo para pasar revista a su tropa. Bartolomé de Olmedo elevó la voz.
–Del mismo modo Nuestro Señor no ha sido servido como corresponde en la isla de La Española, que su Providencia había ofrecido para ser descubierta, a fin de que la caridad de los cristianos pudiera tener una base desde la cual lanzarse hacia espacios más grandes y más valerosas empresas –afirmó severamente el fraile forzando la garganta–. Los españoles que llegaron a estas tierras vieron que podían conseguir oro en abundancia, que la gente que las habitaba podía ser sometida con facilidad; entonces se dedicaron a despojar a los nativos de sus pertenencias en vez de enseñarles la fe en Jesucristo. Los que se gloriaban del nombre de cristianos han sido causa de ruina para los indios, y ellos han aborrecido su Nombre como una maldición.
Bartolomé Olmedo reorganizó sus ideas; el silencio se llenó con el ruido de las olas que rompían en la playa. –Hasta el día de hoy, por culpa de la avidez de algunos de nuestros compañeros, los nativos que viven en las islas sienten horror por la ley de Dios, que muy pocos les han ilustrado con belleza de ejemplo y mansedumbre de corazón. –Aspiró el aire húmedo, hinchando el pecho bajo el sayo–. Estos hombres sin Dios trataron después de difundir la idea de que los indios de los cuales abusaban son gente bestial, sin juicio ni entendimiento, repletos de vicios y abominaciones, y que no son capaces de entender la doctrina cristiana ni llevar a cabo cosa alguna merecedora de recompensa eterna.
En la explanada todavía a oscuras, dos velas a punto de apagarse despedían chispas a su alrededor, iluminando con una luz temblorosa la estatua de la Virgen de Monserrat. Volví a mirar a Santiago, que seguía la prédica con concentración, como si quisiera encontrar confirmación o desmentida a cosas que ya había oído en otra parte de otros predicadores, y que con ellos ya había discutido.
–El demonio enemigo de Dios y la concupiscencia que hay en nuestros corazones fácilmente podrían convencer a algunos de nosotros de que los indios no deben ser cristianos. ¡No se dejen engañar por el maligno! Procurar almas para el cielo es tan importante que nuestro Dios, desde que ha creado a los hombres, trata de atraerlos hacia Él con inspiraciones, signos y castigos…
Estas y otras cosas nos dijo aquella mañana el buen fraile y las repitió en muchas ocasiones los días que siguieron. Era bueno para nosotros que hubiera alguien que nos las recordase, porque soldados y marineros teníamos la memoria corta, presa fácil para las pasiones que nublan el intelecto.
Era bien incierta la vida en aquellas regiones del Nuevo Mundo y más aún lo era el destino de nuestras almas, asediadas por peligros de todo tipo y en primer lugar la lujuria. En el tiempo que estuve en San Yago vi cómo arrastraban a la ciudad a una mujer que vivía en una aldea de la costa del poniente, poblada por indios cristianizados. La desventurada había acuchillado a su marido por orden de su amante, un soldado más joven que ella llamado Paredes, con el cual después había huido. El soldado, cuando se hubo apoderado de su dote y ya antes de su virtud, abandonó a la mujer a su suerte, que no era otra que el cadalso. En efecto, la apresaron y la condenaron a morir en la horca. Ella siguió maldiciendo a su amante con todas sus fuerzas. Rechazaba los sacramentos, gritaba que quería ir al infierno porque allí –estaba totalmente segura– encontraría al soldado: en las llamas a las que son condenados los infames traidores. No escuchaba razones, no se preocupaba por su alma, sólo pensaba en gozar de la perdición eterna de quien la había engañado. Cuando la llevaron al patíbulo, apareció un fraile que se dirigió a ella con tales palabras que la mujer se arrepintió por fin de sus pecados, lloró amargamente y se confesó. La vi con mis propios ojos morir en paz, en la horca. Santiago conocía a aquel fraile porque ya había estado con él y sus compañeros, y pasó con él el resto de la jornada.
Cuando terminó el sermón, el comandante no esperó que se disolviera la asamblea, y sin demorarse subió a la cubierta de la nave principal. Allí siguió recibiendo informes, desde allí volvió a impartir ráfagas de órdenes y su voz se escuchaba por encima de cualquier otro ruido.
–Los barriles de pólvora –gritaba–, elevadlos veinte centímetros… aquellos cajones, estibadlos en proa y distribuid equilibradamente el peso… los faros de señalización montadlos donde os dirá Alaminos… –Quería estar seguro de todo, todo tenía que ser hecho de la mejor manera. No lo abandonaba el buen humor ni siquiera cuando sus responsabilidades se volvían abrumadoras, y hacía frente a los imprevistos con presencia de espíritu.
Esa tarde cuando en fila india –el hocico de uno tocando la cola del otro– unos diez caballos subían lentamente por la pasarela de madera para entrar a la nave, Cortés estaba en tierra enrollando cuerda en un barril. Se le acercó el capitán Juan Velázquez de León, con los ojos fijos en una musculosa potranca gris que en ese momento enfilaba por la pasarela hacia el puente de la nave.
–Mi-miradla, es la tercera de la fila –señaló a Cortés con visible complacencia–. Mi Ra-Rabona no quería quedarse sola, entonces la traje conmigo. ¿No es ma-magnífica?
En ese preciso instante los lebreles que ya se encontraban a bordo empezaron a ladrar armando un gran barullo; a ellos se sumaron otros alanos que estaban en tierra y esperaban para embarcar. Los perros parecían enloquecidos: ladraban, gruñían y el estrépito contagiaba también a los de las naves vecinas. Dos caballos de la fila relincharon y patearon atemorizados, se pararon en dos patas, retrocedieron; parecían a punto de caer de la angosta pasarela, arrastrando consigo a los que venían detrás.
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