Álvaro González de Aledo Linos - La vuelta a España del Corto Maltés

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El autor es médico y Capitán de Yate. En el verano de 2012, junto a Luis Espejo, también Capitán de Yate y ambos navegantes aficionados, dio la vuelta a la península ibérica a vela en una travesía que duró tres meses. Tres detalles hicieron a este viaje especial. En primer lugar el barco era un Tonic 23, velero de serie de menos de 7 metros y 28 años de antigüedad, sin ninguna preparación estructural específica.En segundo lugar, la circunnavegación de la península fue completa, no finalizó en Cataluña como es lo habitual. Ellos continuaron la vuelta atravesando Francia por el Canal de Midi y volvieron a Santander por el Este.Y en tercer lugar, no estuvieron esponsorizados, realizando el viaje por el puro gusto de navegar y con sus propios medios. En este libro se relatan los detalles de la preparación del barco, las anécdotas del viaje y sus propias conclusiones personales y relativas a la navegación en barcos pequeños de serie. Si algún lector se anima a ampliar los horizontes de su pequeño velero tras la lectura de estas páginas, el objetivo del libro estará cumplido.

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De gasolina llevábamos el depósito externo del fueraborda (12 litros) y 3 bidones externos de 5 litros que, en realidad admiten 6 litros o un poco más (no conviene llenarlos hasta el borde puesto que con el calor la gasolina se expande mucho y podrían rebosar). Además, el depósito interno del fueraborda hace algo más de 1 litro. En total alrededor de 31 litros que, en las peores condiciones, dan para hacer unas 60 millas. En las etapas de Las Landas, en que preveíamos hacer más millas si no conseguíamos entrar en Arcachon, como así sucedió, incorporamos 12 litros más en bidones, lo que fue providencial pues nos quedamos sin viento en una etapa de 128 millas.

Respecto al fondeo, hemos llevado dos anclas tipo Britany, una de 9 kg estibada permanentemente en el pozo, y otra de repuesto de 13 kg para situaciones excepcionales estibada en el interior, cada una con su línea de cadena y de cabo. La de 13 kg no salió de su sitio de estiba, por suerte, en todo el viaje. Cuando las características del fondo o la meteorología nos pedían reforzar el fondeo lastrábamos la cadena, a nivel de su unión con el cabo, con el escandallo (5 kg) que así cumplió una nueva función a bordo. Esta solución fue siempre muy eficaz y más sencilla que sustituir un ancla por otra. No obstante, nos parece una medida elemental de prudencia llevar dos anclas, tanto por si se pierde una en un fondeo (tener de repuesto) como por si se presentan vientos excepcionales tener una de mayor agarre. Y para los amarres en puerto, además de una buena colección de defensas calculada por lo alto, embarcamos un tablón de 2,5 metros de largo. Su utilidad es colgarlo por fuera de dos defensas gordas y prolongar la protección del muelle a toda su longitud, especialmente en muelles con pared irregular o, lo que es más frecuente, construida con columnas o salientes verticales. Este tipo de pared fue muy habitual en toda la travesía (depende de la técnica constructiva del muelle) y es difícil de protegerse de ella pues las defensas acaban siempre entre dos salientes y el casco rozado. Igualmente resultó útil en las esclusas del canal de Midi, cuya pared es extremadamente agresiva y muy fácil arañarse con ella, sobre todo cuando la esclusa se llena. Finalmente llevábamos dos bicheros en vez de uno, lo que nos simplificó la vida enormemente en las esclusas.

Unos días antes de empezar la vuelta a España dimos al barco la patente antiincrustante nueva. Elegimos la misma autopulimentante de todos los años, que habitualmente dura 12 meses, de color rojo. Suele decirse que la de color blanco atrae a las ballenas, que desde debajo confunden el casco de la embarcación con otra de su especie. Mejor no comprobarlo. No tuvimos en cuenta los miles de millas que haríamos en pocos meses ni los mares tan formados y las olas que nos íbamos a encontrar. Esta pintura se va activando pero a la vez desprendiendo en capas por efecto del roce con el mar. A mitad de la vuelta a España comprobamos que en las zonas de más roce (la proa y la panza delante del quillote, que recibe los peores pantocazos) ya se había desprendido casi entera y asomaba el color blanco del gelcoat. Pese a ello, y como el barco no estaba parado más que unas pocas horas cada día, no llegaron a salirle algas ni caracolillos.

Para el caso improbable de tener que abandonar el barco por incendio o hundimiento (las dos únicas razones que lo justificarían) hicimos un bidón de supervivencia que situamos debajo de la mesa de cartas. Llevaba lo necesario para ese tipo de emergencias: un inflable, algo de agua y comida, bengalas, espejo de señales, VHF portátil con su batería, linterna flash estanca, bocina de niebla, una filástica, etc. Sería lo primero a echar al agua y, a continuación, todo lo que flote (defensas, chalecos, tabla de surf, colchones, etc.). El bidón siempre tiene que tener una cámara de aire (no llenarlo hasta arriba) para que flote, y si se le meten cosas nuevas hay que comprobar que sigue flotando (¿os imagináis que en el momento de necesitarlo comprobáramos que se va a pique?). Además, conviene llevar siempre encima el móvil dentro de una bolsa estanca, con el número de Emergencia Marítima memorizado (900 202 202). Este número se eligió precedido por un 900 para que fuera gratuito, y porque el 202 simula la palabra SOS.

El Corto Maltés no tiene nevera. Las baterías no dan para tanto. En todas nuestras navegaciones llevamos una caja de porespán en la que introducimos “frigolines” (acumuladores de frío) previamente congelados o cubitos de hielo. Los frigolines son unos rectángulos de plástico con un gel en su interior que se introducen en el congelador de 20-25 ºC bajo cero y pueden mantener una temperatura cercana a 0 ºC en el interior de la caja de porespán durante 2-4 días. Tienen la ventaja sobre los cubitos de hielo de que no se convierten en agua al calentarse (la comida no queda sumergida en agua nunca) y el inconveniente de que hay que tener los medios para recongelarlos. Normalmente pedimos en las marinas o en alguna tienda o bar cercanos que nos los guarden en el congelador hasta el día siguiente. No suelen poner inconvenientes, pero, muchas veces, llegamos tarde a puerto y encontramos los comercios cerrados o, por el contrario, al día siguiente nos vamos antes de que abran, por lo que esta solución no siempre es posible. Además, muchos comercios solo tienen congeladores domésticos de 4 ºC bajo cero, que no enfrían suficientemente los frigolines. En la vuelta a España llevamos muchos de repuesto, estibados en la sentina donde se adaptan perfectamente y contribuyen a bajar el centro de gravedad de barco. Calculamos que llevábamos aproximadamente 30 kg, todos cerca del fondo.

La alternativa es comprar cubitos de hielo en los comercios o pedírselos a un pesquero, que te los regalan encantados (ellos llevan toneladas de hielo a bordo). Antes considerábamos un inconveniente, que al calentarse se deshacen en agua y dejan la comida mojada. Pero en este viaje diseñamos un bidón recortado dentro de la caja de porespán, del tamaño de una bolsa de cubitos de 2 kg. La bolsa la vaciábamos en ese bidón recortado y enfriaba todo el contenido de la caja de porespán, y al derretirse trasvasábamos el agua a las botellas de beber, con lo que tenía un segundo uso. El agua que nos daban los pesqueros no era apta para beber, pues no procedía siempre de agua potable con garantías, además, tenía sabor a pescado. En zonas calurosas como Andalucía los cubitos se venden universalmente, hasta en los quioscos, pero en zonas de mayor latitud y climas más fríos, a veces había que hacer grandes recorridos hasta encontrarlos. Lo más habitual es que los tengan gasolineras y grandes superficies, una bolsa de 2 kg nos duraba un día. Cuando no teníamos ni frigolines ni cubitos de hielo comprábamos en el supermercado alguna bolsa de productos precocinados congelados que, hasta el momento de consumirlas, daban frío al interior de la nevera y hacían la función de los frigolines.

Para la vuelta a España decidimos embarcar una bici plegable. Nos hubiera gustado llevar dos, pero no nos cabían. La bici la estibábamos en el cofre de la bañera y la usamos muchísimo, tanto para hacer los recados como por gusto en las pistas que corren paralelas al canal de Midi. Para hacer los recados fue de especial utilidad para encontrar las gasolineras, pues cuando en un puerto no había una específica para los barcos, debíamos buscar una de carretera que habitualmente están en las afueras de las ciudades o los pueblos, y andando hubiera significado media hora o una hora de paseo, además de ir cargando con los bidones. En el canal de Midi sirvió como deporte y para acelerar el tránsito por las esclusas (uno se adelantaba con la bici para tener la esclusa abierta) y en las ciudades que visitábamos para hacer más ágil la visita, si bien teníamos que repartírnosla y quedar a una hora intermedia para intercambiarla. Por el contrario, la tabla de surf que llevábamos para desembarcar remando la utilizamos poquísimo. Casi siempre conseguíamos arrimarnos al muelle con el barco, o nos dejaban un amarre provisional, así que resultó innecesaria. Por el contrario supuso una complicación adicional pues había que cambiar la forma de estibarla según el rumbo de navegación. En ceñida hacía escorar y abatir al barco y la tumbábamos en cubierta, mientras que con el espí estorbaba la maniobra si iba tumbada y debíamos ponerla vertical contra los candeleros.

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